Para ofrecer a Cristo a los hombres y a la sociedad de nuestro tiempo
Mis queridos hermanos y amigos:
Nuestro III Sínodo Diocesano ha acertado a la hora de ir concretando las condiciones para poder acoger y vivir el don de la fe como un impulso nuevo cuando después de afirmar la necesidad de avivar nuestra conciencia de bautizados y de intensificar nuestra conciencia de pertenecer a la Iglesia, urge “vivir en la Iglesia la presencia de Dios”; pues la fe o se alimenta de la presencia de Dios en la vida del creyente o languidece y muere.
No es posible vivir con fe si olvidamos a Dios en nuestros pensamientos, palabras y obras. No es posible creer si no nos relacionamos expresa y conscientemente con Dios que sostiene todo lo que somos y que nos llama con amor por nuestro nombre. La fe se enciende como luz de la mente y del corazón en la Palabra de Dios y se transmite como fuerza para existir y vivir por la respuesta al Amor conocido. La fe, por lo tanto, o es acogida de “la Palabra hecha Carne”, es decir, de CRISTO, y vivencia de su sacrificio de amor redentor y misericordioso en la Cruz, o se queda sin llegar a Dios: no será capaz de vivir su presencia en el modo realmente pleno como se nos ha manifestado en su Hijo JESUCRISTO por el que fue creado todo lo que existe y por el que hemos sido rescatados del poder del pecado y de la muerte para participar de la condición y la vida de los hijos de Dios llamados a la Gloria. No hay otra fórmula para llegar a la presencia de Dios en la historia que es y que vendrá que la de acercarse a Cristo. Él ¡su presencia! constituyen la gran e insuperable novedad de los tiempos nuevos que atisbaba y profetizaba Isaías (Is 43, 18-19.21-22.24b-25). Él es el Sí definitivo de Dios para el hombre y todo el universo. Como dice San Pablo en la segunda Carta a los Corintios: “en Él todo se ha convertido en un ‘sí’; en Él todas las promesas han recibido un ‘sí’. Y por Él podemos responder ‘Amén’ a Dios, para gloria suya” (2 Cor 1,19-20). En la escena de la curación del paralítico en Cafarnaún, que cuenta San Marcos, unos letrados se escandalizan porque Jesús le había dicho que sus pecados quedaban perdonados: “¿Por qué habla éste así? –decían–. Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados fuera de Dios?”. Jesús les responde con la curación del paralítico. Efectivamente “el Hijo del hombre” tenía potestad en la tierra para perdonar los pecados: ¡Jesús era verdaderamente el Hijo de Dios!
Y a Jesús se le encuentra en su Iglesia. Por ello nuestro Sínodo afirma que es preciso vivir en la Iglesia la presencia de Dios, porque en ella es donde se puede reconocer y vivir la presencia de Cristo (Const. 12). Y porque en ella y desde la vivencia de la comunión eclesial –de la comunión de la Palabra, los Sacramentos y el Mandamiento del Señor– se puede llevar a Cristo a los hombres hermanos, cercanos o lejanos al cuerpo visible de su Iglesia; viendo en ellos, especialmente en “los más pobres, los pecadores y los necesitados” el rostro de Cristo que nos interpela y nos llama a la conversión propia y a ser instrumento de conversión y de salvación para ellos (Const. 12).
Desde esa experiencia viva de la presencia de Cristo en su Iglesia vivida y cultivada espiritualmente, las parroquias y comunidades podrán y deberán profundizar en la comprensión de nuestra sociedad y de “las raíces de su tradición humana y cristiana” y podrán penetrar críticamente en el conocimiento de las corrientes culturales contemporáneas “con especial atención a sus preguntas y dificultades sobre la religión y la fe” y ponerse de este modo en condiciones de poder aclarárselas y resolvérselas (Const. 14). E, igualmente, desde la vivencia de la presencia de Cristo en la Iglesia podrán y deberán “los intelectuales e instituciones académicas cristianas” ayudar “a discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las ‘semillas de la Verdad’ presentes en la cultura contemporánea, de modo que resulte más fácil anunciar y acoger el Evangelio sin traicionar su verdad esencial” (Const. 15). Más aún, se podrán “impulsar la creación de foros de diálogo cultural en todos los niveles diocesanos y en particular en las instituciones académicas, capaces de ofrecer una valoración de la actualidad desde una perspectiva cristiana”, abriendo eficazmente caminos para el encuentro con el Señor en la vida de nuestros contemporáneos (Const. 16). Y, finalmente, viviendo en la presencia y de la presencia de Cristo en su Iglesia, se podrá y se deberá “propiciar que los intelectuales católicos junto con los teólogos, y en estrecha colaboración con el Magisterio de la Iglesia, trabajen de forma coordinada para recrear la opinión pública en torno a la paz y la vida, manteniendo abierto el diálogo en la sociedad plural” e, incluso, que estén dispuestos a “desenmascarar las corrientes ideológicas, económicas y políticas que pueden manipular y deformar la verdad del hombre” (Const. 17).
Una condición indispensable para “reconocer y vivir la presencia de Cristo en la Iglesia” es la oración: el contacto y el trato íntimo con Él; poner en práctica lo que enseñaba Santa Teresa de Jesús sobre “la oración mental”: “que no es otra cosa… sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama” (Libro de la Vida, cap. 8,5). Sí, en el seno de nuestra Madre, la Virgen María, Virgen de La Almudena, Madre del Señor y Madre de la Iglesia, “en la Escuela de María” y en la escuela de la Iglesia –de su oración litúrgica, de su piedad popular, de la vida de amor fraterno entre sus hijos…– podemos aprender la experiencia verdadera de la oración que nos hace presente al Señor en nuestra vida diaria y nos fortalece para ser sus testigos ante el mundo.
Con todo afecto y mi bendición,