Colegiata de San Isidro; 15.V.2008; 12’00 horas
(Hech 4,32-35; Sal 1,1-2.3.4 y 6; St 5,7-8.11.16-17; Jn 15,1-7)
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
1. La Solemnidad de San Isidro Labrador nos trae de nuevo a la memoria viva de la Iglesia y del Pueblo de Madrid la figura de su Santo Patrono. Un madrileño de comienzos del segundo milenio de nuestra era, sin el cual la historia ulterior de nuestra Iglesia y de nuestro pueblo resultaría inexplicable; su presente, difícilmente edificable sobre los sólidos fundamentos de la verdad, de la esperanza y del amor fraterno; y, su futuro, desde el punto de vista de estos valores, más incierto.
2. La Iglesia en Madrid no representa otra realidad que la de ser la comunidad de sus habitantes –los madrileños–, creyentes en Cristo, bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y que, unidos a su Obispo Diocesano, junto con sus Obispos Auxiliares y Presbíteros, viven en la Comunión Católica, presidida por el Sucesor de Pedro y Obispo de Roma, el Papa Benedicto XVI.
En los orígenes más conocidos de su historia madrileña, la Iglesia se encuentra con la biografía de un sencillo y humilde labrador, cuyos rasgos personales y cuya significación social poco tienen que ver con los de los personajes que el mundo ha hecho y sigue haciendo famosos. San Isidro, un humilde pocero y jornalero al servicio de propietarios labradores, los Vargas, vive con su esposa María de la Cabeza la vocación matrimonial y la formación de su familia con una sencilla ejemplaridad cristiana, unidos profundamente por la fe en Jesucristo, el Señor y Salvador del hombre. Fe, cultivada esmeradamente a través de una acendrada piedad eucarística y mariana. Isidro no fallará nunca en la visita a la Iglesia de Santa María, antes de emprender su faena diaria en los campos del amo, a orillas del Manzanares. Su fe se verá probada en las adversidades, tantas veces compañeras del hombre y del cristiano en el curso de la vida familiar –¡el hijo que corre el peligro de ahogarse!– y en las vicisitudes del mundo del trabajo. Sus colegas le acusarán ante el propietario de las tierras de abandono y descuido de sus obligaciones. La hermosa tradición de los ángeles, que aran por Isidro, refleja la incapacidad tan típica del “hombre mundano” para comprender que vida de oración y vida laboral no se excluyen; antes bien, se fecundan mutuamente. La fe de Isidro, por lo demás, se verifica y fortalece con la experiencia del amor mutuo entre esposo y esposa, cuya fidelidad no decae nunca y que envuelve a su hijo, Juan, en toda la trayectoria de su vida. No es extraño pues que la fe y la esperanza cristianas de Isidro y de María de la Cabeza, así vividas y compartidas, se manifestasen en obras de caridad constantes y en un amor enternecedor para con los más pobres. En la mesa del diario almuerzo de Isidro y María de la Cabeza, siempre estaba dispuesto un puesto y un plato lleno para el necesitado que llamase a su puerta.
3. Nada extraordinario parece que podría señalarse en aquella vida del labrador Isidro… ¡salvo una cosa!: la belleza convincente de su santidad. ¡Verdaderamente! en la humildad y en la sencillez de San Isidro Labrador nos dejó Dios un ejemplo de una vida escondida en Él con Cristo, como reza tan bellamente la oración-colecta de la Eucaristía de su Fiesta, que estamos celebrando. ¿Se podría encontrar hoy otro modelo mejor de vida cristiana para la Iglesia en el Madrid del 2008 que el del sencillo y humilde jornalero de aquel villorrio campesino que era el Madrid de finales del siglo XI? Ciertamente no, la Iglesia en Madrid, entonces unida a la Iglesia Diocesana de Toledo, caminaría a lo largo de todo el segundo milenio de su historia, en medio de las más difíciles y dolorosas pruebas, pero también de las más gozosas y cristianas coyunturas, conmovida y fascinada por Isidro, el Labrador. ¿Cómo no recordar el empeño de todo el pueblo cristiano de Madrid, encabezado por sus Reyes, en su canonización aquél 12 de mayo de 1622, día glorioso para toda la Iglesia en España, en el que Isidro es elevado al honor de los altares junto a Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús y Francisco Javier, con el italiano Felipe Neri? Parecía evidente la intención del Papa Gregorio XV de subrayar con estas canonizaciones el significado espiritual y pastoral de estas figuras señeras del catolicismo español para la honda renovación evangelizadora y misionera que la Iglesia había iniciado con la reforma de Trento.
4. El momento actual de la Iglesia en Madrid muestra variados aspectos que nos reclaman mirar al ejemplo de Isidro Labrador, nuestro Patrono. Pero destaca, sobre todos, aunque pudiera parecer paradójico, el de la realización del objetivo pastoral que nos ha presidido las últimas décadas y que encontró en nuestro III Sínodo Diocesano expresión cumplida: “Transmitir la fe en la Comunión de la Iglesia”. San Isidro nos enseña constantemente la lección básica sobre cómo hacer viable y fecundo el compromiso misionero hacia dentro y hacia fuera de la comunidad eclesial, que no es otra que la lección de cómo adquirir y consolidar la permanencia en Cristo de todo lo que somos, vivimos y esperamos. El mismo Jesús nos recordaba en el Evangelio de San Juan: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego, los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que deseéis, y se realizará”.
¡Qué importante es para la evangelización del Madrid del año 2008 que toda la comunidad diocesana permanezca con toda su vida en el Señor, que se deje penetrar y fecundar por la savia de la palabra, de los sacramentos, del ministerio apostólico y del amor de Cristo! La tentación de manipular a Cristo nos acecha también hoy. Su manipulación intelectual, ética, social y cultural no cesa. A Cristo sólo se le encuentra de verdad en la Comunión de su Iglesia; y una vida cristiana, pródiga en obras y testimonios de servicio y caridad para con los pobres y los más necesitados, paciente y perseverante, sólo es viable privada y públicamente, si se alimenta de su Amor Eucarístico. No olvidemos aquel pasaje de la alocución que nuestro Santo Padre, Benedicto XVI, nos dirigía a los miembros de la Asamblea sinodal, clausurado ya el III Sínodo Diocesano de Madrid, en el Aula Pablo VI del Vaticano, el 4 de julio del 2005: “En una sociedad sedienta de auténticos valores humanos y que sufre tantas divisiones y fracturas, la comunidad de los creyentes ha de ser portadora de la luz del Evangelio, con la certeza de que la caridad es ante todo comunicación de la verdad”.
5. San Isidro y su esposa María de la Cabeza no intentaron nunca interpretar y vivir a Cristo y a su Evangelio a la medida de sus intereses particulares y de sus necesidades puramente humanas y a ras de tierra. Fue justamente al revés: ¡se dejaron modelar y configurar por Cristo, su verdadero y único Señor! Y ese fue el camino seguido por los mejores hijos e hijas de la Iglesia en Madrid hasta ahora mismo. Y ese debe ser nuestro camino en el presente y el futuro de nuestra Iglesia Diocesana, apasionadamente empeñada en llevar los madrileños, y con un especial acento a sus jóvenes, la Buena Noticia de Jesucristo y la experiencia del verdadero amor, es decir, del vínculo más profundo que constituye a la Iglesia como “una Comunión”, abierta a la incorporación de tantos hermanos nuestros, venidos de los más diversos países de Europa, de la entrañable América y del África cercana. Una Iglesia, dispuesta, también, a ofrecer a los no creyentes el anuncio y la enseñanza del Evangelio a través del testimonio sencillo y cercano de sus hijos.
6. Madrid, el Madrid civil de los tiempos de San Isidro Labrador, liberado hacía poco de la dominación musulmana e incorporado a los Reinos Cristianos de León y de Castilla, no podría imaginarse que de aquella población de pocos cientos de habitantes, cercana a la histórica ciudad de Toledo, capital otrora del Reino Visigodo y cuna de la España cristiana, iba a salir un día la gran metrópolis que hoy es la Capital del Reino de España. De esta España, unida por los Reyes Católicos, volcada en la gran epopeya misionera del descubrimiento de América y factor decisivo de la historia moderna de Europa y del mundo, fue y es Capital la ciudad de Madrid. A través de las sendas de zarzas y espinas de su historia contemporánea –¡la Guerra Civil de 1936 a 1939!–, vuelve hoy a ser un referente cualificado no sólo político, sino también económico, social y cultural, para la Unión Europea, para los pueblos hermanos de América y para la comunidad internacional en general. ¡Cuánto bien le proporcionaría a la actual sociedad madrileña en esta hora compleja en la que no faltan temores y preocupaciones, pero tampoco esperanzas y expectativas de un futuro, rico en los valores del más auténtico humanismo –el que el pueblo de Madrid, valiente y noble, mostró y demostró en la efemérides heroica del 2 de mayo del año 1808–, se reafirmase con nueva vitalidad en el aprecio del modelo espiritual y ético de vida que encarnó su más ilustre vecino, Isidro Labrador, junto con su esposa San María de la Cabeza, en los primeros capítulos de su historia como un pueblo con personalidad propia. No, no sobran en nuestras relaciones personales, en la experiencia diaria del matrimonio y de la familia, en el tejer laboral, profesional y festivo de las relaciones sociales y, mucho menos, en la configuración de la vida pública, la humildad y la sencillez. Son dos virtudes, en su raíz o naturaleza, muy humanas, fruto intelectual y moral del reconocimiento de Dios como Creador del hombre y del hombre como creatura de Dios; pero, difícilmente asimilables y realizables en la práctica de la vida si las personas y la sociedad se cierran a la palabra de Dios y a la acción amorosa de su Espíritu. No hay que perder el ánimo ni la paciencia, propia de los justos, tan típica del justo Isidro Labrador, que “aguarda paciente el fruto valioso de la tierra, mientras recibe la lluvia temprana y tardía”, como los cristianos de las primeras comunidades apostólicas. San Isidro vuelve de nuevo a animarnos a recuperar con sencillez y humildad la valentía ciudadana para dejarnos guiar en la sociedad civil por “la cruz del Señor”. Cantábamos, con razón, haciendo nuestras las palabras del salmista:
“Dichoso el hombre,
que no sigue el consejo de los impíos
ni entra por la senda de los pecadores
ni se sienta en la reunión de los cínicos,
sino que su gozo es la ley del Señor,
y medita su ley día y noche” (Sal 1, 1-2).
7. La maldad de los impíos es la que se esconde en el corazón de los terroristas asesinos de ETA, que ayer de madrugada atentaron con un coche bomba contra la Casa-Cuartel de la Guardia Civil en Legutiano, Vitoria, matando a uno de sus miembros, D. Juan Manuel Piñuel Villalón, e hiriendo a otros cuatro compañeros y causando desolación y dolor sin cuento. El terrorismo será vencido definitivamente si se vuelve a la obediencia de la Ley de Dios. Nuestra oración y el compromiso moral de los cristianos, con el que deben de poder contar nuestras autoridades y todos los empeñados en la superación del terrorismo, pueden conseguir en un futuro no lejano –¡Dios lo quiera!– esa victoria. ¡No perdamos la esperanza! A la intercesión de San Isidro Labrador y al amor maternal de nuestra Señora de La Almudena, de la que él era tan devoto, confiamos nuestra oración por Juan Manuel, para que el Señor le haya acogido en su gloria, por la pronta recuperación de los heridos, por sus familiares, por la Guardia Civil y por España.
8. Sabemos que la cercanía espiritual de San Isidro a su ciudad y comunidad de Madrid, sobre la que vela desde el cielo como su Patrono, especialmente próxima a los enfermos y a todos los que sufren en el alma y en el cuerpo, se va a incrementar y a intensificar hoy, día grande de su Fiesta. Con él, nuestro Patrono, y con las palabras de la oración que pone en sus labios su gran Poeta, Lope de Vega, le decimos a Cristo:
“Señor, enseñad mi fe,
sed vos el maestro mío,
enseñadme sólo vos,
porque solamente en vos
lo que he de saber confío…”.
Amén.