Mis queridos hermanos y amigos:
El Niño, cuyo Nacimiento celebramos esta noche en la Liturgia de la Iglesia, es Dios ¡es el Hijo unigénito de Dios! En la piedad popular de nuestro pueblo, enraizada en la historia milenaria de la España cristiana, se ha explicado lo que había acontecido en aquella noche de Belén –¡Nochebuena por excelencia y para siempre!– con fina y honda percepción teológica, cantando con el júbilo de los Villancicos Populares, que “nos había nacido Dios”. Sí, también en esta Nochebuena del 2006, a través de la actualización litúrgica de la Iglesia, “nos nace Dios”. ¡Nos nace como niño! Su Madre, María, acompañada y cuidada por su esposo, le da a luz también hoy. La ternura humana que reflejan las circunstancias del Nacimiento de aquel Niño –¡ternura conmovedora!–, es la forma extraordinariamente significativa de mostrarse la ternura infinita de la misericordia de Dios. El hombre no acababa de encontrar el camino que le llevase con seguridad y certeza a la meta de la vida feliz y eterna ¡Seguía eludiendo a Dios, cuando no negándolo y rechazándolo en su pensamiento y en sus obras! La historia de la humanidad parecía a veces que había elegido el camino de la tragedia. El mismo pueblo elegido, Israel, a pesar de la llamada de atención de sus grandes profetas, se resiste a reconocer la primacía de su Ley y la necesidad vital de mantenerse fiel a su Alianza. No querían aprender nada de las derrotas y los destierros. Las culturas, poderío técnico e, incluso, las formas religiosas de vida de los pueblos vecinos, victoriosos en sus empresas políticas y militares, les deslumbraban. Sin embargo, más allá de lo que el curso de la historia mas visible y palpable parecía demostrar como creciente lejanía de Dios, se estaba preparando y madurando la hora de su máxima cercanía: la de su Encarnación en el seno de una humilde y sencilla Doncella de Israel, Virgen antes del parto, en el parto y después del parto. Si, los tiempos estaban a punto de llegar a su plenitud. Llegaron a su plenitud en aquella noche fría en el portal de Belén, la Ciudad de David, a la que habían acudido los esposos María y José para empadronarse, obedeciendo las ordenes de César Augusto, el Emperador Romano, que había conquistado por la fuerza a la tierra prometida “de Israel” y que la mantenía sojuzgada férreamente. Sólo los más sencillos del pueblo supieron en Belén lo que estaba pasando aquella noche con el Nacimiento de aquel Niño: los pastores que vigilaban amorosamente sus rebaños. Sólo ellos se apresuraron a trasmitirse la noticia unos a otros y acudieron a adorarlo. Sólo ellos oyeron el canto jubiloso de las legiones de los Ángeles: ¡Gloria a Dios en el Cielo y Paz en la Tierra a los hombres que ama el Señor!
Hace ya 2006 años que tuvo lugar aquella primera y definitiva Navidad que celebraremos esta noche en nuestra Catedral de Ntra. Sra. de La Almudena, en todas las Iglesias de Madrid y en todo el mundo, unidos al Santo Padre y a su celebración de la Basílica de San Pedro en Roma. ¿Caeremos en la cuenta que nos “ha nacido Dios”? ¿Qué su Nacimiento se nos hace realidad cercana, viva, para nuestra salvación y la salvación del mundo? La respuesta a esta pregunta contiene muchos aspectos; pero hay uno, esencial, del que dependen todos los demás en su eficacia salvadora y en su autenticidad cristiana: él de nuestra conversión a Dios. De nuevo, el Niño Jesús se nos presenta, con un increíble encanto humano-divino, invitándonos a adorar a Dios, a adorarle a El mismo; en una palabra, a retornar a Dios, a través del Niño, dando un giro firme y decidido a nuestras vidas para pasar del pecado a la santidad.
La fuerza deslumbradora de “los nuevos ídolos” de esta época postcristiana, tan orgullosa de si misma y de su cultura materialista, toca y pervierte a muchos de nuestros contemporáneos, sobre todo, a los más débiles y a los más jóvenes. Les apartan “del Dios con nosotros”, de Cristo, y les arruinan por dentro y por fuera. Los dejan a la postre tirados en el camino de una vida enroscada en si misma, sin horizontes y sin esperanza. ¿Cómo se puede pretender aprender la lección de la vida verdadera, fecunda, ¡bienaventurada!, victoriosa de la muerte, sin contar con la gracia del “Emmanuel”, del Niño Jesús, que nos enseña la humildad el amor y del amor de la humildad para poder ser hombres, de verdad, venciendo al pecado en lo más íntimo de nuestro ser? No es posible. Sólo podrá al hombre llegar a la plenitud de lo que es como persona, creada a imagen y semejanza de Dios, llamada a la filiación divina, postrándose ante la Cuna de Belén y abriéndose a la luz de la Verdad de Dios “que es Amor”, con todo su corazón, con toda su alma y con toda sus fuerzas. Hagámoslo así en esta nueva Natividad del Señor del 2006 y florecerá a nuestro alrededor por la fuerza renovadora de la Gracia Divina todo lo mejor del hombre: el amor cariñoso en los matrimonios y en las familias, la ternura con los niños desde que son concebidos en el vientre de sus madres y a través de todas las vicisitudes, dolorosas y alegres, de los años de su crecimiento y educación, sobre todo, el amor tierno y solícito para con los más necesitados y más débiles; la delicada atención a todos los enfermos y a los ancianos; el amor a los pobres y la misericordia con los que nos ofenden; el ser promotores de la verdadera paz, obra de la justicia y fruto del perdón ofrecido a los que nos agreden y maltratan y que, arrepentidos, lo aceptan…
A la Virgen Inmaculada, “la Esclava del Señor”, ¡Esclava de su Amor!, a la Madre de Dios y Madre de los hombres, le pedimos bajo la Advocación de La Almudena con sincero fervor: ¡muéstranos a tu Hijo, fruto bendito de tu vientre! ¡enséñanos a encontrar en nuestras vidas el camino de su salvación!: ¡el Camino de Dios!
Con el deseo de unos santos y felices días de la Navidad para todos los madrileños, y con mi bendición.