Un reto y una tarea para los católicos de hoy
Mis queridos hermanos y amigos:
El sostenimiento material de la Iglesia para que pueda realizar su servicio de la Palabra, de los Sacramentos y del testimonio de la caridad es, ha sido y será siempre una responsabilidad de sus hijos y una obligación nacida de las exigencias del mandamiento del amor que les vincula y une con su Señor y Salvador. Las necesidades materiales –o económicas– de la Iglesia, inherentes intrínsecamente a la posibilidad del recto ejercicio de su misión, han sido siempre cubiertas por la generosidad de sus fieles, desde los mismos días de la comunidad de discípulos de Jesús y de la primitiva comunidad cristiana hasta el día de hoy. Las formas en las que se ha prestado dicha ayuda ha variado mucho a lo largo de las distintas etapas de su historia. Pero el principio de la contribución de los fieles ha permanecido inalterable como signo e instrumento obligado de su comunión con la Iglesia y sus Pastores.
La intervención del Estado y de la sociedad civil con sus leyes y el ordenamiento jurídico de la propiedad y de la economía han condicionado, por otra parte, en todas las épocas no sólo las formas técnicas de las aportaciones de los fieles a la Iglesia, sino incluso su misma viabilidad. En primer lugar, cerrando o abriendo el espacio de libertad personal e institucional para que los ciudadanos pudieran aplicar los recursos económicos, de los que disponían, a este fin y, luego, valorando positivamente o no el papel de la religión en la existencia personal del hombre y en la vida de la sociedad, como un factor de extraordinaria importancia para el bien de cada persona –siempre en busca de una felicidad que trasciende lo que el mundo ofrece y puede ofrecer– y de la sociedad misma, que no puede subsistir sin valores morales compartidos y fundados en principios no cuestionables por el poder humano: los de la justicia, de la solidaridad, de la libertad, del amor y de la paz.
El condicionamiento mayor, sufrido por y en la autofinanciación de la Iglesia –como hoy acostumbramos a denominar su sustentación a cargo de sus fieles o de sus bienhechores– a causa del Estado, ocurrió con las leyes de desamortización de principios del s. XIX que la despojaron de sus bienes, fruto de las donaciones generosas de generaciones y generaciones de cristianos a lo largo de muchos siglos. Esta masiva acción expropiadora del Estado cercenó decisivamente las posibilidades económicas del mantenimiento de la vida y el servicio pastoral de la Iglesia en sí mismas y, sobre todo, como resultado de la generosa aportación de sus miembros. Coincidían estas drásticas medidas desamortizadoras, impuestas a la Iglesia, con el comienzo de la creciente tendencia del Estado moderno a asumir y ordenar todos los aspectos de la vida social de sus ciudadanos con una consecuencia: la de fijar y dominar por la vía del sistema fiscal sus recursos económicos, estrechando crecientemente su capacidad de disponer libre y responsablemente de los mismos, más allá de los intereses y objetivos determinados e impuestos por la autoridad política. Los Estados democráticos subvencionan en la actualidad las más variadas actividades que los ciudadanos puedan desarrollar en el terreno del deporte, de las artes, de la cultura, etc., a fin de que puedan ser sencillamente viables. ¿Por qué no las actividades relacionadas con la vida y actividad religiosa? El derecho a la libertad religiosa es intrínseco a la persona humana y anterior a las leyes positivas civiles, sea cual sea su rango. O, dicho con otras palabras, teniendo en cuenta la situación española: el Estado, en su autocomprensión contemporánea, ha de posibilitar eficazmente que también sus ciudadanos –los católicos y otros ciudadanos que coinciden con ellos– puedan contribuir efectivamente a un digno y suficiente sostenimiento de la Iglesia católica. Una de las fórmulas, por directa y expresa, de las más estimadas en la Europa de hoy –con antecedentes muy evidentes en el siglo XX– es la de que puedan destinar para este fin un tanto por ciento de los tributos que pagan al fisco. De ella se ha hecho uso en el Acuerdo firmado por la Santa Sede y el Gobierno Español sobre asuntos económicos después de aprobada la Constitución de 1978 y que está a punto de ser actualizada.
El Gobierno y la Conferencia Episcopal Española, actuando ésta con mandato de la Santa Sede, acaban de ponerse de acuerdo en que el porcentaje de deducción del impuesto, que se paga en concepto de la renta de las personas físicas, a favor de la Iglesia Católica, pase del 0’52 al 0’70 %, dejando el Estado de aportar cualquier complemento presupuestario propio a lo recaudado y exigiendo a la Iglesia el pago del impuesto conocido por el IVA cuando adquiera bienes que pertenezcan al ámbito de las actividades propias de su Magisterio, del Culto o la Liturgia y de la Caridad. Queda así eliminada la inseguridad jurídica que había ido creciendo en los últimos tiempos en torno a la forma de la actuación del Estado en relación con su responsabilidad de posibilitar la autofinanciación de la Iglesia y la participación libre de los ciudadanos en la misma.
Con ello no se resuelve, sin embargo, en su totalidad –¡ni mucho menos!– el problema de lo que significan las necesidades reales de la financiación de la Iglesia en España. Así lo hemos venido explicando los Obispos Españoles con insistencia en las dos últimas décadas y lo debemos seguir haciendo en esta nueva coyuntura. Lo que se recauda por esta vía de autofinanciación de la Iglesia, facilitada por el Estado, no sobrepasa el 30% de lo que implican sus necesidades pastorales, entendidas y vividas con una gran sobriedad, tanto en lo personal como en lo funcional y estructural. En nuestra Archidiócesis de Madrid apenas supera el 10%. La solidaridad activa de los católicos con la Iglesia en España y en Madrid continúa siendo vitalmente imprescindible y no debe decaer ni en su volumen material, ni en su intensidad espiritual. Al lado de la colaboración por la vía de la deducción del impuesto sobre la renta, propiciada por el Estado, y que no cuesta nada al contribuyente, es preciso seguir ofreciendo la generosa aportación ordinaria y perseverante de todos los fieles en la medida de sus posibilidades –¡ésta sí cuesta!–, como fruto de la caridad eclesial y del amor fraterno que nos une en la Comunión de la Iglesia, cuya Cabeza es Cristo, el Señor, y nosotros sus miembros.
A María, la Virgen de la Almudena, Madre de la Iglesia, pedimos en esta hora de nuevos retos para sus hijos, que nos mantenga en aquella disposición de espíritu que animaba a los primeros cristianos en sus relaciones con la comunidad eclesial naciente: nadie consideraba lo suyo como exclusivamente suyo sino como bienes que habrían de ser compartidos fraternalmente por amor.
Con todo afecto y mi bendición,