“La escuela” y el derecho de los padres de familia a
la educación moral y religiosa de sus hijos
Mis queridos hermanos y amigos:
Acaba de comenzar el curso escolar y, de nuevo, han vuelto a la actualidad los acostumbrados interrogantes y las expectativas que suelen suscitarse en el seno de las familias y en la misma sociedad por estas fechas y en las que suele reflejarse, por una parte, la creciente preocupación de los padres y educadores por lograr una buena educación para sus hijos y, por otra, la inquietud social ante los problemas de todo orden que afectan a un bien tan decisivo para el futuro de todos como es la educación de las nuevas generaciones. Lo que está en juego es el crecimiento y pleno desarrollo de la personalidad del niño y del adolescente no sólo en los aspecto biológicos y psicológicos, sino, además, en los intelectuales, morales, espirituales y –¿cómo no?– religiosos. La inmensa mayoría de los alumnos madrileños que estos días han estrenado “escuela” o han vuelto a las aulas de los Colegios de Primaria y Secundaria Obligatoria han sido bautizados en la Iglesia Católica. También en “la escuela”, de un modo u otro, se plantea su educación en la fe y el futuro de su vida comprendido, afirmado y resuelto en la clave de la fe en Jesucristo Nuestro Señor. Por esta específica razón, que comprende e implica el interés por el bien integral de la persona humana –sobre todo, por el de la más carente de recursos materiales y culturales– que brota de la misma entraña de la misión evangelizadora de la Iglesia, ésta se ha visto siempre movida y obligada a participar en el proceso educativo, cooperando con los padres de familia, con otras fuerzas sociales y con la autoridad pública, según la responsabilidad que por la misma naturaleza de las cosas compete a cada uno de los que intervienen en la acción educativa, sabiendo muy bien que los padres son los primeros educadores de sus hijos.
El Concilio Vaticano II, recogiendo la tradición bimilenaria de la doctrina y de la experiencia educativa de la Iglesia, enseña con toda nitidez que “los padres, al haber dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole y, por consiguiente, deben ser reconocidos como los primeros y principales educadores de sus hijos”. De ese derecho fundamental extrae la Declaración “Gravissimum educationis” sobre la educción cristiana dos conclusiones que precisan la relación de este derecho de los padres con la autoridad del Estado: 1º “es necesario que los padres, a quienes corresponde el primer deber y derecho inalienable de educar a los hijos, gocen de verdadera libertad en la elección de escuela” y 2º obran bien las autoridades y sociedades civiles “que, teniendo en cuenta el pluralismo de la sociedad actual y considerando la debida libertad religiosa, ayudan a los familiares para que en todas las escuelas se pueda impartir a sus hijos una educación acorde con los principios morales y religiosos de las familias” (GE 3,6,7).
La Constitución Española reconoce, por su parte, con inequívoca claridad este principio de ética jurídica natural en el que se funda el derecho prioritario de los padres a determinar todos los aspectos morales y religiosos, implicados en el proceso educativo de sus hijos. Derecho que el Estado debe garantizar y la Iglesia servir, de acuerdo con las demandas que ellos libremente expresen. En el respeto o no respeto de este principio del derecho fundamental de los padres a la educación moral y religiosa de sus hijos se juega en una decisiva medida no sólo el futuro en paz, solidaridad y libertad de sus hijos sino también el de toda la sociedad e, igualmente, con no menor intensidad, el de la libertad religiosa en general.
El curso escolar se ha iniciado en España con la implantación –hecha ya efectiva en algunas de sus Comunidades Autónomas– de una nueva asignatura, llamada “Educación para la Ciudadanía”, en los currículos de la enseñanza primaria y secundaria. Una asignatura, que, por su condición de obligatoria para todos y por la programación de sus contenidos, objetivos y criterios de evaluación, es abiertamente contraria a ese principio ético-jurídico, cuya vigencia es anterior y precede a la de las leyes positivas del Estado, y que se concreta en el derecho fundamental de los padres a decidir cuál es el tipo de educación moral y religiosa que quieren para sus hijos. Qué es y que significa ser hombre; qué implica en todos los órdenes de la vida su condición inviolable de ser persona; cuál es el fundamento de los criterios y normas que han de regir su vida personal y social, cuál es el fin último al que se ordena, etc.… son cuestiones que han de ser aclaradas, ilustradas, mostradas y resueltas pedagógicamente en la teoría y en la práctica en conformidad con la voluntad de los padres, y, nunca, con fórmulas impuestas y decididas unilateralmente por la autoridad del Estado. Esta nueva materia escolar con su pretensión de ofrecer una enseñanza sobre el ser del hombre y los principios éticos que deben de guiar su conducta redunda, quiérase o no, en una devaluación inevitable, cultural y pedagógica, de la clase de religión y moral católica, a la que implícitamente se la están negando la capacidad para formar a la persona no sólo en la ética social –lo que ya sería muy grave– sino, además, en la moral personal. No es de extrañar que “la Educación para la Ciudadanía” coloque a muchos padres de familia, necesariamente sensibles a lo que pueda dañar la buena educación de sus hijos y alarmados ante el cuestionamiento de uno de sus derechos más sagrados, en una delicadísima situación de conciencia, a la que no puede ser ajena ninguna institución de la Iglesia. La Comisión Permanente de la CEE lo reconocía claramente en sus dos últimas declaraciones al respecto, procediendo, en último término, a tenor de lo que nos enseña para situaciones como éstas el mismo Concilio Vaticano II: “la Iglesia debe poder, siempre y en todo lugar, predicar la fe con verdadera libertad, enseñar su doctrina social, ejercer sin impedimentos su tarea entre los hombre y emitir un juicio moral también sobre cosas que afectan al orden político cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas aplicando todos y sólo aquellos medios que sean conforme al Evangelio y al bien de todos según la diversidad de tiempos y condiciones” (GSP 76).
A los padres de familia en el ejercicio de este derecho tan fundamental para el bien de sus hijos y de toda la sociedad no puede faltarles en la defensa legítima de sus derechos inalienables ni el apoyo de la comunidad eclesial, ni el de sus pastores, y mucho menos el de las comunidades educativas cristianas. Apoyo claro, decidido, valiente y generoso como pedíamos los Obispos de la Comisión Permanente de la CEE.
A Ntra. Sra. de la Almudena, Reina de la Familia, confiamos los desvelos y empeños de los padres de familia madrileños en esta difícil coyuntura del comienzo de curso 2007/2008.
Con mi afecto y bendición,