Mis queridos hermanos y amigos:
La familia sí importa. Importa tanto que de su estabilidad y prosperidad depende decisivamente el bien y la salvación de la persona y de toda la sociedad. La verdad de esta afirmación, que se encuentra en el centro mismo de la visión cristiana del hombre y de su destino, se puede comprobar una y otra vez a través de la experiencia de la vida. No hay en toda la historia de la humanidad ninguna civilización ni ninguna cultura pensadas y construidas socialmente al margen de la familia, nacida y estructurada en torno a la unión firme y estable del hombre y la mujer. Ni se da tampoco una opción real de poder vivir la propia condición personal del ser humano ¡de nacer, de ser criado y educado dignamente! al margen del padre y de la madre y de ese ámbito primero y fundante de relación y comunidad que se establece entre ellos y con ellos. Todos lo sabemos por las vivencias más hondas y entrañables que han ido configurando lo más valioso, irrenunciable y determinante de nuestra propia existencia. Nuestros padres nos han dado la vida en un sentido que va mucho más allá de lo puramente biológico; nos han enseñado las primeras lecciones del amor gratuito… ¡del verdadero amor! Nos han integrado en esa fórmula originaria y básica de sociedad y de comunión que se entreteje con las relaciones de la paternidad y maternidad, de la filiación y la fraternidad, absolutamente imprescindibles para que luego la gran sociedad y la comunidad política puedan constituirse y desarrollarse en justicia, solidaridad y paz. Y, cuando por causas, achacables o no a la responsabilidad de los padres y/o de los hijos, queda perturbada con mayor o menor gravedad la situación normal de la familia, y aunque sea mucho el dolor y los sufrimientos que de estas quiebras familiares o de las crisis matrimoniales puedan derivarse, a nadie se le ocurre pensar que pueda haber otras alternativas para enderezar de nuevo el camino de la vida por las sendas del verdadero bien de la persona y de los suyos que las de la recuperación de una sana relación familiar.
No nos puede extrañar que sea así. El matrimonio y la familia son realidades que están enraizadas en la misma naturaleza del hombre: pertenecen a la esencia y estructura fundamental de su ser. No pueden, por tanto, ser modificadas, cambiadas a su arbitrio o manipuladas por ningún poder humano. Es más, tienen como autor a Dios. El Concilio Vaticano II expresaba esta verdad con nueva e iluminadora claridad: “El mismo Dios es el autor del matrimonio, al que ha dotado con varios bienes y fines, todo lo cual es sumamente importante para la continuación del género humano, para el provecho personal y la suerte eterna de cada miembro de la familia, para la dignidad, estabilidad, paz y prosperidad de la misma familia y de toda la sociedad humana. Por su propio carácter natural, la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y educación de la prole y con ellas ser coronados como su culminación” (GS 48). Ciertamente la realización de la forma propia del matrimonio y de la familia como fue establecida desde “el principio” y en “el principio” de su ser y de su historia por Dios está afectada por la herida del pecado y la fragilidad consiguiente de la libertad humana. El Evangelio muestra inequívocamente cómo el Señor restablece la plenitud de la vigencia de la Ley de Dios sobre el matrimonio y la familia, acogiéndola sacramentalmente en el Misterio inefable de su amor esponsal a la Iglesia. Pero, en cualquier caso, se haya llegado o no a alcanzar el umbral de la fe, lo que no pude aceptarse es la pretensión de querer reducir el matrimonio y la familia a un mero “producto cultural” susceptible de ser vivido y regulado como se le antoje a cada uno o a las corrientes y poderes más influyentes de la sociedad, prescindiendo e, incluso, yendo en contra de lo que está marcado por la estructura fundamental del ser humano. Si es la misma autoridad pública, el Estado, el que se dispone a establecer en el ordenamiento jurídico una fórmula que niega la esencia misma del matrimonio, el daño que se causaría al bien de la verdadera familia, a los hijos y a toda la sociedad sería incalculable: ¡el bien común en lo más esencial de si mismo quedaría gravísimamente herido! ¿Cómo no va pues a reaccionar la conciencia cristiana y la de toda persona de buen criterio con los recursos propios de una sociedad libre y democrática ante intentos legislativos de esta naturaleza como los que están tramitándose en estos momentos en España? Se trata en el fondo de asumir el deber de la responsable participación ciudadana en la formación de la opinión pública y en la toma de decisiones que importan y comprometen gravemente el bien de todos.
Sí, la familia importa… y mucho. En ella, en su bien y prosperidad material y espiritual, nos va el futuro: el futuro de la sociedad española y de Europa. ¿O es que no se quieren ver los estragos ya cansados en las últimas décadas en el tejido social -sobre todo, en el mundo juvenil- de las sociedades europeas por las legislaciones divorcistas, abortistas y antifamiliares? Al cuidado maternal de la Virgen Santísima, nuestra Señora de La Almudena, encomendamos a todas las familias de Madrid y de España, especialmente a los jóvenes matrimonios. Nuestra oración y nuestro aliento acompañan también a todos aquellos grupos e instituciones entregados lúcida y generosamente a la defensa y promoción pública del verdadero matrimonio y de la familia en España en unas circunstancias tan críticas y decisivas para su futuro. Su esfuerzo y sacrificio no serán en vano.
Con todo afecto y mi bendición,
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