Homilía en la Solemnidad de Ntra. Sra. La Real de La Almudena

Plaza Mayor, 9.XI.2008, 11,00h.

(Za 2,14-17; Sal. Jdt 13,18bcde 19; Ap 21,3-5ª; Jn 19,25-27)

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

1.     María ha estado siempre presente en la Historia de Madrid como Madre espiritual. Si hoy celebramos de nuevo la Solemnidad de Nuestra Señora de la Almudena, Patrona no sólo de la Ciudad y Archidiócesis de Madrid, sino también de toda la Provincia Eclesiástica, con las Diócesis hermanas de Alcalá de Henares y Getafe, y, por ello, también Patrona de la Comunidad de Madrid es para hacer memoria agradecida de la forma entrañablemente concreta con la que María, la Madre de Dios, Madre de la Iglesia y Madre de los hombres ¡Madre nuestra! ha cuidado del Pueblo de Madrid a lo largo de toda su historia desde los inicios de la época cristiano-romana, pasando por la etapa visigótica y mozárabe, hasta hoy mismo. Lo que celebramos es pues esa historia singular de cómo ha ejercido María su maternidad espiritual con sus hijos madrileños a lo largo de casi dos mil años y, muy especialmente, desde el descubrimiento de su bendita imagen el 9 de noviembre de 1085. Desde esos primeros pasos del segundo milenio de la era cristiana Santa María irá siendo cada vez más conocida y venerada como Nuestra Señora La Real de La Almudena por los fieles de la antigua Magerit, liberada de la dominación musulmana. Se trata, por tanto, de la celebración de una memoria viva, esmaltada de acontecimientos gozosos y dolorosos, en los que la Virgen, Santa María de La Almudena, ha actuado como la Madre espiritual de todos los madrileños. Su Maternidad no es sólo “pasado” que recordamos con melancólica nostalgia. Es también, sobre todo, presente que se actualiza hoy para nuestras vidas como una prenda segura de esperanza y como consuelo y fortaleza para no desfallecer en el camino de la fe y del amor cristianos. Presente renovado para las vidas de cada uno de los madrileños y para la misma vida de toda la comunidad de Madrid. La Maternidad espiritual de María para con los madrileños significa el contenido de una historia y de un presente caracterizados por su compañía amorosa que no les falla ni defrauda.

2.     El mal de la soledad, y el peligro de caer en ella, pertenece a la condición humana de todos los tiempos marcada desde el principio por el pecado, es decir, por la rebelión contra Dios. El nuestro, no es ninguna excepción. Puede parecer una paradoja que la soledad se dé en un tiempo y en una cultura como la actual, nacida y producto de un mundo inter-comunicado como en ninguna otra época de la historia. Hablamos de globalización al describirlo. ¿Pero quién puede negar la realidad social que tocamos y palpamos cada día? La verdad es que los hombres de hoy conocemos demasiado bien lo que significa el drama y la desdicha de la soledad. Son muchas las personas de nuestro entorno que viven solas, sin “compañía” alguna. Son muchas también las que mueren en soledad física y ¡lo que duele más! en soledad espiritual. ¡Un síntoma estremecedor, pero inequívoco, de una situación general de una sociedad en la que el individualismo egoísta triunfa incluso en los aspectos más personales e íntimos de la vida! Muchas son también sus víctimas: niños y jóvenes que sufren las rupturas de los matrimonios de sus padres y, consiguientemente, de sus familias; personas enfermas que molestan por la especial naturaleza de la dolencia que padecen –enfermos crónicos, con graves deficiencias físicas y/o psíquicas, enfermos terminales–; y, luego, los ancianos… los emigrantes, aislados de sus vecinos e, incluso, abandonados de los suyos.

La soledad representa mucho más que un fenómeno que afecte únicamente a los individuos y a sus relaciones interpersonales. También puede convertirse en una especie de medio-ambiente psicológico y espiritual que envuelve toda la realidad de una sociedad concreta, más aún, de toda la familia humana en un determinado momento histórico. Hay épocas en las que el hombre como tal parece sentirse y comprenderse como un huérfano al que le falta una compañía verdaderamente protectora que le ponga a salvo de sí mismo y de sus debilidades e incapacidades más funestas: la incapacidad para conseguir una paz duradera, una convivencia fraterna entre las personas y entre los pueblos, la visión esperanzada de un futuro más allá de la muerte, el salir y escapar de la fatalidad de la pobreza y del hambre en el mundo, el vencer a la muerte con la afirmación de la vida perdurable y feliz. El hombre moderno ha experimentado esta soledad existencial como pocos en la historia. ¿Y, hoy, nosotros –“el hombre contemporáneo”–, en Europa, en España, en Madrid, en cualquiera de los países más prósperos del mundo actual… no sentimos con frecuencia esa profunda soledad interior y exterior como una de las notas más características de la sociedad y de la cultura en la que vivimos?

3.    ¡Necesitamos una compañía que no nos falle en ningún momento! Ni durante la vida terrena con sus encuentros y desencuentros, ni en la muerte. Esa compañía sólo puede dárnosla alguien que nos ame infinitamente con amor misericordioso: un amor que perdona, reconcilia y sana los corazones, sin fronteras de tiempos y circunstancias. Alguien que pueda amar y ama eternamente. Esa compañía sólo puede garantizárnosla Dios. El nos ha creado a su imagen y semejanza y nos ha redimido con un desbordante amor de Padre al darnos a su Hijo Unigénito, Jesucristo, haciéndolo “uno de tantos” para que pudiese acompañarnos, ya Resucitado, en el camino de la existencia personal y de la historia compartida como el Salvador. Él, con el signo victorioso de la Cruz, nos reúne en una familia, familia de hijos de Dios; habita entre nosotros y nos conduce a la gloria y felicidad sin fin: ¡a la casa del Padre! Esta es la visión del Apocalipsis. Junto a Él, Crucificado, y al lado de su discípulo Juan, está María, su Madre, que ha hecho posible con su sí incondicional a la voluntad del Padre la compañía más próxima, más íntima y más fiel que el hombre nunca pudiera imaginar: la compañía indefectible del Hijo Unigénito de Dios, hecho hombre para librarnos de nuestros pecados ¡de la fuerza insidiosa del pecado!: raíz y causa de todas nuestras soledades, en especial, de aquella radical soledad del alma que se enfrenta a la vida en el mundo y en su devenir histórico y, sobre todo, cuando afronta el trance decisivo de la muerte, sin querer saber nada de Dios: ¡sola! ¡dramáticamente sola!

4.    La compañía, que nos regala y asegura Jesús, va precedida, de algún modo, de la de su Madre, la Virgen María, que nos ha buscado para llevarnos al pie de la Cruz de su Hijo, como a Juan, y nos llama una y otra vez a perseverar con ella y con los Apóstoles en la oración en común, como ocurrió modélicamente en el Cenáculo el día de Pentecostés, esperando y recibiendo la infusión del Espíritu Santo que se derrama en nuestros corazones, inflamándonos en el fuego de su amor. María ofreció esa dulcísima compañía maternal a sus hijos de Madrid en todas las vicisitudes de sus vidas, trátese ya de las más personales y particulares, ya de las más públicas y más generales, en los tiempos de bonanza y cuando irrumpían en sus vidas las desgracias e infortunios. Ejerció su Maternidad, tanto más intensamente cuando los madrileños parecía que se alejaban de la fe cristiana de sus padres y abandonaban su casa y familia espiritual, la Iglesia. Madrid, por su parte, reconoció siempre esa fina, delicada y maternal cercanía espiritual de María, su Patrona, bajo la advocación de La Almudena, con muestras conmovedoras de filial devoción: una devoción y un amor nunca interrumpidos; amor y devoción que la Archidiócesis y el pueblo de Madrid han sentido y profesado siempre. Los madrileños han sabido reconocer la cercanía maternal de su Patrona en todas las épocas de la historia madrileña, tan entrelazada con la historia de España, nuestra Patria, sin excepción de ninguna, antes y después de aquel sábado 8 de septiembre de 1646, día de la Natividad de Nuestra Señora, cuando “el Corregidor de la Villa, nombrado por su Majestad, diez Caballeros de la Orden de Santiago y todos los Regidores de la Villa, después de acabada la Festividad, a las doce y media del día, juntos en el pórtico de la Iglesia [Parroquial de Santa María de La Almudena], constataron cómo por intercesión de la Virgen Santísima, Madre de Dios, la Villa está recibiendo mercedes continuadas desde su fundación de mano de tan gran Señora; así mismo convinieron en que se debía dejar constancia y particular reconocimiento por tantos beneficios. Por eso se acordó: Que esta Villa de Madrid hace el “Voto” de asistir a la Festividad de Nuestra Señora de la Almudena perpetuamente para siempre, esperando que este servicio le será muy agradable a la Virgen Santísima y su intercesión ayudará a su Majestad y servirá de bien público para toda la Villa”. También hoy, renovando esa venerable tradición del “Voto” de la Villa en el marco litúrgico de la solemnísima Eucaristía de su Fiesta, queremos reconocer y agradecer de nuevo, y con renovado fervor, su Maternidad espiritual sobre todos sus hijos de Madrid: los madrileños de siempre y los nuevos, los nacidos aquí y aquellos que han venido desde todos los rincones de España, de la América hermana y de todo el mundo, para formar esta comunidad humana tan generosamente abierta que es Madrid, Villa y Corte, Capital de España y ciudad europea de alma universal.

5.     Esa Maternidad de la Virgen de la Almudena la necesitamos con nueva urgencia. También Madrid sufre las consecuencias de la crisis de la economía. Crece el paro; aumentan las dificultades de muchas familias para hacer frente a los gastos de sus viviendas y para sacar adelante el sustento digno y la educación de sus hijos. La soledad en que se encuentran, especialmente las familias de los emigrantes, resulta, con demasiada frecuencia, agobiante. También en Madrid se vive el drama espiritual y humanamente sangrante de las madres que quieren conservar las vidas de sus hijos no nacidos y luchan por ellos en soledad; abandonadas y acosadas por muchos. Sus hijos, los más inocentes e indefensos, son siempre las víctimas seguras ¡los perdedores!

6.    ¿Cómo no acudir a la Virgen hoy con nuestras plegarias para que suscite en el corazón de todos sus hijos de Madrid un sincero y decidido propósito de conversión a lo que pide y manda el mandamiento cristiano del amor en estas tan duras circunstancias para muchos de sus hermanos, cercanos o lejanos? ¡Que una vibrante respuesta de amor fraterno, realista y comprometido, surja en nuestras comunidades parroquiales, en las asociaciones y movimientos apostólicos, entre los hijos de la Iglesia y en los que no se consideran tales, a fin de llevar ayuda eficaz y desinteresada, alivio y compañía, a tantos de nuestros hermanos madrileños que la necesitan sin demora alguna! Nuestras “Cáritas Diocesanas” tienen ante sí una exigente y sacrificada tarea que, con la compañía cercana de la Virgen María de La Almudena, Nuestra Madre, podrá ser afrontada con muchos frutos materiales y espirituales. Ella, “la Hija de Sión”, habita aquí entre nosotros, en la Iglesia y, a través de la Iglesia, en su Pueblo de Madrid, como su Madre; y, con María, habita su Hijo Jesucristo, nuestro Señor y Redentor. Su “habitar” es de un realismo espiritual que sobrepasa cualitativamente lo que el Profeta Zacarías predecía para Jerusalén cuando apareciese el Mesías, el Ungido por Dios, con el objetivo de liberar definitivamente a Israel de todos sus exilios. Sí con María y, mediante su Maternidad divina, Dios está con nosotros los hombres si no rechazamos su presencia: ¡con los hombres de toda raza y nación! Su cercanía será inaudita: “enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado”.

7.    Es hora de convencernos en esta hora crítica de nuestra historia que “el primer mundo”, el mundo de la instalación en el pecado y en la muerte, “ha pasado” porque Jesucristo lo ha hecho “todo nuevo”. No cabe duda alguna: su amor está ya eficazmente presente y operante en la comunión de su Iglesia, diariamente al alcance nuestro en la Mesa del Sacrificio Eucarístico, donde Él nos lo ofrece totalmente en la oblación y en la entrega actualizadas de su Cuerpo y de su Sangre santísima. El triunfo de ese amor en el alma de cada persona y en el corazón de la sociedad depende del sí de nuestra libertad: de que se lo acoja sin reservas, más aún, de que se esté dispuesto a suplicarlo humildemente. Si en la época trágica de un Israel, que olvida la Alianza con Dios, se resquebrajaba y se rompía como Pueblo, social, política y jurídicamente –e, incluso, religiosamente–, los profetas le recordaban con palabras acuciantes que todos sus males temporales ¡sus crisis históricas! escondían una crisis moral, de espíritu, una crisis hondamente religiosa ¡de fe en Dios!, cuánto más habremos de admitirlo ahora cuando la Ley del Amor de Dios y del prójimo ha llegado a nuestros corazones con y por la gracia del Espíritu Santo y no vacilamos en desecharla. Nuestras crisis en el orden de las realidades humanas –económicas, culturales y sociales–, tan graves hoy y en otros momentos de nuestra historia contemporánea, son expresión de hondas crisis de conciencia moral y de vida y aliento espirituales, mucho más graves que las del viejo Pueblo de la Antigua Alianza. ¡Olvidar las raíces cristianas de nuestra historia no nos sale gratis!

8.    En la oración-colecta, con la que hemos iniciado la Liturgia de la Palabra en nuestra Eucaristía, le pedíamos al Señor Dios Nuestro: entregarnos fielmente a su servicio y proclamar la gloria de su nombre con testimonio de palabra y de vida. Se lo suplicábamos por la intercesión de la Madre de su Hijo, invocada por los madrileños como Virgen de La Almudena. Si abrimos las puertas de nuestro corazón, de par en par, a esa gracia, si lo hacemos con toda el alma y con todas nuestras fuerzas, habremos iniciado un buen camino ¡el mejor! para hacer realidad fecunda el amor verdadero que sana de raíz todas las crisis, que ayuda eficazmente a los pobres y necesitados y los redime de todas sus miserias.

¡Que esa petición inspire hoy y siempre todas nuestras plegarias!

Amén.