“Los valores permanentes de la vida, en la Iglesia”
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
La jornada de la Iglesia diocesana, que celebraremos el domingo 13 de noviembre, nos servirá este año para comprender mejor, según dice el lema escogido, que los valores permanentes de la vida se dan en la Iglesia. Cualquiera que observe con objetividad el desarrollo de la Iglesia desde sus orígenes hasta nuestros días tendrá que admitir que en la Iglesia tiene lugar el nacimiento de una nueva humanidad gracias a la redención de Cristo. La persona de Cristo, el Hijo de Dios encarnado en el seno de la Virgen, es la fuente de las realidades que hemos dado en llamar “valores” y que, en realidad, son el fruto de la obra salvadora de Cristo: la paz, la reconciliación, la justicia, la verdadera libertad, y, en último término, la dignidad de la persona humana que, redimida por Cristo, posee la condición de hijo de Dios, heredero de la vida eterna.
No debe extrañar, por tanto, que la Iglesia anuncie a todos los hombres el misterio que lleva dentro y trabaje con todas sus energías para que el hombre −cada hombre− participe de él. El empeño misionero y evangelizador de la Iglesia sólo se explica desde el mandato de Cristo a los apóstoles, el de anunciar el evangelio a todos los hombres y hacerlos partícipes de los dones de su redención. Sólo así, participando de la vida de Cristo, el hombre recupera su verdadera dignidad y se convierte en el “hombre nuevo” que Dios ha pensado desde toda la eternidad.
Todo lo que hacer la Iglesia −liturgia, enseñanza y catequesis, caridad− va dirigido a hacer surgir este hombre nuevo que sea testigo del amor de Dios en medio del mundo. Favorecer la vida de la Iglesia en todas sus acciones pastorales es contribuir a que el hombre alcance su plenitud en Cristo y la nueva humanidad, que ha brotado de su muerte y resurrección, llene toda la tierra. Por eso, es necesario que cuantos formamos parte de la Iglesia, conscientes de la misión que ha recibido de Cristo, contribuyamos con nuestros bienes espirituales y materiales en la expansión del Reino de Dios que es, en definitiva, la suma de todos los valores que el hombre, en su corazón, aspira a poseer. Como Iglesia de Cristo, debemos edificarnos mutuamente con la oración, la ayuda mutua y la acción evangelizadora. El Sínodo, que hemos concluido, abre ante nosotros perspectivas muy esperanzadoras para hacer de nuestra Iglesia diocesana el signo y sacramento de la presencia de Dios en el mundo y de la unión de los hombres con Él y entre nosotros. Al mismo tiempo, para llevar adelante la renovación de nuestra Iglesia y la misión hacia el mundo, los cristianos debemos colaborar económicamente para que las comunidades cristianas y la misma diócesis no carezcan de los medios imprescindibles para llevar adelante su misión: templos, escuelas, centros de acogida y de caridad, medios de comunicación, seminarios y centros de estudios, etc. Sin estos medios, la misión de la Iglesia se ve en peligro, es decir, los hombres pueden verse privados de los dones de la salvación, de esa nueva humanidad sin la cual este mundo sería un inmenso desierto. Contribuyamos, pues, con toda generosidad y con todos nuestros medios para que la Iglesia diocesana descubra en todo lo que hace que los valores permanentes de la vida se encuentran en ella y se ofrecen a todos los hombres sin distinción.
Con todo afecto y mi bendición,