La necesidad de la oración.
Mis queridos hermanos y amigos:
La oración pertenece a la esencia de la vida cristiana porque como muy bien dice el Catecismo de la Iglesia Católica es la “relación viviente y personal con Dios vivo y verdadero”; exigencia del Misterio de la Fe que la Iglesia cree y celebra sacramentalmente para que la vida de los fieles se conforme con Cristo en el Espíritu Santo para gloria de Dios Padre (cfr. Nur 2558). La oración ha acompañado siempre la vida de la Iglesia como el hilo espiritual conductor de todo su esfuerzo evangelizador y de su presencia en medio del mundo como signo e instrumento de la salvación de Dios para los hombres. Su oración, en la que se recoge y culmina, transformada, la oración de Israel, es la oración de alabanza, de acción de gracias y de petición por excelencia. Los salmos, que se cantaban en las asambleas del pueblo elegido, los recita el Nuevo Pueblo de Dios en la liturgia y en la plegaria personal, referidas a Cristo, el Mesías y Señor, el Sacerdote, Rey y Profeta definitivo, que se ofreció en la Cruz al Padre que está en los cielos, configurando así la suprema e insuperable forma de la verdadera oración que El mismo había enseñado a rezar a sus discípulos con “el Padre Nuestro”. No es extraño pues que la experiencia cristiana de las almas haya ido girando siempre en torno al trato íntimo con el Señor que ofreció su vida por nosotros y a la identificación interior con El.
Santa Teresa de Jesús lo refleja bellamente cuando aconseja lo siguiente al cristiano que quiera emprender seriamente el itinerario vivencial de la oración: “Puede representarse delante de Cristo y acostumbrarse a enamorarse mucho de su sagrada humanidad, y traerle siempre consigo y hablar con él, pedirle para sus necesidades y quejársele de sus trabajos, alegrarse con él en sus contentos y no olvidarle por ellos, sin procurar acciones compuestas, sino palabras conforme a sus deseos y necesidades. Es excelente manera de aprovechar y muy en breve; y quien trabajare a traer consigo esta preciosa compañía y se aprovechare mucho de ella y de veras cobrare amor a este Señor, a quien tanto debemos, yo le doy por aprovechado” (Libro de la Vida, 12,2).
Efectivamente, en la oración cristiana, es toda la experiencia del hombre peregrino en este mundo, viviendo su propia historia personal y compartiendo la de todos, la que se pone en juego, quedando asumida en la relación personal e íntimamente vivida con Dios Padre que le ha amado y le ama misericordiosamente de ese modo tan inefable e inconcebible para la pura razón humana que es el del Misterio de Cristo: el de la humillación del Hijo hasta la muerte y una muerte de Cruz, ungido en su humanidad por el don del infinito amor que es el Espíritu Santo. El cristiano pide humildemente y confiadamente; no siente ni miedo, ni vergüenza, ni reparo en dirigirse a Dios pidiendo con todo el corazón al Señor los dones más preciosos del alma y del cuerpo. ¿Cómo no va a pedirle el don de la fe y el de la esperanza y el de la caridad? ¿Cómo no va a suplicar la fortaleza del Espíritu para perseverar y crecer en la vida de Dios -¡vida sobrenatural!- que se ha prometido dar y se da de hecho a todo hombre que se deje convertir y amar por Cristo? Cuando se pide así, la plegaria rompe el egoísmo interior, el egocentrismo pseudoespiritual del que sólo piensa en su propia salvación, y abre el corazón a la súplica por todos los hombres necesitados de salvación. ¿Y, además, cómo no va el cristiano a volverse al Señor Jesucristo, “el Dios con nosotros”, el que pasó haciendo el bien al hombre doliente, herido en la totalidad de su ser, cuando el peso de la vida, los sufrimientos y el mal de este mundo se hacen físicos, se perciben en la carne y en el espíritu como una fuerza capaz de ahogar nuestra sed de esperanza, para pedirle alivio, consuelo, salud… en una palabra el apartamiento de toda amenaza del mal? ¡Es el hombre, todo el hombre, en la íntegra realidad espiritual y corporal de su naturaleza, el que ha sido salvado por Jesucristo, el que espera la resurrección de la carne y el final glorioso de los nuevos cielos y de la nueva tierra! Santa Teresa de Jesús tenía toda la razón cuando enseñaba a orar a sus monjas con esa ternura concreta y viva, manifestada en el amor de la esposa a su “divino esposo”, en el que se depositan las más íntimas confidencias y las vivencias de las necesidades más sencillas y cotidianas de la existencia ordinarias.
Son hoy muchas las necesidades espirituales y materiales por las que debemos de orar en la vida de la sociedad y de la Iglesia en España y en Madrid. La trasmisión de la fe a las nuevas generaciones de los españoles es una de las más graves y urgentes; el futuro del verdadero matrimonio y de la familia, otra; como lo son también la debida integración de los emigrantes, la unión y solidaridad de todos los españoles…; y, no en último lugar, la provocada por la sequía que ha vuelto este año a asolar los campos y el paisaje de España. ¡Pidamos insistentemente al Señor, privada y públicamente, unidos a la intercesión maternal de la Virgen, que ayer celebrábamos bajo la tradicional y querida advocación de “Nuestra Señora del Carmen”, que nos socorra en estas y en todas las necesidades según los designios de su misericordia! Pidámoselo con espíritu filial, y encontraremos alivio para nuestras almas, sedientas de la gracia de Dios, y para nuestros cuerpos, sedientos de la tan anhelada lluvia. No caigamos en la tentación de la soberbia, del que se envanece de su propio poder o de una supuesta y arrogante dignidad, no queriendo rebajarse ante nadie, ni siquiera ante Aquel que le ha creado y redimido por amor. No hagamos caso a los que, incluso desde dentro de la Iglesia, relativizan y hasta rechazan el valor de la oración de petición.
¡Que nuestra Señora y Madre, la Virgen de la Almudena, nos enseñe a dejar que el Espíritu venga “en ayuda de nuestra debilidad” e interceda “por nosotros con gemidos inefables”, muy especialmente en este período de las vacaciones estivales de este año sediento y esperanzado que ha entrado ya en pleno verano!
Con todo afecto y mi bendición,