San Pedro y San Pablo vivos y operantes en la Iglesia: en Madrid, en “Misión Joven”

Mis queridos hermanos y amigos:

Acabamos de celebrar la solemnidad de San Pedro y San Pablo, Príncipes de los Apóstoles ¡los principales! A Pedro le confió el Señor “las llaves del Reino de los Cielos” y lo constituyó como “piedra” sobre la que construiría su Iglesia, tan sólidamente, que “el poder del infierno” no la derrotaría nunca. Se llamaba Simón y desde aquel momento comenzó a llamarse Pedro. A Pablo le encargó el Señor especialmente el anuncio y la predicación del Evangelio a “los gentiles” ¡a todos! más allá de las fronteras geográficas y religiosas del Pueblo elegido, Israel.

Pedro había confesado la fe en Jesucristo en toda su verdad, plenamente, valientemente; cuando lo que decía la gente de Jesús, –en lo que se refería a la opinión de la parte más favorable a Él–, no iba más allá de identificarlo con algunas de aquellas figuras proféticas de la historia de Israel, más espirituales y más celosas de la Gloria de Yahvé. Pedro no duda en responderle a Jesús que era mucho más de lo que decía la gente: “¡Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo!”, fue su respuesta. Sobre aquella lúcida y valiente confesión de fe en el Señor, que le había sido revelada por el Padre que está en los cielos, pronunciada delante –y como en nombre– de “los Doce Apóstoles”, ha descansado siempre la de toda la Iglesia. Se volvió atrás negando al Maestro, a Jesús, tres veces, por cobarde debilidad, en la casa del Sumo Sacerdote, en las primeras horas de la Pasión del Señor. Traición llorada de inmediato amargamente y convertida en una entrega apasionada de amor que le llevó a dar la vida por El, con Él y en Él, uniendo su sangre a la de Jesús crucificado en el camino de la Iglesia naciente.

Pablo, judío celoso de la Ley y de las viejas costumbres de su Pueblo, comienza su historia de relación con Jesús persiguiéndolo en “su Iglesia” y la termina rendido a la evidencia de que Jesús es el Señor que le ama y que nos ama, muriendo en la Cruz por nuestros pecados y resucitando para nuestra salvación. Dar a conocer ese Amor a judíos y a gentiles ¡al mundo! se convierte para Pablo en toda la razón de su vida, en la única respuesta posible y la mínimamente digna para corresponder de algún modo a Aquél que tan gran misericordia ejerció con él. El amor de Cristo encendió el corazón de Pablo el día del encuentro con Él en el camino de Damasco como una hoguera que le abrasó todo su ser cada vez más intensamente hasta el día también de su Martirio en Roma, momento culminante de su identificación con el Señor.

La sangre de Pedro y Pablo riega para siempre con el amor de Jesucristo los orígenes de la Iglesia y la siembra del Evangelio en el mundo.

Hoy “Pedro” se llama y es, en lo permanente y substancial de su vocación y misión, Benedicto XVI. ¡Con qué intensidad espiritual y existencial resuena en su palabra y su magisterio, que tan profusa, incansable y luminosamente ofrece hoy a la Iglesia, la firme, clara e inequívoca confesión de la fe de Pedro en el Señor Jesús, el único Salvador del hombre, aquel día en Cesarea de Filipo! El Misterio de Cristo, de su Encarnación y de su Pascua, nueva y eterna, impregna con una finura teológica y pastoral, exquisita, toda su enseñanza, proyectándola sobre todos los temas y circunstancias que conmueven a la comunidad eclesial, al campo del Ecumenismo y a la humanidad entera. Magisterio presentado y vivido sin fronteras al servicio del Evangelio del “Dios-Amor” testimoniado ante todo el mundo con una sencilla y emocionada insistencia, como un servicio de amor apostólico, paternal y fraterno a la vez. En el estilo personal del Santo Padre, Benedicto XVI, encarnando en la Iglesia y en la sociedad actuales el ministerio de “Pedro” con la entrañable cercanía del Pastor que busca y ama a sus ovejas, brilla también para nosotros, ejemplarmente, el ardor misionero del Apóstol de las gentes: ¡el de Pablo!

La Iglesia en Madrid se encuentra en un momento extraordinario de gracia en el que la cercanía del Señor se vive y experimenta como una invitación y/o llamada, sorprendente y fascinante a la vez, para que nos dejemos llevar y empapar del amor de Cristo de tal modo que no nos sea posible otra opción de vida que la de salir “en misión” para anunciarlo, darlo a conocer y compartir su amistad: ¡una amistad única para poder salir de todas las angustias y soledades que nos agobian, especialmente a los jóvenes! Nos referimos a “la Misión Joven”, que continuará, Dios mediante, el próximo curso, con un llamamiento a las familias madrileñas para que se comprometan directa y generosamente con ella. ¡Las familias jóvenes evangelizan a las familias jóvenes en Madrid!

En comunión con la Fe de Pedro, enamorados de Cristo con el mismo amor de Pablo, presentes y actuando en la Iglesia por la persona y el ministerio de Benedicto XVI: ¡lo podremos! Lo podremos mucho mejor, con mayor y más ardiente compromiso apostólico, después de nuestro encuentro con él en la segunda semana de agosto, objetivo pastoral de la peregrinación de los jóvenes misioneros de Madrid a Roma. Y lo podremos, sobre todo, si nos confiamos filialmente, con la humilde sencillez de los niños, al amor maternal de la Santísima Virgen, la Madre del Señor y Madre nuestra, la Virgen de La Almudena.

Con todo afecto y mi bendición, muy especialmente en este primer día del mes de julio para todos los madrileños que comienzan hoy sus vacaciones de verano,

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