La esperanza y sus exigencias
Universidad FASTA. Mar del Plata (Argentina), 20.III.2006
1. LA EXPERIENCIA HUMANA DE LA ESPERANZA
¡Esperanza! Esperanza es palabra que suscita en el corazón del hombre buenos ecos: ¡nos suena bien! Con la esperanza el futuro de nuestra vida, siempre impredecible y nunca del todo en nuestras manos, aparece en la perspectiva luminosa del logro posible de la felicidad. La experiencia diaria nos confirma el dicho antiguo de que el hombre vive de esperanza.
La esperanza humana se proyecta sobre multitud de objetivos y en múltiples direcciones, no siempre coincidentes: se espera recobrar la salud, encontrar un puesto de trabajo, reconstruir la unidad de la familia y del matrimonio, quebrada con o sin nuestra culpa, se espera que la unidad y concordia de un pueblo se mantenga viva…; pero también se espera a veces el éxito personal y social a toda costa, aunque haya que dejar por el camino el respeto a lo más digno y sagrado para la existencia humana; incluso aún a costa de la ley de Dios.
Se dan pues verdaderas y falsas esperanzas, esperanzas engañosas y quiméricas y esperanzas realizables, sólidas y firmes esperanzas del bien y de los bienes que constituyen la felicidad del hombre. La medida y el criterio que nos permite pues distinguir entre la verdadera esperanza que no defrauda y la esperanza, puro espejismo de una engañosa promesa, es ésta: saber si nos lleva o no a alcanzar la vida plena y perdurable en una felicidad sin sombra ni sombra o si, por el contrario nos corta o desvía el camino que lleva a ella. Toda existencia del hombre sobre la tierra, ¡su historia!, ha estado dominada por una gran pregunta, ante la constatación ineludible del dolor, del mal, físico y moral, de la muerte… verificada por todos en la propia existencia: ¿se puede ser feliz? y ¿cómo? ¿Cómo se sale de la desesperación y de la rebelión contra la vida y se encuentra la senda pacificadora, serena y gozosa de la esperanza?
2. LA PALABRA ESPERANZA Y SUS SIGNIFICADOS ACTUALES
La palabra esperanza está vinculada a la historia de nuestro tiempo en la sociedad y en la Iglesia con una fuerza renovadora como pocas veces la tuvo en el pasado.
a) En la sociedad
– Basta evocar su significado dentro del movimiento obrero de comienzo del pasado siglo, sobre todo, a través de la interpretación marxista de la historia elevada a categoría revolucionaria por el Marxismo-Leninismo con una eficacia política que parecía superar, a primera vista, el dinamismo del liberalismo revolucionario de la Francia, que un siglo antes había derrocado “el antiguo régimen monárquico”.
– Se llega, incluso, al “Prinzip Hoffnung” de Ernst Bloch, purificador de los excesos burdamente materialistas del comunismo. Y a una ideologización “neorromántica” en los movimientos postmarxistas estudiantiles de 1968.
– Por contraste, se pone de moda la categoría de esperanza –“a sensu contrario”– por la fascinación atormentada de los humanismos vitalistas y existencialistas ateos que entronaban en el centro de la experiencia humana la desesperación. “Boyour tristèsse”, la novela de François Sagan, es un buen documento de los efectos del existencialismo agnóstico y escéptico sobre la juventud europea de finales de la segunda guerra mundial.
b) En la Iglesia
– Recuérdese la nueva fórmula teológica y pastoral de concebir su presencia y misión en la sociedad y en el mundo cada vez más dominado por las categorías del poder económico, social y político, al que se le atribuye la capacidad de la transformación radical de las condiciones de la vida del hombre sobre la tierra, más allá de la libertad y de la libertad individual de las personas; y al que importa únicamente la felicidad sensible, concreta, aquí y ahora: totalmente inmanente.
– La conciencia cristiana responde con una presentación de la teología de la historia y, consiguientemente, de la esperanza, en la que se pone de manifiesto que la esperanza en la gracia y el don de Dios, revelado y triunfante en la pascua de Cristo, no sólo despeja el horizonte de la vida del hombre verdadera y radicalmente, proyectándola a la eternidad, sino que, precisamente por ello, la convierte en la auténtica fuerza histórica de un progreso y desarrollo personal y social de la humanidad, verdaderamente digno del hombre. La constitución conciliar “Gaudium et Spes” del Concilio Vaticano II representa la gran formulación de la respuesta cristiana al reto de la propuesta materialista de la esperanza.
– En el contexto teológico de la “Gaudium et Spes” no cabían por tanto ni las propuestas de las teologías radicales de la liberación, ni las versiones radicalmente individualistas de un pietismo apostólicamente atemporal.
– En el contexto teológico de la “Gaudium et Spes”, sobre todo en su trasfondo cristológico, se abría –y se abre– una perspectiva integradora de las distintas dimensiones de la esperanza cristiana; una perspectiva –ésta sí– con vigor espiritual y fuerza evangelizadora auténtica, a la altura de “los signos de los tiempos”.
3. LA RESPUESTA CRISTIANA A LA PREGUNTA POR LA ESPERANZA
En el Antiguo Testamento se encuentra la bellísima y, a pesar de las experiencias en contrario, irrefutable afirmación de que “el justo vive de esperanza”. Es decir, el que apoya su vida en la fe y en el cumplimento de la voluntad de Dios no tiene que temer por su futuro: ¡se salvará! El hombre es feliz en Dios y nunca lo será en contra de Dios. Máxime, cuando Dios ha venido al encuentro del hombre de esa forma tan inconcebiblemente cercana y próxima como es la Encarnación de su Hijo Unigénito, que, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo, entregándose a los que le crucificaron y mataron para ofrecer a Dios Padre en el Espíritu Santo un sacrificio de amor infinito, capaz de vencer definitivamente al odio y al pecado que genera, en todas sus expresiones, y a “su príncipe”, el diablo, y, por supuesto, a lo que es su consecuencia fatal: la muerte.
Y así ocurrió: al tercer día después de ser depositado en el sepulcro, Jesús, el Ungido por excelencia, ¡Jesucristo!, salía triunfante del zarpazo de los poderes de las tinieblas: ¡resucitaba! Sí, ¡Jesucristo resucitó de entre los muertos! Y nosotros resucitaremos con Él. San Pablo se lo aclarará a los romanos de la primera comunidad cristiana con ese estilo tan suyo de testigo y maestro de una sabiduría sublime, experimentada en la propia carne: “hermanos: los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva”.
La vida en felicidad plena ¡en Dios! se encuentra ya realmente a nuestro alcance: como meta y objetivo último de nuestra peregrinación en este mundo y como contenido, fuerza y don para el camino que a través de nuestra historia nos conducirá a Él. Esta es verdaderamente la Buena Noticia del Domingo de Resurrección hoy y siempre: ¡el camino del Amor y de la Vida ha quedado patente y abierto para siempre y para todo hombre que viene a este mundo! O, dicho con otras palabras: ¡Jesucristo ha triunfado! ¡Han triunfado la gracia y la ley del Amor trinitario de Dios! ¡Alumbra ya la esperanza, inextinguiblemente, para toda la familia humana! Es posible la esperanza, más aún, es inevitable e inesquivable, pase lo que pase en el presente y en el futuro de nuestras vidas y en el curso de los acontecimientos históricos que nos esperan. Sólo queda un riesgo, sólo un peligro nos acecha: el de la huída o rechazo de la esperanza que sería tanto más culpable y más fatal cuanto que la hemos conocido por el anuncio del Evangelio que resuena en el alma de nuestros pueblos desde hace dos mil años.
Sí, hemos conocido el Amor y hemos creído el él. No hay otro fundamento para la verdadera esperanza que la fe que hemos recibido en el seno de la Iglesia en la que hemos sido bautizados; la que debemos transmitir sin descanso dentro de nuestras familias y en los distintos ambientes en los que nos movemos, dando testimonio del Evangelio con un impulso nuevo.
¡En Señor ha resucitado verdaderamente! Porque “si nuestra existencia está unida a Él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya”. El “aleluya” es el canto no sólo de la antigua Alianza, sino muy típicamente, del nuevo Pueblo de Dios. A la Virgen, Nuestra Señora, nos unimos en el gozo perpetuo por la Resurrección de su divino Hijo suplicándola que nos ayude a vivir de Él siempre. A Ella nos confiamos en ese abrir nuestros caminos a la vida nueva de su Hijo Resucitado, que es nuestra esperanza.
Desde la perspectiva pascual de la esperanza se ve cómo las críticas a la teología de la esperanza en la forma sistemática desarrollada luminosamente por Sto. Tomás de Aquino como una de las tres virtudes teologales, intrínsecamente vinculadas entre sí dentro del proceso de la justificación y santificación del hombre y que luego recogerá e ilustrará dogmáticamente el Decreto “de justificatione” del Concilio de Trento, pierden su agudeza teológica y pastoral, es decir, lo teológicamente substancial de sus objeciones. Es verdad que a la genial concepción de la esperanza de la “Secunda secundae” le sea propio un cierto rasgo individualista; pero no es menos cierto que no olvida la central referencia de la esperanza al bien y a los bienes de “la buenaventura mayor eterna” e, incluso, no pasa de largo ante la dimensión social de la esperanza al tratar afirmativamente de si se puede esperar la felicidad eterna del otro (cfr. S. Th. 2-2 q. 17 a. 2 y a. 3). En cualquier caso, “el Vaticano II” diluye en la fundamentación pascual de la virtud teologal de la esperanza la contraposición dialéctica que se pretendía establecer por ciertas corrientes teológicas postconciliares entre la dimensión personal de la esperanza y su proyección a las tareas históricas y temporales –su relación con la dimensión social del hombre– en orden a la transformación de la sociedad. Es bueno recordar uno de los más bellos y significativos textos de la “Gaudium et Spes” al respecto: “El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones. Él es aquél a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y muertos. Vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio: ‘Restaurar en Cristo todo lo que hay en el cielo y en la tierra’ (Ef 1, 10). He aquí que dice el Señor: ‘Vengo presto y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según sus obras. Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin’ (Ap 22, 12-13)”.
En Cristo resucitado han quedado resueltos los enigmas más angustiosos de la existencia humana: el enigma del dolor y de la muerte, el enigma de la relación del tiempo, el personal y social, con la eternidad. El horizonte último que nos envuelve es el de su Gracia y su Gloria que cura, salva y eleva al hombre a la dignidad de hijo: de hijo adoptivo de Dios.
4. LAS EXIGENCIAS DE LA ESPERANZA
Se podrían enumerar con mucho provecho espiritual y pastoral las que se deducen, por ejemplo, de la S. Th. 2-2 q. 22 sobre los preceptos tocantes a la esperanza y al temor. Pero, quizá por las razones históricas aludidas y el marco pascual donde debe de situarse la vivencia de la virtud teologal de la esperanza, bastaría aludir a su relación con las otras dos virtudes teologales, que Sto. Tomás trata también magistralmente.
Una primera exigencia, muy actual, de la virtud de la esperanza es la de su inserción viva, y la de los bienes a los que ella aspira y tiende, en la comunión plena con la fe de la Iglesia. Una pretendida vivencia de la esperanza contra la verdad y las verdades de la fe, llevaría en su seno la semilla de la desesperación y, al final, del odio.
Una segunda exigencia sería la que debe ser vivida evangélicamente como un dinamismo interior, impulsado por los dones del Espíritu Santo y cultivado en una intensa experiencia de oración contemplativa y mariana, acogiendo el don del santo temor de Dios, que nos lleve y conduzca hacia la realización de nuestra vocación cristiana en sus especificidades básicas –sacerdotal, consagrada, laical– en plenitud, aspirando humilde y perseverantemente a la santidad.
Una tercera y última exigencia debería ser la de vivir la propia vocación cristiana con estilo y contenido de permanente compromiso apostólico, movidos por la urgencia de la caridad de Cristo, dispuestos siempre al testimonio del Evangelio, de palabra y de obra –¡a la misión!–, en la Iglesia y en el mundo.
Benedicto XVI nos ha ofrecido en su Encíclica “Deus caritas est” una bellísima reflexión sobre la relación fe-esperanza-caridad que puede y debe guiarnos en esta nueva etapa de la vida y de la misión de la Iglesia en sus primeros “andares” por el siglo XXI. Permítaseme citarle como conclusión de estas sucintas reflexiones sobre la esperanza que les he ofrecido como una sencilla muestra de gratitud por el honor con el que me han distinguido, mucho más allá de lo que yo pudiera merecer: “Fe, esperanza y caridad están unidas. La esperanza se relaciona prácticamente con la virtud de la paciencia, que no desfallece ni siquiera ante el fracaso aparente, y con la humildad, que reconoce el misterio de Dios y se fía de El incluso en la oscuridad. La fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es amor” (“Deus caritas est”, 3ª).
He dicho.