“LA TRADICIÓN QUE PROCEDE DEL SEÑOR”
(1Cor 11,23)
Pza. de Oriente, 10.VI.2007; 19’00 horas
(Gen 14,18-20; Sal 109,1.2.3.4; 1Cor 11,23-30a; Lc 9,11b-17)
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Un año más nos reunimos como Iglesia de Cristo para celebrar el gran misterio que san Pablo llama “cena del Señor” (1Cor 11,20), es decir, la Eucaristía, el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre que la Iglesia posee como su más sagrado y venerable tesoro. Se trata del mismo Cristo porque, mediante la acción del Espíritu Santo en la consagración, el pan y el vino se convierten en su Cuerpo y en su Sangre, alimentos de vida eterna. El día de Jueves Santo la Iglesia celebra este misterio recogida en el silencio de aquella hora inefable en la que el Hijo de Dios anticipó su muerte redentora. Hoy, solemnidad del Corpus Christi, la Iglesia presenta este misterio al mundo entero para que entienda hasta qué punto es verdad que Dios quiere saciar a la humanidad con un banquete de vida eterna. La procesión del Corpus, que tradicionalmente sigue a la celebración de la Eucaristía, pretende mostrar a los hombre el Pan vivo bajado del cielo, el nuevo Maná con el que Dios alimenta a su Iglesia, la Carne de Cristo que se inmola en la cruz para la vida del mundo. Si el Jueves Santo, víspera de la Pasión, se vive la Eucaristía en la intimidad del Cenáculo, hoy, la Iglesia la saca por las calles de nuestras ciudades para que sea reconocida como el banquete definitivo que Dios prepara a los hombres hambrientos de vida eterna. Al leer el evangelio de la multiplicación de los panes y de los peces que termina con la fórmula “comieron todos y se saciaron”, la Iglesia propone la Eucaristía como el lugar donde Cristo cumple lo que había prometido en Cafarnaún: “Yo soy el pan de vida; el que viene a mí ya no tendrá más hambre, y el que cree en mí jamás tendrá sed” (Jn 6,35). Vengamos, pues, a esa mesa y saciemos nuestra hambre y nuestra sed. Adoremos a Cristo aquí presente y gocemos con la prenda de la inmortalidad y de la vida eterna.
1. La tradición que procede del Señor
La enseñanza de la Iglesia sobre este sacramento admirable está magistralmente recogida por el apóstol san Pablo en su relato de la Institución de la Eucaristía, que, como él mismo afirma, procede del Señor. Al criticar los desórdenes que tenían lugar en la Iglesia de Corinto, san Pablo recuerda a los cristianos la tradición que procede de Cristo, el cual, con sus gestos y palabras unidos indisolublemente, instituye el sacrificio de la Nueva Alianza. No hay duda en las palabras del apóstol de que el rito que describe se remonta al Señor que lo instituye como memorial de su muerte: “Cuantas veces comáis este pan y bebáis de esta copa, anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva” (1Cor 1,26). Se trata de la anámnesis, es decir, la memoria viva de Cristo que se hace presente en su cena, actualizada sacramentalmente por la Iglesia. Cada vez que la Iglesia celebra esta liturgia, el Señor resucitado transforma el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre y se hace presente en la Iglesia vivificándola con el don de su amor. La Iglesia vive de esta celebración; más aún, nace de ella, pues es el Señor resucitado quien congrega en torno a su mesa a quienes, por participar de su Cuerpo y de su Sangre, forman el Cuerpo de Cristo, la Iglesia del Señor. Como decía san Agustín, comiendo el Cuerpo de Cristo nos convertimos en aquello que comemos: La Iglesia, Cuerpo del Señor.
2. La presencia real de Cristo en la Eucaristía
El paralelismo que establece san Pablo entre el pan y la copa, por una parte, y el Cuerpo y la Sangre de Cristo, por otra, disipan también toda duda sobre la verdad de la presencia real de Cristo en las especies eucarísticas, presencia que va más allá de la misma celebración litúrgica, y que constituye el objeto de nuestra adoración. Por eso, san Pablo recuerda a quienes no valoraban en toda su grandeza este cambio sustancial que “quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo” (1Cor 11,27-29). La seriedad de esta advertencia del apóstol sólo puede entenderse si tenemos en cuenta que la Eucaristía es el memorial de la muerte de Cristo. Profanar la Eucaristía supone un desprecio de la muerte del Señor, que entregó su Cuerpo y Sangre como sacrificio por los pecados de los hombres. Examinarse a sí mismo antes de participar en la mesa del Señor –como exige el apóstol– conlleva aceptar el misterio eucarístico como sacramento de la muerte de Cristo, comprenderlo en el marco de la tradición que se remonta al Señor, y confesar de palabra y de obra la fe en la presencia de Cristo en la Eucaristía que se concreta en la adoración humilde y gozosa de su Cuerpo y de su Sangre. Por eso, hemos de lamentar con profundo dolor los abusos y profanaciones de este sacramento de los que hemos sido testigos recientemente en nuestra diócesis y que apartan a sus autores de la comunión en la fe y en la vida eclesial, que es el único marco válido de celebración de estos sagrados misterios. Utilizar la celebración de la Eucaristía en contra de la misma Tradición en la que ha tenido su origen es, además de un acto carente de sentido y de valor teológico, un triste y grave atentado contra la comunión eclesial que nace de la obediencia a la fe y al mandato apostólico que procede del Señor. Quienes no tienen fe, injurian a la comunidad creyente simulando participar de sus misterios; y quienes creen, rompen la comunión que Cristo quiso para su Iglesia. Conviene recordar aquí las palabras de Benedicto XVI En su exhortación apostólica Sacramentum Caritatis: “Es necesario que los sacerdotes sean conscientes de que nunca deben ponerse ellos mismos o sus opiniones en el primer plano de su ministerio, sino a Jesucristo. Todo intento de ponerse a sí mismos como protagonistas de la acción litúrgica contradice la identidad sacerdotal. Antes que nada, el sacerdote es un servidor y tiene que esforzarse continuamente en ser signo que, como dócil instrumento en sus manos, se refiere a Cristo. Esto se expresa particularmente en la humildad con que el sacerdote dirige la acción litúrgica, obedeciendo y correspondiendo con el corazón y la mente al rito, evitando todo lo que pueda dar precisamente la sensación de un protagonismo inoportuno. Recomiendo, por tanto, al clero profundizar siempre en la conciencia del propio ministerio eucarístico como un humilde servicio a Cristo y a su Iglesia. El sacerdocio, como decía san Agustín, es amoris officium, es el oficio del buen pastor que da la vida por las ovejas (cf. Jn 10, 14-15)”[1].
3. Tradición, Eucaristía y Caridad
Al comentar san Juan la entrega que Cristo hizo de sí mismo en la última cena, la califica de amor hasta el extremo, hasta la plenitud. La Eucaristía es la expresión más plena y perfecta del amor de Cristo, porque en ella vemos al Buen Pastor dando la vida por sus amigos. De ahí que quienes participan en la Eucaristía son invitados a imitar a su Señor y Maestro en la caridad mutua, como enseña la sobrecogedora escena del lavatorio de los pies. El Cuerpo entregado y la Sangre derramada de Cristo invitan a los cristianos a entregar su vida por los demás en sintonía perfecta con el amor del Señor. Por eso la Eucaristía es sacramentum caritatis. La caridad en la Iglesia tiene su fuente en la entrega de Cristo a la muerte; por eso el memorial de su muerte es memorial de su amor. Ahora bien, es imposible vivir el amor cristiano si se rompe el vínculo con la eucaristía, que es al mismo tiempo vínculo con la Tradición que viene del Señor. De ahí que cuando se describen los elementos constitutivos de la Iglesia, san Lucas afirma en el libro de los Hechos que los cristianos “se mantenían constantes en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en la oración” (Hch 2,42). Comunión y fracción del pan viven abrazadas por la enseñanza apostólica y por la oración, por la fidelidad a la tradición y por la apertura al Espíritu Santo que ora en la Iglesia con gemidos inefables. Cuando se quiebra la adhesión a los apóstoles instituidos por Cristo y cuando se abandona la oración como actitud radical de apertura a Dios, se hace imposible la fracción del pan y la comunión que de ella se deriva, poniéndose en peligro el ejercicio de la misma caridad. Sorprende así que la caridad se convierta en alternativa a la dimensión orante de la Iglesia, o, lo que es más grave, se utilice contra la celebración eucarística tal como la vive la Iglesia por mandato del Señor. No puede haber mayor devaluación de la caridad que aquella que pretende justificarse en abierta oposición a la adhesión debida a los apóstoles y a la fuente misma del amor que es el misterio eucarístico.
4. El humilde ejercicio de la caridad
Hoy damos gracias a Dios porque, desde sus orígenes, la Iglesia ha vivido entregada al amor que, a su vez, ha recibido de Cristo. “La Eucaristía, dice Benedicto XVI, nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega… la unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que Él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos y lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él y, por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos. Nos hacemos “un cuerpo” aunados en una única existencia. Ahora, el amor a Dios y al prójimo están realmente unidos. El Dios encarnado nos atrae a todos hacia sí. Se entiende, pues, que el ágape se haya convertido también en un nombre de la Eucaristía: en ella el ágape de Dios nos llega corporalmente para seguir actuando en nosotros y con nosotros”[2].
Son muchos los cristianos que viven en esta unidad de culto y existencia. Quienes participan dignamente en la Eucaristía se convierten en testigos activos de la Caridad; y quienes practican la caridad con el espíritu del Señor se sienten urgidos a participar plenamente en el sacrificio eucarístico fuente de todo amor cristiano. Damos Gracias a Dios por tantos y buenos cristianos que, sin hacer ruido, con una entrega generosísima y heroica, se consagran cada día al Señor en la caridad con el prójimo. No hacen de sus gestos ningún alarde, sirven a los pobres sin buscar el aplauso de este mundo, antes bien han entendido el anonadamiento de Cristo, patente en la Eucaristía, como un modo de hacer de su existencia un “culto” agradable a Dios (cf. Rom 12,1-2). ¡Son tantos! ¡Innumerables! También son testigos de esa caridad cristiana los que se empeñan en superar y vencer el terrorismo, que nos amenaza con nuevas violencias, con los nobles instrumentos del derecho y de la justicia, doliéndose con sus víctimas, y orando por la conversión de los terroristas. En efecto, “en el ‘culto’ mismo, en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amados y el amar a los otros. Una Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico del amor es fragmentaria en sí misma. Viceversa, el ‘mandamiento’ del amor es posible sólo porque no es una mera exigencia: el amor puede ser ‘mandado’ porque antes es dado”[3].
Recibamos aquí el amor oblativo de Cristo, que Él mismo nos ha dejado en este humilde sacramento, que sólo puede ser comprendido, en la fe y en la adoración. Pidamos al Señor ser siempre fieles a lo que Él mismo ha instituido como memorial de su muerte redentora y examínese cada uno cómo celebra y participa de este don para no hacerse reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor ni comer y beber su propio castigo. Para ello, que cada uno se examine acerca del amor a Cristo, ese amor que tiende a la unidad, a la comunión, y que “nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa hasta que al final Dios sea ‘todo para todos’ (cf. 1Cor 15,28)”[4]. Así rezaba ante la Eucaristía Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, mártir de la caridad, cuando pedía al Señor hacerse una con Él, y que su pobre cuerpo de polvo recibiera la semilla de la gloria futura:
Dein Leib durchdringt
geheimnisvoll den meinen,
und Deine Seele eint sich
mit der meinen:
Ich bin nicht mehr,
was einst ich war.
Du kommst und gehst,
doch bleibt zurück die Saat,
die Du gesät
zu künftiger Herrlichkeit,
verborgen in dem Leib
von Staub.
“Tu Cuerpo lleno de misterio
impregna el mío,
y tu alma se hace una
con la mía:
yo ya no soy más
lo que fui en otro tiempo.
Tú vienes y vas,
pero permanece la semilla
que tú has sembrado
para la gloria futura
escondida en el cuerpo
de polvo”.
Que Santa María de La Almudena nos enseñe esta sabiduría para que un día nuestro pobre cuerpo de polvo, que se alimentó en esta mesa del Señor, goce como ella de la resurrección que nos anticipa la Eucaristía como prenda de la gloria futura.
Amén.
[1] Benedicto XVI, Sacramentum caritatis 23.
[2] Benedicto XVI, Deus caritas est, 13-14.
[3] Benedicto XVI, Deus caritas est, 14.
[4] Benedicto XVI, Deus caritas est, 18.