Mis queridos hermanos y amigos:
El próximo día 31 de julio celebra la Iglesia Universal la Fiesta de San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, un hijo egregio de la Iglesia que peregrina en España y un español universal. Él fue también uno de los que mejor comprendió que peregrinar a Roma, a la Iglesia de Pedro y de Pablo, física y, sobre todo, espiritualmente, significaba acudir al lugar histórico decisivo para que el encuentro con Jesucristo, Salvador del hombre, adquiriese toda la auténtica actualidad de su presencia en la vida de los hombres de todos los tiempos hasta que Él vuelva en Gloria y Majestad y toda la densidad y proyección católica que de ese encuentro se desprende para la salvación de toda la humanidad: ¡“católica” es igual a decir “universal”! Pues “Pedro” –y sus Sucesores, los Obispos de Roma–, representan a Cristo como el Buen Pastor de la humanidad buscada y redimida desde la cruz por su amor misericordioso, divino-humano, y, por lo tanto, como Vicarios suyos para la Iglesia, extendida por todo el mundo. Sólo en la comunión con esa Fe de Pedro es posible la plenitud de la verdad en la confesión de la fe de Cristo y la integridad y autenticidad de su testimonio, apostólico y misionero, entre las gentes de todos los lugares y de todas las épocas de la historia.
Ignacio de Loyola, aquel joven que, en la madurez de sus treinta años en los tres largos y pesados meses de la convalecencia de las graves heridas sufridas defendiendo de los franceses el Castillo de Pamplona es tocado hasta lo más profundo de su ser en medio de sus ilusiones y aspiraciones mundanas por la gracia del Señor ¡de Jesús!, se convierte. Su vida cambia radicalmente. Cae en la cuenta del tremendo y trágico engaño que encierran los proyectos de vida enganchados y fascinados por las glorias mundanas. En su interior se va iluminando cada vez con fuerza más persuasiva, que alcanza lo más íntimo de su corazón, la verdad de que sólo en la gloria de Dios se encuentra el sentido de la vida del hombre y de que sólo sirviendo a Cristo, el Hijo de Dios vivo, hecho hombre, muerto y resucitado por nosotros, impronta de la gloria del Padre, e identificándose con Él se llega a vivir de esa gloria y en esa gloria que confiere al hombre la auténtica felicidad en el tiempo y en la eternidad. Ignacio se pone en camino hacia Jerusalén después de un tiempo prolongado e intenso de oración penitente y contemplativa –¡de “Ejercicios Espirituales”!–, pasando por Roma. En Jerusalén, donde sólo puede permanecer dos meses, quiere confirmar con el conocimiento próximo y sensible de los Lugares Santos, donde nació, vivió, murió el Señor y tuvo lugar su Resurrección y el nacimiento mariano y apostólico de la Iglesia, la relación íntima con Cristo, crecer así en “su conocimiento interior” para entregarle su vida sin condicionamiento alguno, dándolo todo para que sea conocido y amado por todos los hombres ¡A Ignacio en el futuro no le va a importar ya nada más que la salvación de las almas!
Pero, cuando más tarde le falle el propósito de una segunda peregrinación a Jerusalén, esta vez con los compañeros y amigos de la “Compañía de Jesús, cautivados y ganados por él en la Universidad de la Sorbona en París para la causa del Reinado de Cristo en pobreza, castidad y en una obediencia apostólicamente incondicional, vuelve sus ojos a Roma, iluminados por el mismo Señor, que se le aparece en “La Sorta” a las puertas de la Ciudad Eterna, para encontrar allí la etapa final y definitiva de su incansable peregrinación interior y exterior, buscando y ahondando el encuentro con el Señor, y para quedarse para siempre al lado “del Sucesor de Pedro” en los quince últimos y más decisivos años de su vida sacerdotal ¡de testigo ardientemente enamorado del Corazón de Cristo! Ignacio va a dirigir, guiar y alentar desde Roma a sus “Jesuitas”, a su Compañía de Jesús, a propagar este Nombre por todos los rincones de la Tierra, comprometidos a ello por su voto especial de obediencia al Romano Pontífice. La nueva Orden de varones –presbíteros en su mayoría–, nacida para los tiempos nuevos de un siglo, el XVI, en el que el descubrimiento de América, la ruptura protestante de la Iglesia y el atractivo ejercido por el Renacimiento, en tantos sentidos pagano, exigía una renovada respuesta apostólica por parte de la Iglesia, se muestra como don singular del Espíritu Santo para afrontar el formidable reto de una nueva Evangelización. Allí están los Jesuitas dispuestos a asumir la tarea con su entrega vivida, sentida y testimoniada desde el experiencia interior y emocionada del amor de Cristo. En Roma se encontraba su “Vicario en la Tierra”. Desde Roma era posible llevar la noticia y testimonio de su amor, íntegra e infalsificablemente, a todos los hombres de la Tierra, para “Mayor Gloria de Dios”. Acababa de comenzar un nuevo y apasionante capítulo de la Misión Cristiana, de la Evangelización del mundo: un capítulo profundamente católico.
Los jóvenes de Madrid, en “misión” entre sus compañeros, peregrinan a Roma con sus Pastores en los primeros días de agosto. Se encontrarán con el Santo Padre, “el Vicario de Cristo”, el día 9. Vamos a pedirle a la Virgen de La Almudena, a quien tan tiernamente amó San Ignacio de Loyola, uno de nuestros mejores y más grandes compatriotas, y por su intercesión, que nos ayude a crecer en el amor de Jesucristo, a “demandar conocimiento interno del Señor, que por mí se ha hecho hombre, para que más le ame y le siga” (Ej. Esp. 103).
Sí, ¡que volvamos de Roma amando y siguiendo más intensamente y más verdaderamente a Jesús! ¡La “Misión Joven” vivirá de este modo el próximo curso una nueva, ilusionada y fecunda etapa de evangelización de nuestros jóvenes madrileños!
Con todo afecto y mi bendición,