Mis queridos hermanos y amigos:
La Solemnidad de todos los Santos, a la que sigue la Conmemoración de los fieles difuntos, nos ofrece año tras año, cuando el otoño pone su bella nota de melancolía en el paisaje de nuestros campos y quizá también en el mundo interior de nuestras almas, la oportunidad de hacer memoria cristiana de nuestros seres más queridos y de todos aquellos que nos han precedido en el signo de la fe y duermen ya en el sueño de la paz. Una memoria, por tanto, que, por ser cristiana, nos trae verdadero consuelo y nos confirma en la esperanza de que en el paso de la muerte la vida se trasforma, pero no se acaba. Más aún, se puede trasformar ya, y definitivamente, en Gloria y Santidad ¡en la Gloria de Cristo Resucitado! Gloria de los hijos de Dios que participan eternamente de la vida divina, de esa vida dichosa y bienaventurada de los que han llegado a la Casa del Padre, viviendo en una plenitud inefable el don infinito del Amor. San Juan consolará a los cristianos atribulados y perseguidos de la primera hora de la Iglesia diciéndoles que cuando se manifieste después de la muerte lo que verdaderamente somos por el bautismo, es decir, hijos de Dios, “seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es” (1Jn, 3-3).
Muchos son los hermanos nuestros que desde la primera hora de las comunidades cristianas han recorrido el camino de su vida, abrazados a la Cruz de su Señor y viviendo su Evangelio fielmente, y han llegado ya a esa meta. ¡Son innumerables! Son esa “muchedumbre inmensa, que nadie puede contar, de toda nación, raza, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y del Cordero, con vestiduras blancas y con palmas en sus manos” (Ap 7,9) que le había sido dada a contemplar al Vidente del Apocalipsis. De ellos probablemente sólo una pequeña porción nos es conocida por la declaración infalible de la Iglesia que ha podido constatar verídicamente el grado heroico de sus virtudes cristianas y que los ha canonizado. La mayoría, en cambio, nos es desconocida. ¿La mayoría? Apoyados en la experiencia bimilenaria de la Iglesia como Comunión de los Santos, que encontraría su bella expresión litúrgica en la solemnidad que hoy celebramos, podemos contestar a este interrogante con un Sí confiado y gozoso que da alas a nuestra esperanza y que nos compromete en nuestra vida diaria de sacerdotes, de consagrados y de laicos con el ideal de la santidad, es decir, con la práctica incesante y creciente de la caridad, que es “el vínculo de la perfección”.
Por eso pedimos en estos días con insistencia filial al Padre, que está en los cielos, que a nuestros seres más queridos, que han dejado ya este mundo, los acoja en su Reino, el Reino eterno de la vida, del amor y de la paz, el Reino de su Hijo Resucitado. Le pedimos, también, que su gracia venza nuestras debilidades y cansancios en el caminar por la vía del amor cristiano, vía iluminada por el Señor Jesucristo insuperablemente en el Sermón de las Bienaventuranzas y franqueada por el amor misericordioso que brota de su Corazón divino traspasado por la lanza del soldado en el Calvario; amor derramado en el corazón de sus discípulos reunidos con la Madre, María Santísima, el día de Pentecostés en el Cenáculo de Jerusalén. ¡Que no tengamos miedo a ser santos! ¡Esa es nuestra verdadera vocación: la vocación para la santidad! La vocación que, cumplida, nos hace ya saborear en esta vida las primicias de la verdadera felicidad y nos hará definitivamente e inimaginablemente felices en la eternidad. Esa es, por lo demás, la vocación en la Iglesia, no sólo la propia de los sacerdotes, de los consagrados y consagradas, sino, también, la de todos los fieles laicos. Incuso más, la vocación para la santidad es la vocación verdadera de todo hombre que viene a este mundo. Lo que mejor y más profundamente define al ser humano como tal, lo que permite llamarle y tratarle con toda verdad como persona, es el haber sido llamado por Dios a la existencia para ¡ser santo!, o, lo que es lo mismo, para participar de su misma vida y santidad.
La familia humana atraviesa en estos momentos por una fase de su vida en la que al enfrentarse con su futuro parecen pesar más la incertidumbre, el temor y el desánimo que la afirmación confiada, esperanzada y valiente del auténtico sentido de la vida de las personas y de la sociedad. Se tiene la impresión de como si volviese a rebrotar aquella actitud triste, escéptica y, no pocas veces, desolada y desesperada ante la historia y sus posibilidades reales de hacer triunfar el bien, la felicidad y la verdadera vida, tan característica de los períodos más oscuros del siglo XX. Vuelve a fascinar aquella definición del hombre como “ser para la muerte” formulada por uno de los grandes pensadores de nuestro tiempo e interpretada probablemente no según la intención y el significado que le quiso dar su autor, aunque en todo caso asumida las más de las veces para avalar y justificar existencialmente el derrotismo espiritual y ético frente a los desafíos de una época como la nuestra, plagada de conflictos y vacilante en la solidez y bondad humana de sus proyectos e ilusiones colectivas. La Solemnidad de todos los Santos y la oración por nuestros difuntos, a la que estos días nos invita la Iglesia –¿cómo no vamos a abrigar la esperanza de que la puerta histórica para la consecución de la vida, del amor y de la paz se encuentran ya en la experiencia vivida de la plena comunión de los santos?– cobra en este año 2008, marcado tan inquietantemente por la palabra “crisis”, una extraordinaria actualidad, sobre todo, para nosotros los cristianos, sus hijos, que con ella y en ella podemos escuchar de nuevo y celebrar eucarísticamente la Palabra de la Vida, de la Vida gloriosa y sin fin que es Jesucristo Resucitado, con una renovada profesión de nuestra fe, con una vibrante renovación de nuestra esperanza y con un compromiso más consecuente de nuestra caridad.
En el corazón de la Madre de la Iglesia, nuestra Madre, la Virgen María, Asumpta al Cielo y Reina de los Ángeles, Virgen de La Almudena, depositamos y guardamos los anhelos y propósitos de ser fieles a nuestra vocación: la vocación a la santidad.
Con todo afecto y mi bendición,