En la Fiesta de Jesucristo, Rey del Universo
Mis queridos hermanos y amigos:
Aquellas palabras proféticas del Siervo de Dios, Juan Pablo II, en su primer saludo dirigido a la Iglesia y al mundo desde “La Logia” de la Basílica de San Pedro –¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas a Cristo!– resonaron en España con una penetrante y sugestiva cercanía después de que hubiese besado suelo español en Barajas cuatro años después, el 31 de octubre de 1982. Y, resuenan hoy entre nosotros con una no menor intensidad; quizá, incluso, con una mayor y urgente actualidad. En la Fiesta de Jesucristo, Rey del Universo, del 2007, veinticinco años después, adquieren la fuerza espiritual de una invitación a la Iglesia en España y, de un modo ejemplar para nuestra Iglesia Diocesana de Madrid que se encuentra en medio de “la Misión Joven”, a hacer examen de conciencia en presencia del Señor, mirando y contemplando “su Divino Rostro”, viéndole crucificado y glorificado, sentado a la diestra de Dios, en la gloria del Padre; reconociéndolo y adorándolo como al Señor, Rey del Universo, como “la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de El fueron creadas todas las cosas; visibles e invisibles”; como Aquel en el que “quiso Dios reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz”… ¡”El es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia”!
¿Hemos centrado el anuncio de nuestra fe en la verdad de Cristo como el Señor y Salvador del hombre, como Rey del Universo? ¿Cómo “el camino, la verdad y la vida” para el hombre de nuestro tiempo, para el hombre de todos los tiempos? ¿En toda nuestra tarea de transmisión de la fe a los madrileños, especialmente a los niños y a los jóvenes, constituyó nuestra primera y central preocupación personal y pastoral el anuncio y la noticia de Jesucristo en toda la integridad histórica, espiritual y teológica de su significado salvador?
El Santo Padre en su recientísimo libro sobre Jesús de Nazareth ha querido poner de manifiesto a través de la lectura de los evangelios, realizada a la luz de la fe trasmitida por la Iglesia, fe vivida en la comunión de gracia y santidad de sus hijos e hijas y testimoniada apostólicamente por los sucesores de los Apóstoles unidos al Sucesor de Pedro, como el mismo Jesús nos ha desvelado el misterio de su persona, de su vida y de su doctrina, de su muerte y de su resurrección, al presentarse sin ambigüedad alguna como el Hijo de Dios, que en el seno de su Madre Santísima se hizo hombre, hijo del hombre ¡El, siendo verdaderamente hombre, es el Camino para llegar al Padre! ¡El es el que nos ofrece la respuesta definitiva para comprender el origen, el sentido y la finalidad de nuestra vida, es decir, de nuestro destino de peregrinos por el camino del tiempo y de la historia! ¡El es el que nos ha abierto la fuente divina del amor infinitamente misericordiosa del Padre, enviando al Espíritu Santo, la Persona-Amor en el misterio trinitario de la Vida Divina, para que sabiendo amar, aprendiendo y practicando la lección del amor verdadero, tengamos vida y vida eterna! Lo que nos importa pues sobre manera es ir abriendo los surcos de nuestra libertad al reinado de Jesucristo, el Salvador del hombre. Porque para la Iglesia y los cristianos de lo que se trata, en último término, es de que Dios reine cada vez más intensamente en las conciencias de los hombres de la sociedad y de los pueblos; y ello, en definitiva, sólo es posible por Jesucristo y en Jesucristo. El curso de la historia contemporánea, el recorrido por las sociedades más desarrolladas de Europa y de América, ha demostrado que, cuanto más se alejan los pueblos de sus raíces cristianas, –tantas veces multiseculares cuando no milenarias–, rompen con la profesión de la fe y propuesta de vida fundada en el Evangelio, se apartan de Cristo y se olvidan de Dios, pronto acaban ignorando la dignidad inviolable de la persona humana, negándole sus bienes y derechos más fundamentales. El paso siguiente a sistemas políticos de opresión, de explotación y hasta de eliminación del hombre mismo no se hizo esperar.
¡Cómo urge, por tanto, abrir las puertas a Cristo! ¡Abrirlas de par en par!, comenzando por nosotros mismos, los católicos, en la vida personal y familiar y en la vida pública. Las legislaciones de estos años últimos en los países europeos, especialmente en España, referidas al derecho a la vida, al matrimonio y a la familia, sobre la educación de las jóvenes generaciones, etc., se han separado y se están separando cada vez más de la mejor tradición cultural, ética y religiosa de sus pueblos, eligiendo para ello la vía de la inspiración ideológica del relativismo moral, denunciado frecuentemente por Benedicto XVI, antes y después de iniciar su Pontificado. Se prescinde sin el menor escrúpulo de toda referencia a una ética trascendente, con principios y exigencias no manipulables por el poder humano; y, no sólo de la ética, fundada en la verdad de Dios, sino también, de la que se siente avalada y exigida por la naturaleza del hombre, corporal y espiritual a la vez. La persona, sobre todo la de los más débiles y desfavorecidos, ha quedado y queda a la intemperie, expuesta a los efectos destructivos de las corrientes más insolidarias de la historia.
Una nueva e inequívoca apuesta por el estilo y el compromiso apostólico de anunciar y testimoniar el Evangelio es lo que nos pide con apremio espiritual e histórico esta Fiesta de Cristo Rey del Universo en el presente año; nos lo pide y demanda, vistos e interpretados los signos de los tiempos, en primer lugar, a los pastores de la Iglesia y, luego, a todos los fieles: los consagrados y los seglares. Estos últimos son los llamados por vocación propia y específica a ser los testigos cualificados del Evangelio, apostólicamente, en la vida pública.
A la Virgen, Madre y Reina, en su advocación de La Almudena, junto a su Hijo, el Señor y Salvador, Rey del Universo, nos encomendamos humildemente, con la confianza de que nos reconfortará y nos animará con su amor maternal en el camino de llevar “la Misión Joven” a las jóvenes familias madrileñas ¡a mantener nuestro compromiso de ser apóstoles del Evangelio, con un vivo y ardiente amor por el Señor, por Jesucristo!
Con todo afecto y mi bendición,