¡Jesucristo ha Resucitado verdaderamente!

¡ALELUYA! para la Iglesia y la humanidad del año 2008

Mis queridos hermanos y amigos:

Hoy, Domingo de Pascua de Resurrección del Señor del año 2008, anunciamos de nuevo con la Iglesia extendida por todo el mundo: ¡Jesucristo ha resucitado! ¡Ha resucitado verdaderamente! Nunca deberíamos cansarnos de hacer este anuncio ante el mundo y para el mundo, al que le cuesta tanto salir de la cultura de la muerte a pesar de la tristeza, la depresión, el conflicto permanente y el dolor que la acompaña. ¿Vamos a substraerle la noticia de aquel acontecimiento que ha revolucionado la historia del hombre desde las mismas entrañas de su condición de ser pecador y mortal? ¿Nosotros, los cristianos, que lo hemos conocido, incluso desde nuestra infancia, más aún que hemos vivido de ese Jesucristo Resucitado presente y operante en su Iglesia como una fuente de gozosa esperanza? ¿de la esperanza, sin más? ¿de la única verdadera esperanza? Si así fuese, si nos retirásemos de la primera línea espiritual y pastoral de la Iglesia misionera, si callásemos el Mensaje o lo relativizásemos y debilitásemos en su contenido pleno y verdadero, estaríamos cometiendo un grave pecado de falta de amor. Ya enseñaba el Vaticano II que “los laicos, que deben tener parte activa en toda la vida de la Iglesia, no sólo están obligados a impregnar al mundo del espíritu cristiano, sino que, además, están llamados a ser testigos de Cristo en todas las cosas, también en el interior de la sociedad humana” (GSp 43) y nuestro Santo Padre Benedicto XVI nos recordaba con una lúcida y concisa expresión a los sinodales madrileños en la Audiencia inolvidable de 4 de julio del 2005 que el primer deber de la caridad era la transmisión de la verdad: “En una sociedad sedienta de auténticos valores humanos y que sufre tantas divisiones y fracturas –nos decía–, la comunidad de los creyentes ha de ser portadora de la luz del Evangelio, con la certeza de que la caridad es ante todo comunicación de la verdad”.

Hoy, en este Domingo en el que celebramos a Jesucristo Resucitado de entre los muertos, haciéndose densa y gozosa realidad para nosotros el Misterio de la Pascua Nueva y Eterna, nuestro primer deber de caridad para con nuestros hermanos creyentes y no creyentes de la hora actual es transmitirles la verdad de su Resurrección: ¡Jesucristo ha resucitado verdaderamente en alma y cuerpo! No está en el sepulcro. Su cuerpo, el mismo que fue maltratado y torturado hasta límites inconcebibles de crueldad y que, luego, después de cargar con la Cruz por el camino empinado del Gólgota, fue crucificado en presencia de su Madre Santísima la Virgen María y del Apóstol Juan, el discípulo predilecto; el cadáver que fue entregado a José de Arimatea y a Nicodemo para ser puesto “en un sepulcro escavado en la roca, en el que nadie había sido puesto todavía” (Lc 13,53)… ese cuerpo muerto de Jesucristo, el Nazareno, no estaba en el sepulcro al tercer día de su muerte: “no está aquí, –les dijo el Ángel a María Magdalena y a la otra María– ha resucitado como lo había dicho. Venid, ved el lugar donde estaba”,. Y realmente el sepulcro estaba vacío (Mt 28,6; Mc 16,6; Lc 14,6; Jn 20,1-2).

La Resurrección de Jesucristo no es reductible a una supervivencia meramente espiritual o trascendente de Jesús, a la que no importa qué sucedió con su cuerpo. Con esa interpretación descarnada e idealista –y por qué no añadir, ideológica– del hecho culminante de la historia de Jesús de Nazareth y de su paso por este mundo, el acontecimiento de la Resurrección perdería todo el realismo de su verdad fáctica y arrastraría consigo la pérdida irreversible de la verdad real de su significado y contenido para la salvación íntegra del hombre y del mundo. ¿Cómo se podría hablar de verdadera y real esperanza de alcanzar la victoria sobre la muerte física y la muerte espiritual, si Jesucristo, con toda su humanidad, no nos hubiese precedido venciendo real y completamente esa muerte con su Resurrección? Pero no, Jesucristo ha resucitado verdaderamente: “su carne no experimentó la corrupción” (Hech 2, 31). La victoria de Cristo Resucitado es primicia y, por ello, fundamento de nuestra victoria, si por la fe y el Bautismo nos incorporamos a su Iglesia y si tratamos de vivir, con creciente fidelidad y entrega, de la semilla de la vida nueva que nos fue dada como gracia y don del Espíritu Santo ese día y como una nueva capacidad de amar desconocida para el mundo. Amar como respuesta al amor de quien murió y resucitó por nosotros y que expresa y comunica la misericordia recibida del Padre que está en los Cielos; amar como oblación de todo nuestro ser en el que habita el Espíritu Santo; amar, sirviendo a los hermanos sin distinción alguna. ¡Poder amar así es el fruto más auténtico y más bello de la verdad de la Resurrección de Jesucristo, Nuestro Señor y Salvador!

¿Cómo no vamos a celebrar la renovada actualidad del acontecimiento más decisivo para nuestra salvación con el gozo de la verdadera esperanza? ¿Cómo no vamos a alegrarnos hoy con el júbilo propio de los llamados a ser bienaventurados? No nos puede salir del alma en este Domingo Pascual de Jesucristo Resucitado otro canto que no sea el del Aleluya que la Iglesia viene entonando desde todos los siglos de su historia hasta hoy mismo, la historia santa y pecadora de sus hijos: ¡Jesucristo, el Hijo de María, la Santísima Virgen, la primera que vivió el gozo de su Resurrección como Madre suya y Madre nuestra, ha resucitado verdaderamente ¡ ¡Aleluya!

Con mi más ardiente deseo de una Pascua del Señor santa, consoladora y gozosa para todos los madrileños, especialmente para los enfermos y todos los que sufren en el alma y en el cuerpo, y con mi bendición,

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