Salamanca, 10 de marzo de 2006; 12’00 horas
Sean mis primeras palabras de gratitud a la Universidad Pontificia de Salamanca por la concesión de su Medalla de Oro. Agradezco de corazón esta distinción con la que me honra personalmente, más allá de mis méritos, siempre modestos; y que evoca una época en la historia de esta todavía joven Universidad, extraordinariamente delicada en sí misma y apasionante para todos los que por vocación y gracia del Señor hubimos de vivirla en los años de nuestra madura juventud en oficios y tareas de grave responsabilidad eclesial y académica.
La Universidad Pontificia había sido restaurada en 1941 por lúcida iniciativa del entonces Sr. Obispo de Salamanca, D. Enrique Pla y Daniel, apenas dos años después de terminada nuestra Guerra Civil. Entre las finalidades que se perseguían destacaba, sin duda, la de devolver al mundo universitario español los estudios superiores de las ciencias sagradas por excelencia, la Teología y el Derecho Canónico, desaparecidas de los centros de estudios superiores de España a finales del siglo XIX. El triunfo del laicismo racionalista en la nueva configuración de la Universidad española como institución pública, creada y regulada exclusivamente por el Estado, por una parte, y el repliegue de la Iglesia sobre sí misma y la concentración de sus energías pastorales y apostólicas en la recuperación espiritual y misionera de su riquísima herencia multisecular al servicio de la Iglesia Universal y del pueblo y de la sociedad española, por otra, intervienen decisivamente en ese proceso histórico de disociación académica entre el discurso y reflexión científica de la fe y el discurso de la razón, de “la razón pura”, en su clásica versión kantiana, estrictamente racionalista. A una primera y elemental sutura de ese alejamiento académico venía a servir la erección de las dos Facultades de Teología y Derecho Canónico en la unidad institucional de una Universidad Pontificia: fórmula jurídica prevista en el derecho canónico entonces vigente, posiblemente la única históricamente viable en aquella encrucijada en la que se encontraba la España de los dificilísimos años cuarenta que a duras penas trataba de mantenerse alejada de un mundo inmerso ya en la más terrible conflagración bélica conocida por la humanidad. Salamanca se prestaba maravillosamente para el intento.
La ciudad salmantina –que “hechiza” como pocos “la voluntad de volver a ella”– había sido una de las cunas del nacimiento de la institución universitaria en el Medievo clásico europeo precisamente en torno a la enseñanza e investigación de la teología y del derecho, las ciencias “reinas” en aquel renacimiento espectacular del pensamiento y de la cultura de la Europa de la Cristiandad. Salamanca y su Universidad se convertirían pronto por la genial labor de sus teólogos y juristas en uno de los focos de mayor irradiación del pensamiento y de la cultura españolas en la Edad Moderna europea. La Europa y el Nuevo Mundo al otro lado del Atlántico, que emergen en “el Barroco” y en “la Ilustración” de los siglos XVI, XVII y XVIII, resultan sencillamente impensables sin la Salamanca de la ciencia teológica y de los saberes jurídicos de generaciones enteras de Profesores y maestros universitarios ilustres que han pasado imborrablemente al capítulo de la mejor historia de la fe, la ciencia, la cultura y la ética universales.
¿Era posible recrear aquella gloriosa historia universitaria, actualizándola a la altura del siglo XX, con un nuevo empeño institucionalizado de diálogo entre fe y ciencia, situado plenamente en la comunión con el Magisterio de la Iglesia y, a la vez, sensible espiritualmente y clarividente cultural y socialmente en unos años tan dramáticos como los de la II Guerra Mundial y los de la nueva época que se abría también para España con la victoria aliada y el triunfo del comunismo soviético? A primera vista, podría parecer una pura e inalcanzable utopía, máxime cuando no se había logrado establecer ningún puente jurídico de relación entre las dos Universidades salmantinas: “la Civil” y “la Pontificia”. Y, ciertamente, como objetivo realizable a corto plazo, sí lo era. Sin embargo, propuesto como “un ideal” que pudiese alentar y guiar esfuerzos e, incluso, sacrificios de cara al futuro, asumibles desde una vocación y un espíritu universitario, transidos de ilusión apostólica, sí era aceptable el reto histórico que significaba la nueva Universidad. De hecho así lo vivieron los responsables académicos de la primera hora de la Universidad y las primeras generaciones de su Profesorado y de su alumnado. Así lo vivimos la nueva generación de universitarios que accedimos a la docencia y a la dirección de la Universidad Pontificia en la década de los años sesenta del pasado siglo, tan cruciales para la Iglesia y para la sociedad.
Los motivos que figuran en el texto del acuerdo del Patronato de la Universidad Pontificia de 1º de Junio del año pasado solicitando de la Junta Permanente de Gobierno de la Universidad la concesión de la Medalla de Oro para quien había sido su Presidente los últimos seis años, hacen referencia, primero, al nacimiento jurídico y a la puesta en marcha académica del Patronato en 1972; y, segundo, a los cargos de Vicerrector, de Vicecanciller de la Universidad y de Presidente de su Patronato por mí desempeñados en tres momentos importantes de esa historia más reciente de la Universidad Pontificia, iniciada en la turbulencia universitaria del final de la década de los “sesenta”.
En el año 1972 la Universidad Pontificia iniciaba un nuevo período de verdadera “re-constitución” jurídica, académica y eclesial. En el curso 1971/72 habían entrado en vigor los nuevos Estatutos: la estructura académica quedaba adaptada a las exigencias canónicas de una Universidad Católica y a los requisitos civiles del Acuerdo sobre Universidades de la Iglesia de 1964; se estrenaban los nuevos órganos de gobierno, de composición fuertemente representativa; el nuevo titular jurídico de la Universidad era la Conferencia Episcopal Española que acababa de hacer el nombramiento de un nuevo Rector Magnífico, siguiendo el procedimiento establecido en los nuevos Estatutos, es decir, previa la presentación de una terna de Profesores elegidos por el Claustro. La Universidad comenzaba a salir de lo que había sido una crisis verdadera de subsistencia, de “ser o no ser” en un próximo futuro. Los factores que la desencadenaron son conocidos: los comunes a los que operaron en el fenómeno generalizado de las revueltas estudiantiles del “68”, y, otros, propios, derivados de la peculiar historia y situación de la Universidad Pontificia de Salamanca dentro de la Iglesia en España. Influyen evidentemente: el cambio cultural de los valores humanos y espirituales del mundo occidental, el que cuaja con éxito social y económico sin precedentes en las dos primeras décadas de la postguerra, –de “revolución cultural” se llegó a calificar lo que había estallado en el mayo parisino del “68”–; valores denigrados como “pequeño-burgueses” por los hijos de los que habían protagonizado la contienda; la fascinación intelectual y política de un neomarxismo de “rostro humano” teñido de existencialismo; y, por supuesto, el cuestionamiento nihilista de la fe heredada. Pero pesa, sobre todo, el ambiente eclesial de los primeros años de la aplicación del Concilio Vaticano II, planteada y discutida apasionadamente en todos los campos y aspectos de la vida pastoral de la Iglesia y de su relación con la sociedad. No es extraño que “la Pontificia” no pudiese substraerse ni a la seducción intelectual y social de “la revolución cultural del ‘68’” ni a los desafíos teóricos y prácticos suscitados por la doctrina, las reformas canónicas y las orientaciones pastorales del Vaticano II. Ambas crisis, la cultural y la eclesial, se viven, además, en España en unas circunstancias políticas excepcionales: transición de un Estado confesional a un régimen constitucional de Monarquía Parlamentaria configurado como un Estado democrático de derecho. Una comunidad universitaria como la de “la Pontificia”, generacionalmente rejuvenecida, comprometida con nuevas ilusiones intelectuales y pastorales con el presente y el futuro de su país, no podía sentirse ajena a la problemática sociológica y al debate ideológico que subyacía en todo el proceso de la transición política.
Para comprender certeramente lo sucedido es preciso, además, tener en cuenta que el primer impacto de esa extraordinaria hora histórica lo habían recibido una Universidad y un cuerpo de Profesores que respondían jurídica, académica y existencialmente al modelo de “Universidad Pontificia” diseñado y desarrollado por la Iglesia entre los siglos XIX y XX para recuperar y vigorizar intelectualmente su vida interna, su capacidad apostólica y su “afán” misionero en las sociedades fuertemente laicistas de Europa y de América ¡Había que ofrecerlas de nuevo “la visión cristiana del mundo”, en feliz expresión de Romano Guardini! O, dicho con otras palabras, había que “cristianizar” “lo descristianizado”, a través de una nueva generación de sacerdotes y religiosos, bien formados teológicamente, intelectualmente preparados para el debate cultural y científico de una época influida decisivamente por la herencia filosófico-materialista de la revolución francesa, eminentemente positivista y “cientificista”, y capacitados espiritual y pastoralmente por una experiencia de vida interior religiosamente sólida y por el culto de una sintonía apostólica plena con los Obispos y con el Papa. La apertura universitaria a los laicos y al mundo de las ciencias profanas iba por otro camino, dadas las corrientes políticas imperantes de separación completa de Iglesia y Estado, e iniciaba sus primeros pasos con la incipiente figura de las Universidades Católicas. Es, sin embargo, en el marco intraeclesial –pronunciadamente clerical– del modelo de Universidad Pontificia donde había nacido y se había desarrollado la de Salamanca en las dos primeras décadas de su historia, aunque con flexibilidad y dinamismo académico creciente al abrirse pronto a lo largo de los años cuarenta y cincuenta a nuevas Facultades, las más próximas por su objeto y por su método a las ciencias teológicas: Filosofía, Filología Clásica y Bíblica Trilingüe y Pedagogía.
Los nuevos profesores, incorporados a la Universidad en los años sesenta, jóvenes de edad y con experiencias académicas y eclesiales vividas en países europeos, van a empeñar sus mejores energías intelectuales y sacerdotales en una solución positiva duradera de la crisis sensibilizando a la Universidad para captar y acoger las inquietudes de la Iglesia del Postconcilio y de la sociedad española de “la transición” y ampliando y profundizando el modelo universitario heredado. Lo hacen con escasos recursos materiales, pero con un ilusionado compromiso personal en el que se reflejaban por igual la fidelidad y el amor a su sacerdocio y a la Iglesia y su comprometida vocación intelectual. Presentar el pensamiento cristiano en una forma científicamente seria, eclesialmente fiel e históricamente puesta al día, para la nueva singladura pastoral de la Iglesia en el delicado y grave momento de la sociedad española, fue el ideal compartido y el aliento espiritual que los movía. No dudaron nunca de que ese camino universitario sólo era transitable en comunión plena con la Iglesia y su Magisterio y desde una vivencia universitaria de clara inspiración apostólica. Más o menos explícitamente habíamos hecho nuestra la experiencia de Romano Guardini en sus años de joven seminarista y estudiante de Teología en la Universidad de Tubinga en 1906 –por cierto, hace justamente un siglo–: “Habíamos descubierto… –decía Guardini en sus Memorias, escritas entre los años 1943-1945– a la Revelación como ‘el hecho dador’ del conocimiento teológico, a la Iglesia como su portadora y al dogma como el orden del pensamiento teológico… Nosotros pusimos en la base del pensamiento justamente lo que la actitud liberal había percibido como desasosiego y cadena, e hicimos la experiencia de que es precisamente a través de este ‘giro copernicano’ del espíritu creyente cuando se nos abrió la hondura y la plenitud de la sagrada verdad; se nos regaló, además, por añadidura, incluso una mirada sobre la amplitud y la realidad del mundo como nunca la tuvo la posición liberal con su permanente mirar de soslayo a la ciencia profana y su amargada oposición a la autoridad eclesiástica” .
La Universidad Pontificia siguió luego en las décadas siguientes el camino emprendido con la reforma de los años claves 1969-1971. Los sucesivos desarrollos estatutarios –hasta los Estatutos recientemente aprobados en el año 2005– lo ponen de manifiesto. En la línea de las posibilidades académicas que ofrecía el paradigma de la Universidad Católica se crean nuevas Facultades orientadas al estudio y cultivo de las ciencias humanas tanto en la sede central de Salamanca como en Madrid, donde “la Pontificia” había puesto pie apenas comenzado el Concilio Vaticano II: primero, con su Instituto de Pastoral y, años más tarde, a través de los acuerdos de colaboración académica con la Fundación Pablo VI y su Facultad de Ciencias Sociales, especializada en el estudio de la Doctrina Social de la Iglesia. Naturalmente, con la renovación de las normas básicas de la estructura y de la vida universitaria había que responder a las exigencias de la nueva legislación universitaria tanto eclesiástica como civil.
Crece en esta nueva etapa de la Universidad la comunidad universitaria en número y en recursos técnicos y científicos con el mérito de lograr ese notable crecimiento en el contexto de la difícil y poco menos que heroica fórmula de financiación de las Universidades no estatales españolas, dependientes de las posibilidades económicas de los alumnos y de sus familias y de las ayudas generosas de particulares y de instituciones privadas. Crecen también las posibilidades académicas para responder al ideal eclesial que inspiró su renovación postconciliar: el de promover con la investigación y con la docencia, cualificadas científicamente y comprometidas existencialmente, la creación de un pensamiento cristiano en sintonía plena con las propuestas y los objetivos pastorales de la Iglesia, mirando primordialmente a España: a la sociedad y a la cultura española actuales, fuertemente tocadas e influenciadas por un laicismo ideológico radical. No había que tener miedo a saber constituirse, ni hacia dentro ni hacia fuera de la institución universitaria, como una comunidad universitaria específica salida del corazón de la Iglesia. “Nacida del corazón de la Iglesia, la Universidad Católica” recibió “su magna carta” en el año 1990 de Juan Pablo II con la Constitución Apostólica que lleva por título esa bella y exigente afirmación de sus palabras iniciales y que contiene para todas ellas un mandato final: “todas las actividades fundamentales de una Universidad Católica deberán vincularse y armonizarse con la misión evangelizadora de la Iglesia” ; mandato también y acicate para la Universidad Pontificia del presente y del futuro. No sería ni ocioso ni anacrónico en orden a asumir hoy fielmente esta vocación y responsabilidad eclesial que compromete con creciente actualidad a la Universidad Pontificia de Salamanca, que recordásemos el discurso de Juan Pablo, dirigido a los teólogos españoles desde el Auditorio de nuestra Universidad, estrenado con su egregia y emocionante Visita aquel memorable 1 de noviembre de 1982. En él el Papa nos apelaba a hacer una “Teología… llamada a concentrar su reflexión en los que son temas radicales y decisivos: el Misterio de Dios, del Dios trinitario…; el misterio de Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre…; el misterio del hombre…”; advirtiendo que “la fidelidad a Cristo implica… fidelidad a la Iglesia, y la fidelidad a la Iglesia conlleva a su vez la fidelidad al Magisterio” .
El oficio de Vice-Gran Canciller, e incluso el de Presidente del Patronato de la Universidad, no abre excesivos espacios para prestar una ayuda intensa y minuciosa al desarrollo de la vida interna y al gobierno de la Universidad. Sea cual fuere el valor de los servicios prestados por mi en su ejercicio a la querida “Alma Mater” Salmantina, insignificante en tantos aspectos, sí han llevado siempre una intención: la de animarla y apoyarla en la prosecución del “ideal” eclesial y universitario que nos entusiasmó a muchos en aquellos no tan lejanos años en que comenzó a escribirse el nuevo capítulo de su historia que aún perdura.
Si mis méritos no son muchos, como es el caso, mayores son los motivos de gratitud para todas aquellas personas que propiciaron el que se me otorgase la Medalla de Oro de la Universidad Pontificia de Salamanca. Su generosa amistad y afecto se han desbordado de nuevo inmerecidamente conmigo. Permítaseme citar expresamente al Sr. Presidente Ejecutivo, Miembros y Secretaria del Patronato de la Universidad, al Sr. Rector Magnífico y a su Junta de Gobierno y, no en último lugar, al antiguo Gran Canciller y Presidente actual del Patronato y al nuevo Gran Canciller, al Sr. Obispo de Salamanca, al que me unen vínculos de una antigua e inalterada amistad. A todos ellos: ¡Que Dios se lo pague!
He dicho.