Mis queridos hermanos y amigos:
Han pasado ya las grandes Fiestas del Año Litúrgico. La celebración de la Pascua del Señor, su momento culminante, ha ido acompañada esta vez por acontecimientos imborrables en la vida de la Iglesia que nos conmocionaron a todos, como si se tratase de signos extraordinarios del Espíritu señalándonos el camino que la Iglesia debe seguir en este tiempo histórico de encrucijadas para la humanidad y, muy singularmente, para Europa y para España. Retornamos de nuevo al tiempo ordinario, al día a día en el que se labran los surcos de la existencia personal de cada uno y los de la comunidad humana en la que estamos insertos; en primer lugar, la familia y la sociedad concreta donde se desenvuelven nuestros afanes, el trabajo cotidiano y esa búsqueda secreta de felicidad que alienta en lo más íntimo de nosotros mismos en medio de los disgustos, el dolor y la esperanza que a todos nos embargan. Ese camino no es otro que el de la ley y la gracia de Dios. Comprender y vivir esta verdad como la única alternativa para poder afrontar el futuro con esperanza firme e inquebrantable de bien y de paz, incluso más allá de la muerte, vuelve a ser para los cristianos y para todos los hombre de buena voluntad una tarea extraordinariamente urgente.
Los esquemas o presupuestos ideológicos, culturales y políticos con los que se intentó abrir un nuevo capítulo de la humanidad, sedienta de paz, de justicia social y de libertad, después de la terrible experiencia de la Segunda Guerra Mundial, han entrado medio siglo después, al iniciar su andadura el siglo XXI, en una crisis evidente. Está faltando ya un minimum de consenso en la interpretación de la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, imprescindible para la salvaguardia de valores fundamentales como son: la vida de cada ser humano desde su concepción hasta su muerte natural; la función insustituible del matrimonio entre el hombre y la mujer, núcleo esencial de la verdadera familia; la solidaridad y la justicia social como valores universales de la comunidad de naciones; e, incluso, el contenido y significado mismo de la palabra “paz”. También la duda se cierne sobre el futuro de Europa, la región del planeta más asolada por la guerra en el siglo XX con millones de muertos y ruinas materiales y espirituales indecibles. ¿Cómo avanzar en el proyecto de unidad europea -sueño de tantos europeos insignes lúcidamente conscientes de las raíces cristianas del viejo continente- concebido y puesto en práctica para la superación definitiva de los enfrentamientos fratricidas que habían caracterizado su pasado más inmediato? Y las preocupaciones no son menores en España cuando tratamos de ver luz en el horizonte de su futuro. Un futuro que nos había parecido totalmente despejado con el proceso de reconciliación y de nueva configuración de la comunidad política según el modelo del Estado social de derecho, empleado en las naciones hermanas de Europa para resolver la crisis del “ser o no ser” abierta por la Segunda Guerra Mundial. La conciencia de que se había encontrado en la llamada “transición política” de los años setenta del pasado siglo la vía de solución de las más graves cuestiones que habían dominado y condicionado las páginas más dolorosas y dramáticas de nuestra reciente historia, era hasta hace poco tiempo general.
¿No estará operando en el corazón de la cultura actual y de su concepción subyacente de la vida lo que el Santo Padre Benedicto XVI en su homilía de la Santa Misa de apertura del Cónclave el pasado 18 de abril ha calificado la dictadura del relativismo? Es bueno recordar todo el párrafo en cuyo contexto se usa esta expresión:
“Cuántas doctrinas hemos conocido en estas últimas décadas, cuántas corrientes ideológicas, cuántos modos de pensar… La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido no raramente agitada por las olas, botada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateismo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo y así en adelante. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza cuanto dice San Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende a arrastrar hacia el error (cfr. Ef 4,14). Tener una fe clara, según el Credo de la Iglesia, viene constantemente etiquetado como fundamentalismo. Mientras el relativismo, es decir, el dejarse llevar ‘de aquí hacia allá por cualquier tipo de doctrina’, aparece como la única aproximación a la altura de los tiempos modernos. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus ganas”.
El diagnóstico de lo que está pasando no puede ser más clarividente. ¿Cuál es la alternativa, la verdadera y única? La de la ley, inscrita por Dios en la naturaleza y en el corazón del hombre; y la de su gracia, que brota del Corazón de Cristo, crucificado y resucitado por nuestra salvación. En esta alternativa rige una medida, la del Hijo de Dios hecho hombre en el seno purísimo de la Virgen María por nuestra salvación. Su verdad se abre plenamente a los ojos de la razón iluminada por la fe; pero también, al menos en su rasgos más naturales, a los del hombre que busca sinceramente con la luz de la razón lo que es verdadero, bueno y bello. ¡Mostrar esa medida -la medida de Cristo- en la vida ordinaria, en el contexto de la vida pública y del acontecer social, es responsabilidad grave e inaplazable de los católicos!
Pidámosle a Nuestra Señora y Madre, la Virgen Santísima de La Almudena, que nos enseñe a sintonizar en este domingo hondamente con la oración de la Iglesia: “Oh Dios, fuente de todo bien, escucha sin cesar nuestras súplicas, y concédenos, inspirados por ti, pensar lo que es recto y cumplirlo con tu ayuda”. Pensar con la ley de Dios es pensar lo que es recto; y abrirse a su gracia significa poder cumplirla con gozo y satisfacción interior siempre, y con frutos seguros de bien para los demás: los que están cerca y los que están lejos.
Con todo afecto y mi bendición,