Homilía en la Ordenación Episcopal del Excmo. y Rvdmo. Sr. D. Gregorio Martínez Sacristán, Obispo de Zamora

S.I. Catedral de Zamora, 4.II.2007; 17’00 h.

(Is 6,1-2a.3-8; Sal 137; 1Co 15,1-11; Lc 5,1-11)

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor,
querido hermano Gregorio:

Dentro de unos instantes vas a recibir por la imposición de manos de los Obispos concelebrantes y la plegaria de la Ordenación –conocida también en la tradición litúrgica como “Oración consecratoria”– el Sacramento del Orden en el grado del Episcopado, es decir, en su plenitud. El Concilio Vaticano II nos recuerda que “tanto en la Liturgia de la Iglesia como en los Santos Padres se le llama ‘sumo sacerdocio’ o ‘cumbre del ministerio sagrado’. Pero la consagración episcopal confiere, junto con la función de santificar, también las funciones de enseñar y gobernar, que, sin embargo, por su propia naturaleza no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del Colegio Episcopal” (LG. 21).

Va a hacerse, pues, de nuevo vivo y concreto en ti aquel acontecimiento de gracia e iniciativa divina que se inició el día en que el Señor elige y llama a los Doce Apóstoles para que le sigan, que llega a su momento culminante en la noche de la Cena Pascual, en la víspera de su Pasión y Muerte en la Cruz, confiándoles y entregándoles el Sacramento de su Cuerpo ofrecido y repartido y de su Sangre derramada por la salvación del mundo, y que se consuma el día de Pentecostés, cuando juntos en el mismo Cenáculo del Jueves Santo, obedeciendo el mandato misionero del Señor Resucitado y Ascendido al Cielo y unidos en la oración con María la Madre de Jesús, recibieron el Espíritu Santo prometido como un viento impetuoso y un fuego ardiente que iba a transformar el corazón del hombre, según la medida de “Cristo, el hombre nuevo” (GS, 22). De este modo, eminentemente episcopal, quedaba inaugurado el capítulo último y definitivo de la historia de la Salvación: ¡el tiempo del nuevo Pueblo de Dios! ¡el tiempo de la Iglesia, Cuerpo de Cristo! ¡el tiempo de la familia humana renovada en gracia y santidad!

Querido hermano Gregorio: En breves momentos vas a ser incorporado al Colegio de los hermanos Obispos, presididos por el Sucesor de Pedro, hoy Benedicto XVI, en el que se actualiza el Colegio de los Apóstoles que presidía Pedro, por la infusión del carisma apostólico: el carisma del “espíritu de gobierno” que el Padre dio “a su amado hijo”, como reza la oración de la consagración. A la llamada del Señor, que te ha invitado a seguirle y a participar de su intimidad y de su obra salvadora de modo excepcional, “¡apostólicamente!”, has respondido con un Sí que te compromete en la totalidad de tu ser y con la oblación completa de tu vida: ¡para siempre! En la designación y nombramiento tuyo por parte del Santo Padre como Obispo de esta noble y antiquísima Diócesis Zamorana se hizo patente y clara la voz del Señor Jesucristo que te invitaba a servir a sus hermanos haciéndole presente como su Redentor y Salvador: ¡un gesto de amor singularísimo para contigo y para con ellos! ¡Un gesto de amor que debe “sacar amor” –que diría Santa Teresa de Jesús– en ti, en el ejercicio de tu ministerio pastoral, y en aquellos a quienes has sido enviado: los presbíteros y todos los fieles de la Iglesia Particular de Zamora!

La historia de tu vocación sacerdotal llega hoy a su plenitud pastoral y eclesial. Había ido desvelándose ya como un germen misterioso de luz y gracia en tu alma de niño, de adolescente y de joven en el seno cristiano de tu familia, en tu Parroquia y Pueblo de Villarejo de Salvanés: ¡como “un tú a tú con Cristo”! para dejarlo todo e ir con Él. Había granado luego en los años del Seminario Conciliar de Madrid en un sí definitivo, confiado a la Virgen tantas veces ante la Patrona de tu Pueblo y la Inmaculada de la Capilla del Seminario al llegar la hora del Diaconado y del Presbiterado; y que más tarde maduraría sacerdotalmente en las largas y fecundas décadas de tu abnegada y sacrificada labor pastoral al servicio de la Iglesia y de los hombres… Esa vocación cuaja ahora en el acto de tu ordenación episcopal como una gracia y don del Señor para su Iglesia: la Iglesia que acaba de entrar en el Tercer Milenio de su historia, para la Iglesia que es “en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”, presente y operante en este tiempo y en esta humanidad que necesita con tanta urgencia y apremio de esa unión con Dios. Y, no se trata de la necesidad difusa de un Dios cualquiera, sino del Dios verdadero que nos ha sido revelado y dado en Jesucristo y por Jesucristo. El hombre de nuestros días precisa oír el anuncio fiel de la gran noticia, del “Kerigma”, como nos ha sido trasmitido por los Doce, proclamado con nueva frescura interior y exterior, con un ímpetu apostólico al estilo de Pablo: “que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se le apareció a Céfas y más tarde a los Doce”.

Para esta predicación fiel, valiente e incansable de la Buena Noticia de la Salvación, del Evangelio de la Pascua del Señor, el Hijo Unigénito de Dios e Hijo de María, en el que se muestra y hace efectivo el amor infinitamente misericordioso de Dios Padre en el Espíritu Santo, y para su vivencia sacramental y su proyección con palabras y obras de amor en el mundo y a favor del hombre, se necesitan profetas y maestros de nuestro tiempo y para nuestro tiempo ¡Apóstoles que se dejen “tocar los labios” por los ángeles del Señor con las ascuas de su Altar! ¡Altar que ya es ahora el Altar de la Cruz! Apóstoles, que perdiendo el miedo a las fuerzas del mal –“al príncipe de las tinieblas” y a los poderosos de este mundo–, se sientan siempre dispuestos a traer incansablemente a la memoria de sus contemporáneos que la venida del Emmanuel, del “Dios con nosotros”, es ya un hecho victorioso e irreversible.

Sí, querido hermano Gregorio, hoy serás “tocado” en tus labios, en tu corazón, en tu cuerpo y en tu alma, ¡en todo tu ser! por el don nuevo, siempre ardiente del Espíritu del Señor, del Espíritu Santo. No queda ya lugar para el miedo, al estilo del viejo Profeta de Israel asustado ante los riesgos que implicaba el anuncio del verdadero Mesías de Dios a contrapelo de las expectativas terrenas y mundanas de su pueblo, y, mucho menos, para la actitud vacilante y desconfiada de los discípulos recién llamados por Jesús, el Maestro, que sorprendentemente no acababan de comprenderle y en cuya alma, a pesar de su Sí primero, pesaban recónditamente las mismas o iguales razones que en los padres de Israel, sus antepasados. Simón “y los dos que estaban con él” y también Santiago y Juan, los Hijos de Zebedeo y compañeros de Simón, dudaban de que “remando mar adentro” con el Señor habría pesca. Y lo que hubo de hecho fue una pesca increíble. No les quedó más remedio que rendirse ante la evidencia del milagro. ¡Sí, “el Reino de Dios” había llegado! Tú también, querido hermano, te has rendido ante la evidencia salvadora de Cristo. Haz tuyas las palabras del Papa en Valencia, dirigidas a los Obispos Españoles en el encuentro de la Capilla del Santo Grial, el ocho de julio del pasado año:

“En momentos o situaciones difíciles recuerda aquellas palabras de la Carta a los Hebreos: ‘corramos en el carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, sin miedo a la ignominia […], y no os canséis ni perdáis el ánimo’ (12, 1-3). Proclamad que Jesús es ‘el Cristo, el Hijo de Dios vivo’ (Mt.16,16), ‘el que tiene palabras de vida eterna’ (cf. Jn. 6,68), y no os canséis de dar razón de vuestra esperanza” (cf. 1P 3, 15).

¡Que tu ministerio episcopal contribuya con renovado vigor a que los fieles de tu Iglesia Diocesana se rindan de nuevo a la evidencia de Jesucristo en quien han creído generaciones y generaciones de sus antepasados! Más aún, que junto con sus presbíteros se dispongan en comunión contigo, su nuevo Pastor, por la vía de la vida consagrada o de la vocación seglar, a ser portadores de la luz de Cristo y de su Evangelio entre sus hermanos los alejados y no creyentes a fin de que lleguen al conocimiento de la Verdad que nos salva. ¡Que sean luz y sal evangélicas en el corazón de la sociedad en la que están inmersos!

Queridos hermanos sacerdotes, consagrados y seglares de esta querida Diócesis de Zamora: También vosotros recibís hoy un don extraordinario del Señor en la persona de vuestro nuevo Obispo y Pastor. Así lo reconocíamos en la Oración colecta al decir: “Oh Dios, que por pura generosidad de tu gracia, has querido poner hoy al frente de tu Iglesia en Zamora a tu siervo, el presbítero Gregorio”. ¡El Señor nunca os ha abandonado! Desde los primeros y tempranos siglos de “la Hispania” romana se vislumbra cómo la presencia de los sucesores de los Apóstoles ha ido consolidándose eclesialmente en esta noble tierra –“del Pan”, “del Vino” de “Sayago” y de “Tierra de Campos”–, hasta comienzos del segundo milenio cristiano, en el siglo XI de la era cristiana, en el que se recoge y fructifica esplendorosamente con el prodigio artístico, cultural y espiritual del “Románico” zamorano la herencia de su primer y santo Obispo, Atilano, que con otros monjes de Moreruela habían sabido salvar de la invasión sarracena para las nuevas generaciones de los hijos de Zamora el rico patrimonio cristiano de los tiempos de los Padres de la Iglesia Visigoda. Desde entonces, y hasta este día de la consagración de vuestro nuevo Obispo, no os han faltado jamás los Pastores, buenos y solícitos, que os han mantenido unidos en la profesión de la misma fe, en la vivencia de la misma esperanza y en el testimonio compartido del amor de Cristo, nuestro Salvador.

¡Verdaderamente el Señor nunca os ha abandonado! ¡No le abandonéis vosotros! “Seguid, pues, proclamando sin desánimo –como nos los pedía Benedicto XVI en Valencia– que prescindir de Dios, actuar como si no existiese o relegar la fe al ámbito meramente privado, socava la verdad del hombre e hipoteca el futuro de la cultura y de la sociedad. Por el contrario, dirigir la mirada al Dios vivo, garante de nuestra libertad y de la verdad, es una premisa para llegar a una humanidad nueva”.

Acoged a vuestro Obispo como a Aquél que viene en el nombre del Señor. Uníos a Él en el gran empeño de la transmisión de la fe y del Evangelio a vuestros hijos. Mantenéos con Él firmes y entregados en la experiencia y el testimonio de la caridad de Cristo. Confiad en el amor maternal de la Virgen, a la que veneráis y suplicáis bajo tantas y por vosotros tan queridas advocaciones marianas. De este modo, el presente y el futuro de vuestra Iglesia Diocesana, vuestro presente y futuro personal y el de vuestras familias, serán de esperanza en la victoria sobre el pecado y sobre la muerte eterna y de amor verdadero, el único que puede sostener, hacer y animar la esperanza. El único capaz de traer la paz.

Amén.

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