Mis queridos hermanos y amigos:
Siempre ha llamado la atención a las almas creyentes, desde los Padres de la Iglesia hasta nuestros días, el hecho de las tentaciones de Jesús en el desierto después de haber sido bautizado en el Jordán por Juan, el Bautista, y en el momento que antecede al inicio de su Vida Pública y a modo de preparación espiritual para abordarla. Las explicaciones ofrecidas para esa desconcertante situación de que nada menos que el Hijo de Dios, el Santo y Todopoderoso, fuese tentado por el diablo a través de una triple provocación, llamativamente burda y grosera, han sido variadas y ricas de contenidos espirituales y pastorales. ¿Cómo fue posible, y con qué sentido dentro del plan salvador de Dios, que el Diablo, insinuándose con sibilina astucia, se acercase a Jesús para inducirle a que se dejase ganar por la sugestión de la riqueza y de la satisfacción de los sentidos?: “haz que esta piedra se convierta en pan”, le dice. Más aún ¿cómo se puede comprender que el demonio, en un gesto de invencible e insuperable audacia, se atreviese a proponerle a Jesús que “se le rindiese”, incluso hasta el punto de postrarse ante sus pies y de adorarle, ofreciéndole, a cambio, el señorío y dominio del mundo? Y para rematar la operación tentadora, no vacila en querer someterle a una prueba de la verdad de su divinidad y de su misión salvífica, refinadamente diabólica: la de que exhibiese y acreditase, en clave de puro y arbitrario poder humano, que verdaderamente, Él, Jesús de Nazareth, era Dios: “Si eres Hijo de Dios –le reta– tírate de aquí –desde el alero del Templo– abajo, porque está escrito: ‘Encargará a los ángeles que cuiden de ti’, y, también ‘Te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras”.
San Agustín responde luminosamente: “¡Nada menos que Cristo tentado por el diablo! Pero en Cristo estabas siendo tentado tú, porque Cristo tenía en ti la carne, y de él procedía para ti la salvación; de ti procedía la muerte para él, y de él para ti la vida; de ti para él los ultrajes, y de él para ti los honores: en definitiva, de ti para Él la tentación, y de Él para ti la victoria”. ¡Efectivamente la respuesta consoladoramente aclaradora a esa desconcertante paradoja de la tentación de Jesús en el desierto es la de su compromiso salvador con el hombre: ¡con nosotros!! ¡El Hijo de Dios quiso hacerse igual a nosotros menos en el pecado, compartiéndolo todo –incluido un aspecto de nuestra mayor flaqueza, la tentabilidad– con todos y cada uno de los hombres! Sólo así podríamos ser plenamente salvados del pecado y de la muerte eterna.
El Señor, dejándose acosar por Satanás, nos pone, en primer lugar, en alerta ante esa realidad de nuestra condición humana, herida por el pecado, que es nuestra fragilidad interior ¡Qué sensibles e inclinados nos sentimos a las seducciones del mal, disfrazado de promesas de halagadores bienes! ¡Y qué accesibles somos a las insinuaciones tentadoras del “Príncipe de este mundo”, el diablo! Mucho ha costado al hombre siempre, y mucho le cuesta ahora al hombre contemporáneo, tan orgulloso de sí mismo y tan autosuficiente, reconocer la debilidad no sólo externa y física sino también psicológica, moral y espiritual de su condición humana ¡Qué difícil le resulta admitir la fragilidad de su constitutiva libertad ante la elección del bien o del mal! Sí, “nos pueden” las riquezas, el placer de los sentidos a toda costa; nos embriagan las expectativas del poder humano –social, cultural, económico, político…– ¡nos deslumbran nuestras propias posibilidades científicas y técnicas de dominio de la naturaleza, del universo, del mismo hombre! Ante la disyuntiva de cumplir la Ley del Amor de Dios –“Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”– o de elegir el “amor a nosotros mismos”, nos inclinamos fácilmente a la segunda: ¡rechazamos la Verdad del Amor y el Amor de Verdad! En una palabra: ¡nos dejamos vencer por la tentación!
Al dar los primeros pasos del itinerario cuaresmal de este año 2007, marcado en nuestra Archidiócesis de Madrid tan significativamente por “la Misión Joven”, el Señor, tentado en “el desierto” después de su ayuno de cuarenta días, nos invita a disponernos a una nueva conversión, reconociendo humildemente que somos débiles frente a las fuerzas del mal y de los nuevos ropajes y versiones que adoptan en nuestros días, en lo más hondo e íntimo de nosotros mismos: débiles ante el dinero abundante, ante las tentaciones insistentes y fascinadoras de “la carne”, ante las ilusiones avasalladoras “del poder”, hoy “tan poderoso” –valga la redundancia–; y reconociendo, en último término, que somos pecadores, que hemos pecado y que podemos volver a pecar… Y, sobre todo, nos invita a mirarle a Él, a seguirle, a no separarnos de Él nunca. ¡Nunca más! Naturalmente vendrá, luego, la Cruz, pero también la Victoria de la Resurrección. Acerquémonos, pues, en esta Cuaresma, con un nuevo, sincero y arrepentido Sí de nuestro corazón a donde está Él, al lugar donde se encuentra: en su Palabra, en los Sacramentos, de un modo singular e imprescindible en el Sacramento de la Reconciliación y de la Penitencia y, por supuesto, en ese Sacramento de su Presencia substancial, culmen y fuente de toda la vida cristiana que es la Eucaristía; en los hermanos necesitados de bienes temporales y espirituales… ¡en la Iglesia!; y, lo encontraremos… ¡Todo se renovará en nosotros! ¡Y todo podrá renovarse a nuestro alrededor! ¡Se iniciarán unos tiempos nuevos, tiempos de gracia, esperanza y salvación para los jóvenes de Madrid! ¡Una nueva Pascua de Resurrección!
De la mano de la Virgen de La Almudena, el camino hacia Él se hace posible… corto… fácil… ¡gozoso! ¡Acudamos a Ella!
Con todo afecto y mi bendición,