Mis queridos hermanos y hermanas:
La solemnidad ya cercana del Patriarca San José, patrono de la Iglesia universal, nos remite a la tradicional celebración del “Día del Seminario”. En este año de gracia de 2005, esta celebración acaece en pleno desarrollo de las sesiones del III Sínodo Diocesano de nuestra Iglesia en Madrid. El Espíritu Santo nos está estimulando para entrar en un conocimiento y una adhesión más vivos a la persona de nuestro Señor Jesucristo, y de este modo, avanzar en la comunión eclesial entre todos, y renovar con eficacia evangélica el impulso misionero. En definitiva, y como señalaba en mi Carta pastoral al respecto, el Sínodo diocesano conseguirá sus objetivos “si alumbra la esperanza en nosotros y nos pone al servicio de la esperanza de la humanidad, en particular de tantos cansados y agobiados de la hora presente del mundo, a los que acecha por doquier el escepticismo y la desconfianza, propios de la increencia” (Carta pastoral, “Levantad los ojos, alumbra la esperanza”, Septiembre, 2004, pag. 17) ¿Cómo no recordar especialmente, entre los trabajos y esperanzas de estos días, a nuestros seminaristas, llamados a seguir roturando en el futuro los nuevos caminos que alumbre el Sínodo?
La celebración del “Día del Seminario” quiere hacer cristianamente eficaz el recuerdo de la Iglesia diocesana hacia aquellos que se preparan con ilusión y generosidad para servirla mañana en el ministerio sacerdotal. El Seminario, más desapercibido de lo que se merece en la complejidad de una gran urbe como Madrid, desea ser conocido y valorado por todos y cada uno de los cristianos madrileños; acompañado en su delicada tarea por la oración de la Iglesia, y sostenido en sus múltiples necesidades por el afecto y la generosidad económica de todos los diocesanos.
En verdad, no son tiempos fáciles para las Iglesias europeas “afectadas a menudo por un oscurecimiento de la esperanza”, como nos recuerda Juan Pablo II en su lúcido análisis sobre su situación actual (Ecclesia in Europa, 7). Obviamente, también a nosotros nos afecta esta situación desconcertante en donde parece que se impone el intento de hacer prevalecer una forma de vida social sin Dios y sin Cristo, y la cultura parece ser una “apostasía silenciosa por parte del hombre que vive como si Dios no existiera” (EiE, 9). La disminución de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada es consecuencia inevitable de esta situación espiritual enferma que afecta a los países de antigua y arraigada tradición cristiana.
Sin embargo, no faltan signos de esperanza en los tiempos actuales que nos remiten a la presencia del Señor en la historia de los hombres y en la vida de su Iglesia: “Sabed que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el final del mundo” (Mt 28, 20). Entre estos signos, nuestros seminaristas constituyen la prueba fehaciente de que la palabra del Señor sigue viva y operante en el corazón de aquellos jóvenes que, libremente, responden a su llamada con la oblación total de sus vidas. ¡Sí, queridos hermanos, el Señor sigue llamando! La voz misteriosa y penetrante de Cristo, llena de amor y de autoridad, sigue, hoy como ayer y como mañana, diciendo “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres” (Mc 1,17). Cuando la libertad del que escucha hunde sus raíces en la buena tierra de un corazón atento, generoso y sacrificado brota la misma respuesta, salvadas las circunstancias de lugar y tiempo: “Al instante, dejando las redes, le siguieron” (Mc 1, 18).
Es verdad que son necesarias vocaciones sacerdotales más numerosas para poder atender las múltiples y complejas necesidades de la misión de la Iglesia en Madrid y en otras iglesias todavía más necesitadas de sacerdotes. El pasado mes de Enero, el Santo Padre nos lo recordaba a los Obispos en la visita “ad limina”: “Una esperanza viva es el incremento de las vocaciones sacerdotales (…) Para ello se debe fomentar una pastoral específica vocacional, amplia y capilar, que mueva a los responsables de la juventud a ser mediadores audaces de la llamada del Señor” (Discurso de Juan Pablo II a un grupo de Obispos españoles en visita “ad limina”,24, Enero 2005, nº 8).
Esta red vocacional capilar no puede tener otra urdimbre más que la oración. En toda vocación la iniciativa es de Dios. El que es llamado lo es desde la soberana libertad del Señor que llama a los que quiere porque los quiere (cf. Mc 3,13) Jesús manifiesta a sus discípulos y amigos la primacía absoluta de la gracia: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros,…” (Jn 15,16) por lo que toda vocación sacerdotal es un don que debe ser implorado al Dueño de la mies (cf. Mt 9, 38) para que nos siga bendiciendo con numerosas y santas vocaciones.
Pero también, de forma simultánea, a los educadores cristianos de toda condición –padres, sacerdotes, maestros, catequistas, etc.– les corresponde ayudar a los jóvenes a eliminar los obstáculos que impiden que la voz del Señor se escuche en sus corazones y suscite en ellos una respuesta generosa, total y sin reservas. No sólo el atractivo de bienes materiales, o el deseo de satisfacer las fuerzas instintivas, o el subjetivismo a ultranza pueden apagar la voz de Cristo en los que son llamados. También los miedo y los prejuicios, las desilusiones y el egoísmo de los mayores pueden agostar la fecundidad de una vocación. “No hay que tener miedo a proponerla a los jóvenes y después acompañarlos asiduamente, a nivel humano y espiritual, para que vayan discerniendo su opción vocacional”, nos señalaba el Papa a los Obispos en la visita “ad limina” citada (nº 8).
Como ha ocurrido con muchos de nosotros, sacerdotes y obispos actuales, la vocación sacerdotal se manifestó en la infancia, en la preadolescencia o en la primera juventud. Cuando escuchamos a Jesús decir con vehemencia a los discípulos: “Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis porque de los que son como éstos es el Reino de los Cielos…” (Mt 19,14) ¿cómo no vamos a acoger, y a cultivar con esmero los brotes de vocación sacerdotal que el Señor puede estar sembrando en esas edades? Deseo recordaros al respecto que, en nuestra diócesis, el Seminario Menor sigue ofreciendo una propuesta educativa, pedagógicamente acorde con la edad de los niños, adolescentes y jóvenes, para favorecer de manera gradual el cuidado y crecimiento humano, académico y espiritual de las vocaciones de estos muchachos. Con afecto y esperanza hemos dedicado a esta tarea las nuevas instalaciones y residencia del Seminario Menor de la Plaza de San Francisco.
La celebración del año dedicado a la Inmaculada Concepción de María, en el 150º Aniversario de la proclamación de este dogma mariano, nos invita a encomendar a nuestros seminaristas a su maternal protección. Nuestro Seminario Conciliar, ya casi centenario, camina bajo su patrocinio desde los comienzos de su andadura. En Ella, todo futuro sacerdote “contempla la belleza de una vida sin mancha entregada al Señor. En Ella resplandece la santidad de la Iglesia que Dios quiere para todos sus hijos”, decíamos los Obispos en el Mensaje de la LXXXIII Asamblea Plenaria (nº 8). La Virgen Inmaculada aparece como ejemplo y arquetipo de la perfecta consagración al Señor con la dedicación de toda la vida. También para los futuros sacerdotes llamados a entregarse al Señor y a los hermanos en la oblación de la caridad pastoral.
En la celebración del “Día del Seminario” muchas parroquias recibiréis la visita y el testimonio de nuestros seminaristas. Ofrecedles, además de la generosa aportación económica para los múltiples gastos de su formación, vuestro afecto y vuestra oración. Y rogad a Dios y la Virgen de la Almudena para que alguno de vuestros hijos o de vuestros feligreses, sea regalado con la llamada del Señor al ministerio sacerdotal.
Os bendice con todo afecto,