Mis queridos hermanos y amigos:
Se acerca de nuevo con el 1º de Mayo la Fiesta del Trabajo, que la Iglesia también celebra litúrgicamente desde hace medio siglo como la Fiesta de San José Obrero, a quien le fue confiado el cuidado de María, su Esposa Virgen y del Hijo de Dios que se encarnó en su seno por obra y gracia del Espíritu Santo. A un humilde carpintero de Nazareth le encargó Dios la guarda y custodia del tesoro más preciado de la salvación: la Sagrada Familia de Nazareth. El encargo fue cumplido con una exquisita y rendida entrega. El trabajo de José, el artesano de Nazareth, se convertía por el designio amoroso del Padre Celestial, de hecho, en un instrumento imprescindible en la historia de la salvación. Más aún, Jesucristo, el hijo de María, encomendado como hijo al carpintero José, haría de su mismo trabajo, que le hacía de padre en la tierra, al lado de José, el periodo más largo de su vida al servicio de la obra de nuestra redención. No es extraño que el Papa Pablo VI en su peregrinación a Tierra Santa –la primera de un Sucesor de San Pedro– el 5 de enero de 1964, en pleno Concilio Vaticano II, al visitar Nazareth, terminase su alocución con las siguientes palabras: “Queremos finalmente saludar desde aquí a todos los trabajadores del mundo y señalarles al gran modelo, al hermano divino, al defensor de todas sus causas justas, es decir: a Cristo, nuestro Señor”. Era la voz precisamente del Vicario en la tierra de ese Cristo, el que les hablaba, dirigiéndose a todos los integrantes de ese mundo nuevo del trabajo, emergido de la revolución industrial y, después de la II Guerra Mundial, de la nueva economía que buscaba el camino de la justicia, de la solidaridad y de la paz, apartándose de las formas salvajes del capitalismo y de los modos totalitarios y negadores de la libertad de los socialismos marxistas superándolos definitivamente. Para el Papa, en Nazareth, como lo había sido para sus predecesores desde León XIII a Juan XXIII, y lo volvería a ser para sus sucesores Juan Pablo II y Benedicto XVI, sólo Jesucristo podría ser considerado en verdad como el hermano fiel e indefectible, el Maestro infalible, el defensor cierto e inquebrantable del trabajador, o lo que es lo mismo, de la persona humana en esa “circunstancia” tan decisiva para su vida, la de su familia y la de toda la sociedad que es el trabajo. La actividad laboral, realizada de acuerdo con la dignidad de la persona humana y al servicio del bien común, del cual es integrante esencial el bien de la familia, es la forma indispensable e irrenunciable para el digno desarrollo personal del hombre y para la constitución y funcionamiento de la sociedad, de la comunidad política y de la comunidad internacional como “el medio”, humano, cultural y espiritual que garantiza la relación de las personas y de las familias entre sí en justicia, solidaridad y en paz. ¿Y en amor? ¿Es posible establecer una ordenación justa del mundo de las relaciones laborales y, sobre todo, mantenerla y llevarla a la vida con actitudes sensibles para los más necesitados y para todas las necesidades del hombre materiales y espirituales… sin amor?
Ya la experiencia histórica y el conocimiento íntimo de nosotros mismos y, no digamos, la constatación de lo que pasa en la realidad social del presente, nos enseñan lo difícil, por no decir lo imposible, de tal empeño. Sin amor, transformando las conciencias de las personas, convirtiendo sus modos de vida, esclavos del egoísmo y de las pasiones, nos quedamos a mitad del camino de todas nuestras propuestas y planes de renovación de los marcos estructurales –económicos y jurídicos– en los que se sitúa, organiza y mueve el mundo del trabajo. Así ha sido siempre y así es hoy en la compleja situación de la economía globalizada y del progreso tecnológico en el que se invierten tiempo, energías físicas e intelectuales e, incluso, compromisos exhaustivos de vidas y trayectorias personales con una capacidad e intensidad de absorción de todo lo que el hombre es constitutivamente, como pocas veces había ocurrido en la historia.
¿Y de dónde viene y con quién se aprende la lección de amor, del amor verdadero? Y, sobre todo, ¿dónde está la fuente de ese amor a la que pueda acudir y en la que pueda reconfortarse interiormente el hombre frágil y débil, el hombre de la libertad tentada desde fuera y desde dentro de sí mismo por el demonio de la soberbia y del egoísmo teórico y práctico?
La respuesta para los que conocen el Misterio de la Pascua de Nuestro Señor Jesucristo es clara, confortadora y gozosa: ¡En Él, Jesucristo Resucitado! Él, a través de su “paso” por el seno de su Madre Santísima, tomando su carne que es la nuestra; de su “paso” por los años de su vida oculta en Nazareth y por el corto, intenso y fascinante período de su vida pública, anunciando el Reino de Dios –se preguntaban las gentes ¿quién es éste que cura a los enfermos, puede dar vida a los muertos, se compadece de los humildes y perdona a los pecadores?–; y, definitivamente, de su “paso”por el trance divino-humano de su Pasión Crucifixión y Resurrección, venciendo al pecado y a la muerte para siempre se nos ha revelado y donado como la fuente, más aún, como el autor de la nueva vida: de la vida plena, fruto de su Amor, del Amor de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo: ¡del “Dios que es amor”!
Por eso, hoy, a las puertas del primero de Mayo, Fiesta de San José Obrero, al afrontar cristianamente los problemas del mundo del trabajo –la sombra del paro vuelve a cernirse sobre él, acompañada del peligro de una crisis económica de difícil previsión en sus dimensiones y en su duración–, hay que exhortar de nuevo con el Papa, especialmente a los jóvenes, inmersos ya en la vida laboral, y aunque a algunos –o a muchos– les pueda sonar a palabras piadosas y nada realistas o, poco menos que inútiles: “¡No tengáis miedo a Cristo! El no quita nada, y lo da todo. Quien se da a Él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid de par en par las puertas a Cristo y encontraréis la verdadera vida”. Sí, concretaríamos: hallaréis la vida que nace y se alimenta del verdadero amor, del amor de Cristo Salvador del hombre y Señor nuestro.
Encomiendo a Nuestra Madre y Señora, la Virgen Santísima de La Almudena, la Jornada de Pastoral Obrera de nuestra Archidiócesis de Madrid el próximo primero de Mayor, invocándola con toda la Iglesia: ¡que interceda ante su Hijo, Jesucristo Resucitado, para que “los misterios que estamos recordando transformen nuestra vida y se manifiesten en nuestras obras”!
Con todo afecto y mi bendición,