«Iglesia diocesana… abierta a las misiones»
Mis queridos diocesanos:
Un año más, la solemnidad de la Ascensión del Señor concluye los días de la Pascua que conmemoran el tiempo en que Jesús resucitado se apareció a los Apóstoles dándoles señales inequívocas de que estaba vivo, ya para siempre, y preparándolos para que, una vez que ascendió a los cielos, recibieran el Espíritu Santo en la fiesta de Pentecostés.
El Señor, sí, está vivo y permanece con nosotros en la Iglesia. Nos acompaña y bendice todas nuestras actividades; nos ayuda a superar las dificultades de nuestra época y nuestras propias limitaciones. Jesús, ciertamente, no nos abandona. Como a los Apóstoles, nos ayuda a que nuestras comunidades cristianas sean verdaderas comunidades de fe, donde el amor y la mutua ayuda sean nuestro primer distintivo. También su Presencia es ánimo cuando sentimos el peso de nuestra fragilidad, porque la misericordia del Señor es eterna (cf. Sal 135) y «llega a sus fieles de generación en generación» (Lc 1, 50).
Con la celebración de la Ascensión del Señor, recordamos que la Misión universal a la que ha llamado a nuestros misioneros diocesanos es la misma gran tarea que encomendó a sus discípulos: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio (Mc 16, 15), porque el tesoro de la fe en Jesucristo no es un don para tenerlo guardado, para nosotros solos. Lo es para todos, y por eso nos quema por dentro. Como a Jesús: «Fuego he venido a traer a la tierra, y ¡qué quiero sino que arda!» (Lc 12, 49). Sí, el Señor ha venido a traer al mundo el Reino de Dios y tiene ardientes deseos de que llegue a todos los hombres. Ese fuego nos lo ha metido en el alma a sus discípulos, con el Don del Espíritu Santo al recibir el Bautismo y la Confirmación. Por eso sentimos la urgencia de ser sembradores de esta gracia de la fe cristiana, y recordamos con gozo y gratitud grandes, en nuestra Jornada diocesana misionera, a quienes, siguiendo la llamada del Señor, lo están viviendo en primera línea, dejando las seguridades que aquí tenían para ir a lugares lejanos donde necesitan recibir la Buena Nueva de Cristo. Son nuestros misioneros.
Son hombres y mujeres; sacerdotes, religiosos y religiosas, y también laicos con diferentes carismas pero unidos en una misma fe y un mismo amor a Cristo y a su Iglesia, y en una misma convicción de que no pueden reservarse para sí la alegría de ser hijos de Dios. La Iglesia diocesana de Madrid cuenta con muchos misioneros. ¡Gracias a Dios! Ellos son un don no sólo para quienes los acogen en las tierras de misión, sino también, y de un modo muy especial, para nosotros, para nuestra archidiócesis madrileña, pues sin duda nos fortalecen, como recordó Juan Pablo II en su encíclica «Redemptoris missio», al proclamar que «la fe se fortalece dándola», que «la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones», de tal modo que «la nueva evangelización de los pueblos cristianos -¡de nuestro pueblo, y de modo especial en este tiempo de nuestra Misión Joven!- hallará inspiración y apoyo en el compromiso por la misión universal» (n.2). Por eso tenemos una gran deuda de gratitud con nuestros misioneros, y por eso os pido que les ofrezcáis, sobre todo en la Eucaristía de este domingo 4 de mayo, vuestras oraciones y todo tipo de ayuda. Para ellos, ¡cuántas veces me lo han asegurado!, la certeza de contar con la ofrenda de las oraciones y los sacrificios de los católicos madrileños es motivo de fortaleza grande y de mucha alegría.
«Iglesia diocesana… abierta a las misiones» es el lema escogido para esta Jornada, y no hace otra cosa que recordar esa mutua certeza: abiertos todos a la misión universal de la Iglesia, los que permanecemos en Madrid apoyando a nuestros misioneros en países lejanos, y ellos contando con nosotros en la unidad más plena, obrada por el Espíritu Santo, cooperamos en la edificación de la misma y única Iglesia de Cristo. La tarea misionera no es «una más» añadida a las muchas que ya tenemos. La misión está en la entraña misma de la vocación cristiana, que es, por su misma naturaleza, vocación al apostolado, de cada bautizado y de todo el Cuerpo de la Iglesia. Todos, pues, tenemos la responsabilidad de la misión universal, y cada diócesis ha de estar abierta a entregar lo mejor de sus miembros a esta tarea.
Esta Jornada dedicada a nuestros misioneros es, sin duda, una espléndida ocasión para que en todos los miembros de nuestra Iglesia diocesana crezca el deseo misionero y se fomenten las vocaciones para la misión «ad gentes», tanto en sacerdotes, religiosos y religiosas como en seglares. No tengáis miedo de plantearlo, especialmente a los jóvenes. Vosotros, jóvenes, no dudéis en seguir la voz de Cristo, sea cual fuere la misión a la que os llame. Vale la pena. No hay mayor gozo que entregar la vida entera por Él, al servicio de nuestros hermanos que están sedientos de Dios. Ellos saciarán la sed y vosotros recibiréis, según la promesa del mismo Señor, el ciento por uno.
Termino encomendando a María, Reina de las Misiones, esta Jornada que celebramos en un día tan significativo como es la solemnidad de la Ascensión del Señor. Pongo a todos nuestros misioneros y misioneras bajo el manto de la Madre de Dios, Nuestra Señora de la Almudena. Que ella guíe a nuestra Iglesia diocesana por caminos de mayor compromiso y entrega misionera.
Con mi afecto y bendición para todos.