Mis queridos hermanos y amigos:
De nuevo la Iglesia recibe, vive y comunica al mundo la gran noticia, la mejor que el hombre haya recibido y podría recibir jamás a lo largo y a lo ancho de su difícil historia de mal, de muerte y de pecado hasta hoy mismo: Jesús de Nazareth, al que “mataron colgándole de un madero, ha resucitado al tercer día ¡verdaderamente!” (cf. Hch 10, 35-43).
Ese tercer día, Domingo de Resurrección, es el que celebramos hoy, ocho de abril del año del Señor 2007, en la Iglesia extendida por toda la tierra. Los responsables y protagonistas primeros del anuncio de ese acontecimiento tan trascendental para el presente y el futuro de la humanidad y de cada uno de nosotros son, en primer lugar, el sucesor de Pedro, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia Universal y, luego, los demás sucesores de los Apóstoles, los Obispos de las Iglesias Particulares de todo el orbe católico, en comunión filial con él.
Si los primeros testigos de la Resurrección, “los Doce”, sufrieron dificultades e incomprensiones sin cuento desde el primer momento en el que inician su misión de predicar la Buena Nueva de Cristo Resucitado en Jerusalén el día de Pentecostés, no nos puede ni debe extrañar que lo mismo haya ocurrido después reiteradamente a sus Sucesores en las más diversas etapas del camino de la Iglesia, a través de los dos milenios trascurridos desde aquel primer y fundamental domingo en que Cristo Crucificado, el Maestro de Nazareth, resucita de entre los muertos al tercer día de su sepultura en el sepulcro, recién escavado en una roca, cercano al lugar en que lo habían crucificado (cf. Jo 18,42), hasta este Domingo de Pascua que nos vuelve a llenar de alegría el corazón.
Aceptar la verdad de la noticia transmitida de “Jesucristo Resucitado” constituía y sigue constituyendo todo un reto para la razón y la libertad del hombre, acostumbrado a verse a sí mismo, a las condiciones habituales de su existencia histórica y al contexto terreno en que se desenvuelve, bajo el limitado prisa de las experiencias cotidianas de lo que le es posible e imposible y, sobre todo, de lo que cree que le conviene para una satisfecha y cómoda tranquilidad de vida, a ras de tierra, que huye de sobresaltos y de situaciones inesperadas que puedan perturbarla. Reto tanto mayor cuando en el fondo de aquel acontecimiento el que está y actúa directamente es Dios mismo. ¡Y de qué forma tan divinamente provocadora apareció y obró Dios en el día de la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo! Convirtió todo lo que el hombre podía considerar un proyecto fracasado de vida en la propuesta firme y victoriosa para su verdadera y plena realización más allá del espacio y del tiempo. Jesús, que había predicado la inminencia del reino de Dios, más aún, su llegada definitiva e irreversible al mundo con Él –Él era el Hijo Unigénito del Padre que está en los cielos ¡quien le veía y ve a Él, ve al Padre– y que la mostraba con inefables y maravillosas palabras y signos, rebosantes de bondad y misericordia, invitando a la conversión interior y exterior para acoger el perdón del Padre misericordioso, es llevado a la muerte y a una muerte ignominiosa de cruz por sus enemigos. ¿No era posible que Dios reinase en la vida del hombre? ¿La rebelión del hombre contra Dios iba a imponerse, iba a ser la última palabra de la historia? La Resurrección del condenado, del ultrajado, del crucificado entre dos ladrones, que es objeto de burla canallesca por llamarse Rey, del que muere en el árbol de la cruz con la queja en los labios del “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”, iba a cruzarse en el camino de la soberbia y del pecado del hombre, venciéndolo para siempre. Eso era lo que significaba y significa hoy y significará siempre la Resurrección de Jesucristo, Señor Nuestro: ¡la victoria definitiva de Dios sobre el pecado del hombre, sobre sus instigadores –el demonio, el poder del mundo y la fascinación terrena de la carne– y sobre su tremenda consecuencia, la muerte! ¡Victoria de un Amor más grande! ¡Victoria de ese Amor inabarcable, infinito, que se esconde en el misterio mismo de su Ser Divino y que se derramó gratuitamente como un ilimitado río de misericordia en la Encarnación del Hijo y en su Pasión y Muerte en la Cruz para triunfar gloriosamente en su Resurrección!
Ese Amor –“que es Dios”– puede ya ser acogido y vivido por la gracia del Espíritu Santo. Nuestro proyecto de vida puede y debe ser ya un proyecto de santidad. El día de nuestro Bautismo hemos muerto con Cristo a la vida del pecado y nuestra vida está ya escondida con Él en Dios. Nos queda solamente, viviendo en su amor, esperar confiada y gozosamente a que seamos llamados a participar plenamente de su gloria, en alma y cuerpo.
María, su Madre, vivió anticipadamente, desde el día de la Anunciación del Ángel Gabriel hasta el momento de depositar el cuerpo muerto de su divino Hijo en el sepulcro, ese amor más grande del Padre, entregándose por entero a compartir dolorosamente el amor de su hijo Jesús por nosotros, representados al lado de la Cruz por Juan, el discípulo amado. Por eso participa ya totalmente de su victoria pascual. Con ella, ya sin reserva alguna Madre nuestra, es más fácil adherirnos a la victoria del amor y de la gracia de Jesucristo Resucitado en nuestras vidas aquí, ahora y siempre.
¡Felices Pascuas de Resurrección para todos los madrileños!
Con todo afecto y mi bendición,