«Como Pablo, misionero por vocación»
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Mis queridos diocesanos:
Este año, tras la experiencia misionera vivida en la Jornada Mundial de la Juventud de Sydney por muchos jóvenes madrileños allá, al otro lado del mundo, y que a tantos les ha hecho vibrar también desde aquí, ciertamente nos va a ser más sencillo a todos entender el valor de las misiones que la Iglesia realiza en todo el mundo, porque la Iglesia es, justamente, una y católica, es misionera desde lo más hondo de su ser. El Papa Benedicto XVI, ya en el mismo inicio de su Mensaje para la celebración del DOMUND de este año, recuerda que «el mandato misionero sigue siendo una prioridad absoluta para todos los bautizados», y lo explica subrayando estas bellas palabras de su predecesor Pablo VI en la Exhortación apostólica «Evangelii nuntiandi»: «Evangelizar constituye la dicha y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda» (n. 4).Cuando hemos tenido la gracia de contemplar la labor inmensa y hermosa de los misioneros, que a lo largo de tantos años, y tantas veces tan duros, han realizado en países lejanos, nuestro convencimiento de que esta experiencia no puede caer en el olvido nos ayudará, sin duda, a vivir la Jornada Mundial por las Misiones de un modo más decidido y más intenso. Los misioneros no son aventureros, ni su trabajo es fruto de una locura, o de un romanticismo ingenuo y pasajero. Son, por encima de todo, testigos de Jesucristo, que han conocido el amor de Dios, han creído en él (cf. 1 Jn 4, 16) y no pueden mantenerlo escondido, viven para el Señor, entregando a los hombres el tesoro más precioso que guardan en su corazón: la fe en Cristo Jesús. Son personas que se han encontrado con Jesús y han hecho de este encuentro toda una experiencia de vida.
Un día tuvo esta experiencia un perseguidor de los cristianos: Saulo. Vale la pena evocar su figura, como nos indica el lema de este DOMUND 2008: «Como Pablo, misionero por vocación», y como lo hace el Santo Padre en su Mensaje, subrayando que el Año Paulino «nos brinda la oportunidad de familiarizarnos con este insigne Apóstol, que recibió la vocación de proclamar el Evangelio a los gentiles, según lo que el Señor le había anunciado: Ve, porque yo te enviaré lejos, a los gentiles (Hch 22, 21)». Dios le hizo ver una nueva luz, que transformaría su vida, su forma de pensar, su corazón. Y Pablo hizo de su existencia un seguimiento a esta llamada a ser apóstol, «enviado» al mundo entero. También Benedicto XVI, en su Mensaje para la Jornada Mundial de Oración por las vocaciones de este mismo Año Paulino, nos invitaba a mirar de este modo al Apóstol de los gentiles: «La historia de Pablo, el mayor misionero de todos los tiempos, lleva a descubrir, bajo muchos puntos de vista, el vínculo que existe entre vocación y misión. Acusado por sus adversarios de no estar autorizado para el apostolado, recurre repetidas veces precisamente a la vocación recibida directamente del Señor (cf. Rm 1, 1; Ga 1, 11-12.15-17)». Así les dice: «Pues yo soy el último de los apóstoles, indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a la Iglesia de Dios. Mas, por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí» (1 Cor 15, 9-10).
La tarea de la evangelización no era para Pablo una cosa nacida simplemente de su voluntad; sabía que era un encargo, una misión recibida: «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. (…) Si lo hiciera por propia iniciativa, ciertamente tendría derecho a una recompensa. Mas, si lo hago forzado, es una misión que se me ha encomendado» (1 Cor 9, 16-17). La misión, para él, es claramente una vocación, no añadida a la de su ser cristiano, sino enraizada en él, porque -en palabras del Concilio Vaticano II- «la vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación al apostolado» (AA 2). Como Pablo, los misioneros hoy han de seguir exclamando: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Cor 9, 16). Reconocen la debilidad de su condición humana, pero no se detienen en ello. Se fían de Dios. No son ellos los que cambian el corazón de los hombres, sino el mismo Cristo, pero Él no quiere hacerlo sin ellos. Se fían de Dios, sabiendo que uno es el que siembra, otro el que riega, pero el que da el crecimiento es sólo Dios (cf. 1 Cor 3, 5-7). Por eso no cuentan los obstáculos, por grandes que sean, como hoy sucede en un mundo dominado por el laicismo y el relativismo, y donde en tantos lugares escasean las vocaciones. Benedicto XVI lo sabe bien cuando dice en su Mensaje para este DOMUND 2008 que «es importante reafirmar que, aun en medio de dificultades crecientes, el mandato de Cristo de evangelizar a todas las gentes sigue siendo una prioridad», y que confía «en que no disminuya esta tensión misionera en las Iglesias locales, a pesar de la escasez de clero que aflige a no pocas de ellas».
«Como Pablo, misionero por vocación»: he ahí el modelo a seguir. Los misioneros no se van a tierras de misión por iniciativa personal; son enviados por la Iglesia, a través de sus pastores, para llevar el Evangelio de Jesucristo a lo largo y ancho del mundo. Es el Santo Padre, para la Iglesia universal, y cada obispo en su Iglesia particular quienes envían a estos hombres y mujeres a la hermosa tarea de la evangelización «ad gentes», hasta los confines de la tierra. Y por eso, en su tarea apostólica, sienten el respaldo y el calor de la Iglesia entera. No se trata de individuos aislados, sino de cristianos que forman parte de un mismo cuerpo y que, por vocación, trabajan en la primera línea de la evangelización. Al evocar la gran figura de san Pablo, su recuerdo se transforma en acción de gracias, por tantos misioneros que han seguido, y siguen, sus mismos pasos; y se transforma también en oración de súplica al Señor, para que Él sea en todo momento y circunstancia su fuerza y su alegría, y para que «el Dueño de la mies envíe más y más obreros a su mies». Siempre, y sobre todo en el Día de las Misiones por excelencia, hemos de rezar con y por nuestros misioneros. Necesitan de nuestra oración. Cuentan con ella, y con nuestros sacrificios, que a nosotros nos hacen también sabernos y sentirnos más hondamente misioneros. Es verdad que se nos va a pedir colaboración económica con las misiones, y también esto es importante; más aún, es una expresión indubitable del amor verdadero a Cristo y a los hombres. ¡Sed generosos, sabiendo que el Señor no se deja ganar en generosidad!
En los países más lejanos, y cada día más urgentemente también en los más cercanos, aquí mismo, en España, en Madrid, es preciso anunciar, con la misma frescura de los comienzos de la Iglesia, la esperanza inmensa del Evangelio de Jesucristo, y para ello hace falta que especialmente los jóvenes respondáis con generosidad a la llamada que sin duda os hace el Señor. Concluyo mi mensaje para este DOMUND 2008, haciendo mías las palabras del Papa Benedicto XVI en la misa de clausura de la Jornada Mundial de la Juventud de Sydney, que han de prolongarse teniendo en el horizonte la próxima Jornada Mundial de Madrid 2011, de modo que se conviertan en una cada vez más viva realidad misionera: «Oro para que esta gran asamblea, que congrega a jóvenes de todas las naciones de la tierra (Hch 2, 5), se transforme en un nuevo cenáculo. Que el fuego del amor de Dios descienda y llene vuestros corazones para uniros cada vez más al Señor y a su Iglesia y enviaros, como nueva generación de apóstoles, a llevar a Cristo al mundo».
Encomendando a la intercesión maternal de María, Nuestra Señora de la Almudena, Reina de los Apóstoles, los frutos de este DOMUND 2008, recibid mi bendición más cordial para todos,