Catedral de La Almudena, 11.IX.2008; 20’00 h.
(Rom 14, 7-9.10c-12; Sal 26, 1.4.7.8b 9a.13-14; Lc 23, 44-49,24.1-6a)
Majestades
Excelentísimos Señores y Señoras
Queridos familiares de las víctimas del accidente aéreo de Barajas
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
No han transcurrido muchos días desde que se produjera en el Aeropuerto de Barajas el terrible accidente que ha costado tantas vidas de hermanos nuestros, ciento cincuenta y cuatro, casi todos ciudadanos españoles. Para vosotros, queridos familiares de las víctimas, que visteis cómo se os arrebataban los seres más queridos en un trágico e inesperado momento ¿cómo no va a seguir vivo y lacerante el dolor que os ha causado el tremendo e imprevisible golpe de la muerte que ha destruido en un instante vuestras familias hasta extremos indecibles? Y para la inmensa mayoría de vuestros conciudadanos, personas de bien, que han acompañado el itinerario de vuestras penas desde ese día con honda compasión –es decir, padeciendo con vosotros– con el sincero deseo de ayudaros a paliar vuestro sufrimiento lo mejor que sabían –¡admirablemente generosa fue la colaboración de tantos profesionales y voluntarios en los momentos más críticos!–; y, en todo caso, con la oración, tampoco ha pasado el tiempo de ofreceros su cercanía personal y su incondicional apoyo material y espiritual. Sus Majestades los Reyes de España, que han sabido interpretar estos sentimientos de los españoles con gestos de delicada humanidad, que les honran, han tenido la gentileza de hacerse presentes en esta celebración eucarística de exequias que queremos ofrecer al Señor, en primer lugar, por vuestros seres queridos que ha llamado a su presencia, pero también por vosotros que habréis de continuar la peregrinación por este mundo. ¡No perdáis el ánimo, ni la fortaleza para seguir el camino de vuestras vidas con amor y esperanza! ¡Ciertamente! se os ha cargado una pesada cruz, pero no es menos cierto que esa cruz es, sobre todo, signo y prenda de la victoria del Señor Resucitado: garantía, por tanto, indefectible de la Vida sin ocaso para vuestros seres queridos y firme apoyo y señal consoladora para vosotros, unidos a ellos, por esa forma invisible de amor que nos acerca y reunirá a todos en el abrazo del Padre que está en los cielos y que a todos nos espera.
Para los cristianos, unidos en la comunión de la fe y de la caridad con toda la Iglesia, el tiempo de orar por los hermanos difuntos y llevar el alivio y el aliento de la esperanza cristiana a los que sufren como vosotros su pérdida irreparable, no pasa nunca y, mucho menos, cuando las circunstancias que han rodeado el fallecimiento de quienes queríais tanto, han sido tan terriblemente dolorosas y tan humanamente trágicas como en vuestro caso, queridos familiares de las víctimas del accidente aéreo del pasado veinte de agosto en Barajas. Porque, efectivamente, queridos hermanos, sí podemos y debemos ofreceros con toda el alma el testimonio de la esperanza que no defrauda, que se alimenta decisiva y definitivamente de la fe en Jesucristo Resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, y que nos impulsa a practicar sin desmayo el amor fraterno con los hermanos fallecidos y con vosotros en el día a día de una existencia que habréis de enderezar con la fortaleza de ánimo que es capaz de vencer serenamente al dolor, a la sensación de soledad y a la tentación de no querer afrontar los nuevos, múltiples y difíciles retos personales y familiares con los que ahora os enfrentáis. ¡No dejaros solos en estos difíciles y delicados momentos, que atravesáis vosotros y vuestras familias, es para todos un imperativo ineludible del amor cristiano!
Sin duda, os habréis preguntado desde aquellos primeros y terribles minutos de la noticia que cambió dramáticamente y en pocos instantes el curso de vuestras vidas y de vuestras familias, ¿por qué nos ha pasado esto? ¿por qué hemos perdido de un trágico golpe uno, dos, tres… cuatro familiares, íntimos y queridos? ¿Y por qué esta desgracia, tan tremenda nos ha acaecido a nosotros…? Queridos hermanos: todas las respuestas humanas que puedan darse a estas preguntas tan lacerantes –y a otras legítimas que tenéis derecho a plantear y piden su respuesta– resultan, en último término, insuficientes, incapaces de dar satisfacción a lo más hondo de las mismas. La muerte se aparece y muestra siempre con rostro tenebroso e indescifrable para nuestros ojos ¡ojos de hombre!; y no sólo para los ojos del cuerpo, sino, sobre todo, para la mirada del alma. Rostro mucho más enigmático y siniestro cuando se presenta como en el desgraciado accidente aéreo en el que han perecido tantos familiares vuestros. ¿No estaría justificado de nuevo, y ante lo acontecido, hablar de lo que para muchos es siempre “el sinsentido” de la muerte? ¿Y es que acaso se puede hablar con verdad de lo que significa la muerte para el hombre, si no se plantea con anterioridad lógica y existencial la pregunta por el sentido de la vid en este mundo, es decir, de su porqué y de su para qué?
San Pablo se dirigía a los primeros cristianos de la comunidad de Roma con una doctrina sorprendente en contraste radical con la mentalidad dominante de una sociedad, como era la romana de su tiempo, que había puesto los ideales de la vida temporal en el placer, en el poder y en el triunfo mundano, pretendiendo disimular y soterrar su inquietud ante el interrogante de lo caduco y efímero de esos bienes y de esta vida. Les decía: “Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor”. Ante esta afirmación de que somos del Señor en la vida y en la muerte, se les cambiaba todo. Porque añadía: “Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos”. Es decir, nuestras vidas –y nuestra muerte– adquieren todo su sentido y todo su valor ¡sentido y valor eternos! porque han sido recuperadas para la vocación al amor y a la Gloria verdadera –la de Dios–. Y lo han sido, por ese gesto inaudito del amor del Padre que nos ha dado a su Hijo Unigénito para que, ofreciendo su vida por nuestros pecados –la causa y el signo inequívoco de la muerte, temporal y eterna–, fuésemos devueltos a una vida de hijos de Dios aquí, en este mundo, y en la eternidad”. ¡Así amó el Padre al mundo! ¡Así, hasta el sacrificio de la Cruz, nos amó el Hijo! El Apóstol les había despejado para siempre el enigma del dolor y de la muerte. El enigma había quedado iluminado por la belleza de un amor más grande: el del Dios “que es Amor”.
¿Cómo no vamos, pues, a esperar, a sentir y a pedir que nuestros hermanos y hermanas fallecidos en el accidente de Barajas hayan vivido y muerto para el Señor, que sean ya del Señor, que gocen ya de la vida sin fin, de su felicidad y de su Gloria para siempre? ¡Eso esperamos y pedimos! Contamos, con la confianza propia de la esperanza cristiana, que sean ya eternamente de ese Cristo, “Señor de vivos y muertos”, cuya muerte y resurrección se actualizan en esta Eucaristía que estamos celebrando. ¡Que queramos también nosotros, los vivos, ser de Él en el caminar de la vida en este mundo: suyos por nuestro Sí a Él y por la práctica del amor auténtico, el amor a Dios y al prójimo, perseverante e incansable, buscado y ejercido en cualquiera de los tiempos, lugares y ambientes, en los que se labra nuestro destino temporal y eterno!
La descripción que hace San Lucas de cómo tuvo lugar la muerte de Jesús, crucificado en el Gólgota entre dos ladrones –de sus actores, de los suyos que le contemplaban a distancia, de la conmoción de la naturaleza… etc.-, y que hemos escuchado en la proclamación del Evangelio, y, luego, su relato de lo que ocurrió el primer día de la semana judía, cuando las mujeres fueron al sepulcro para llevar los aromas que habían preparado para el cuerpo del Maestro, nos invitan a entrar espiritualmente en el consolador Misterio de ese acontecimiento salvador, la nueva Pascua del Señor. Si queremos vivir con verdad y piedad la muerte trágica de nuestras hermanas y hermanos y la esperanza cierta de la definitiva vida para ellos en la Gloria del Señor y si, además, queremos ver en lo sucedido una ocasión providencial para acertar con el camino del bien y del verdadero amor en nuestras vidas ¡hagámoslo!: “Era eso del mediodía, y vinieron las tinieblas sobre toda la región hasta la media tarde; porque se oscureció el sol” –relata con detalle San Lucas–. “Y, Jesús, clamando con voz potente, dijo: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu…”. En ese instante se había consumado el acto de amor más puro, más verdadero y más sublime de toda la historia del hombre, nunca superado ni nunca superable por ningún otro después de ese momento de la revelación del amor infinito de Dios, mostrado en la Oblación de Jesucristo en la Cruz como un amor humano-divido, infinitamente misericordioso para con el hombre. La acogida de ese amor por parte del Padre, y la prueba inmediata de que así había sido, lo pudieron comprobar aquellas piadosas mujeres cuando, desconcertadas ante la constatación del sepulcro vacío, se encuentran con la respuesta de “los dos hombres con vestidos refulgentes”: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado”.
Nuestra plegaria no puede ser hoy otra que ésta: ¡Señor, que en ese acto supremo de amor infinito de Cristo Crucificado, presente y actuante aquí y ahora en la Eucaristía, hayan participado ya, muriendo, nuestros hermanos fallecidos en el accidente de Barajas! ¡Que el Señor, en el momento del horror de su muerte, acaecida al modo de una cruenta y terrible pasión, haya encomendado a las manos del Padre su espíritu! Sí, que Jesucristo Resucitado les haya acogido en la gloria de su Reino, donde se participa plenamente de la vida feliz y eterna en la Comunión de los Santos, con la Virgen, Santa María, Madre suya y Madre nuestra. ¡Comunión de amor y de vida nueva en la que estamos también inmersos nosotros, los peregrinos de este mundo, a través del Misterio de la Iglesia! Muchos y conmovedores son los testimonios que nos han quedado de la forma de cómo han padecido su muerte los accidentados y de cómo habéis reaccionado vosotros, sus familiares más queridos, ante la terrible desgracia, y que no ha sido otra que la del amor de Cristo. Recordemos, como uno de los casos más ejemplares y emocionantes, el amor de la madre gravemente herida que entrega su vida a cambio de la de su niña de once años, pidiendo a los que la auxiliaban que primero salvasen a su hija. ¡Esa madre ha amado a su hija con el amor de Cristo Crucificado!
Nuestra plegaria y nuestra esperanza, alentadas por dicho amor y misericordia, y confiadas a la mediación maternal de María, participando al pie de la Cruz en el dolor indecible del Hijo, no engañan ¡no defraudan!: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?”. El Señor fue y es la luz y la salvación de vuestros seres queridos, familiares y amigos de las víctimas mortales del accidente aéreo de Barajas. ¡Que sea también Él la luz y la salvación para nosotros! Digámosle fervientemente con el Salmista: “Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro”.
Amén.