Catedral de La Almudena, 7.XII.2008, 21’00 horas
(Gén 3,9-15.20; Sal 97; Ef 1,3-6.11-12; Lc 1,26-38)
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
1. En la nueva espera del Señor que viene, al disponernos a salir animosos a su encuentro en este Adviento del Año Litúrgico 2008, se nos ofrece María Inmaculada en esta solemne y gozosa vigilia de su Fiesta como la Estrella radiante de nuestra esperanza. Porque ¿quién puede salvarnos y redimirnos de nuestros pecados y de todas nuestras miserias físicas y espirituales que no sea Jesucristo, su Hijo, a quien de nuevo esperamos? ¿Puede haber alguien distinto de Dios u otros caminos que no sean los suyos, que sean capaces de llevar al hombre a la liberación verdadera de sus males, del Mal, sin más? Hace poco más de dos mil años, ese Dios Creador nuestro, por quien fue hecho todo cuanto hay en el cielo y en la tierra, abrió al hombre finito, condenado a la muerte, pecador, tentado unas veces de oscura y deprimente desesperación y, otras, de prepotencia soberbia y violenta y, siempre, de un egoísmo orgulloso y autosuficiente, el camino de su definitiva y salvadora redención, tomando carne en el seno de una sencilla y humilde doncella de Nazareth, María, desposada con José, un modesto carpintero de la estirpe y casa del Rey David, siempre Inmaculada desde el momento de su concepción y Virgen siempre. A Ella, María, la Virgen Inmaculada, en este tiempo difícil y duro de finales del año 2008, volvemos a dirigir nuestra mirada y nuestra plegaria, reconociéndola e invocándola ¡fervientemente! como “Mater Spei et Mater Gratiae”, Madre de la Esperanza y Madre de la Gracia de la misma forma como la ha sentido y cantado a lo largo de los siglos la Iglesia.
2. Nuestra historia, la historia del hombre, ha estado –y está– marcada desde los primeros padres de la humanidad por una dramática decisión de incalculables e irreversibles consecuencias en perjuicio de ellos mismos y de todo el género humano: por la decisión tomada en el principio de desobedecer a Dios que les había creado “del polvo del suelo”, es decir, “de la nada”. El Libro del Génesis cuenta lo sucedido en una maravillosa y sugestiva narración literaria: “Tomó, pues, Dios al hombre y le dejó en el jardín del Edén para que lo labrase y lo cuidase. Y Dios impuso al hombre este mandamiento: ‘De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás porque el día que comieras de él, morirás sin remedio’” (Gén 2,15-17). Ellos, Eva y luego Adán, no resistieron a la tentación sibilina y astuta de la serpiente que les convenció de que comiendo del árbol prohibido no sólo no morirían, sino que en el día en que comieren de él se les abrirían los ojos y serían como dioses, conocedores del bien y del mal” (Cfr. Gén 3,1-6). Y nuestros primeros padres se lo creyeron… En el fondo les halagaba poderosa e irresistiblemente el poder ser como “Dioses” ¡ser Dios! para poder disponer a su arbitrio del bien y del mal y determinar sin sujeción a nadie lo que es bueno y lo que es malo para la vida del hombre y el futuro de la creación. ¡Ser sus únicos dueños se convierte en una irresistible ilusión ¡una ilusión fatal! Pronto ¡inmediatamente! se darán cuenta de que estaban desnudos. Avergonzados, trataron de cubrir sus cuerpos con las hojas de una higuera e intentaron esconderse de Dios. ¡Todo en vano! Habiendo abusado del don de la libertad con el que les había regalado su Creador y rehuyendo ofrecerle la respuesta de amor agradecido y gratuito que le debían y del que brota la verdadera vida, se precipitaron ellos mismos en el abismo del dolor y de la muerte en el que se vieron sumidos por la inevitable sentencia de Dios: “Con el sudor de tu rostro comeréis el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás” (Gén 3,19). Vemos, pues, como el hombre da comienzo a su historia ¡pecando! y ese pecado de origen le condicionará –y nos condicionará– para siempre. La fascinación que se desprende de la persistente insinuación del Diablo no iba a dejar de tener vigencia nunca porque no hay nada más embriagador para el hombre que el que le digan que puede ser como Dios ¡que no hay más Dios que él mismo! Esta es la forma primordial y originaria de pecado y la que constituye el modelo inspirador y la raíz última de todas las actuaciones y expresiones pecaminosas que se conocen en la vida de los hombres de todos los tiempos. También hoy, en el nuestro.
3. ¿Cómo se explica sino la teoría y la práctica contemporáneas en el tratamiento del derecho a la vida del ser humano desde que es concebido en el vientre de su madre hasta la hora de su muerte natural? ¿No opera acaso en su escandaloso quebrantamiento la osada pretensión del hombre actual de ser quien decida en ultimidad sobre la vida y la muerte de sus semejantes? ¿No es esta una expresión inequívoca de pretender ser como un “Dios”, naturalmente un “Dios despótico”, un “No–Dios”, lo contrario del Dios verdadero, para el otro hombre? Tampoco se encuentra otra explicación lógica –¡de lógica intelectual y de lógica existencial!– para el fenómeno de la crisis financiera y económica, cuyas consecuencias angustiosas del paro y de la pobreza son cada vez más visibles que no sea esa “autodivinización” de sí mismo, propugnada y realizada por el hombre en nuestra sociedad. Un hombre, esclavo del engañoso espejismo de que los procedimientos técnicos, económicos, sociológicos y políticos lo pueden todo, pasa incluso de los principios más elementales de la ley moral y de la ética. Y, por supuesto, poseído de la arrogante convicción de que el hombre solo, individual o colectivamente visto, es el dueño y garante último del bien y del mal, se atreve, sin mayores escrúpulos, a concebir, proyectar y establecer la forma válida de responder a las exigencias más hondas del bien de la persona humana, del matrimonio y de la familia sobre la única y decisiva base de un poder humano ejercido al margen de la naturaleza y de Dios. ¿Y la paz, la paz interna y externa de las personas y los pueblos, es posible cuando el hombre se envanece hasta el límite de querer definir con su poder definitivamente y sin apelación ulterior alguna –ni siquiera de carácter trascendente–, lo que constituye y lo que es su bien? Las experiencias, que a este respecto nos trae la memoria viva la historia contemporánea, son terriblemente aleccionadoras.
4. La tentación de adquirir “el poder” a través de una falsa concepción del poder divino ha sido y es muy poderosa; la historia del pecado desde su origen, cautivadora –pensemos por un instante en las vicisitudes de nuestra propia vida–; y, sin embargo, no es irresistible. Más aún, su superación victoriosa e, incluso, fructuosamente gloriosa y gozosa se inicia también desde el principio, desde aquel preciso momento en el que “el Señor Dios dijo a la serpiente: ¡Por haber hecho eso –engañar y seducir a Eva–, serás maldita entre todo el ganado y todas las fieras del campo; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo toda tu vida!; establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza cuando tú la hieras en el talón” (Gén 3,14-15). Dios, misericordiosamente, irá revelando y desvelando su infinita ternura para con los hombres siguiendo otra línea histórica, la de ese Plan de salvación centrado en la estirpe nacida de esa mujer misteriosa que herirá al Maligno en su cabeza cuando éste intente herirla a Ella en el talón de sus pies. Desde la época de los primeros Padres de la Iglesia, la fe, iluminando la razón humana, ha visto en María Inmaculada a esa nueva Eva de la que nacerá Aquél que derrotando sin paliativos al enemigo primordial del hombre se constituirá en la Cruz como el fundador de la estirpe de los hombres nuevos, llamados a conocer, a acoger y a gozar el don de la libertad gozosa de los hijos de Dios en una vida eternamente bienaventurada y feliz. María, la Virgen Doncella de Israel, su Madre, por la elección de Dios Padre, los méritos previstos del Hijo y la venida inefablemente singular del Espíritu Santo sobre Ella, será concebida, por ello, fuera del círculo de esa primera rebelión contra Dios en la que consistió el pecado original, inaugurando la vía de la apertura humilde y de total entrega a la voluntad amorosa del Padre: “aquí esta la esclava del Señor ¡hágase en mi según tu palabra”, contestaría Ella al Ángel que le anuncia su maternidad divina.
5. Ese Amor, desbordante de Divina Misericordia, se nos mostrará y se nos dará precisamente a través del Misterio de la Encarnación y de la Pascua de su Hijo, el Hijo Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad, Jesucristo Nuestro Señor. En su Inmaculada Concepción, proclamada solemnemente el día de su definición dogmática hace poco más de un siglo, el 8 de diciembre de 1854, la fe de la Iglesia ha visto prometida y anticipada la realización de esa bendición de Dios sobre nosotros de la que tan bellamente hablaba San Pablo a sus cristianos de la comunidad de Éfeso: la bendición de Dios “Padre de nuestro Señor Jesucristo que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales”, (Ef 1,3). Con la Inmaculada Concepción de María, libre de pecado original, comienza, por tanto, a hacerse realidad plena la elección del hombre “en la persona de Cristo antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante Él por el amor”, ya que desde antes de la creación del mundo y del hombre, y previendo su pecado, el amor infinitamente misericordioso del Padre dispone que en María Inmaculada se inaugure maternalmente el definitivo capítulo de la historia de nuestra salvación al destinarla a ser Madre del Hijo de Dios, Jesucristo, Nuestro Señor. Con toda razón pudo proclamar San Pablo: “Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente se nos ha concedido en su querido hijo, redunde en alabanza suya” (Ef 1,4-6).
En el Misterio de María Inmaculada se despliegan pues, ante la mirada interior del hombre, subyugado y sometido por el pecado, las perspectivas del cumplimiento irreversible de las promesas de salvación que los patriarcas y los profetas habían anunciado al pueblo elegido por el Señor. ¿Cómo no vamos a llamarla Estrella de la Esperanza? ¿Y cómo no invocarla, hoy, en su Fiesta del año 2008, como la Madre de nuestra esperanza? Ella es la que con la eficacia de su amor maternal ayuda incansablemente a sus hijos, a los hijos de la Iglesia, a recobrar en sus vidas la virtud sobrenatural si la habían perdido o a revigorizarla si se les había debilitado peligrosamente. Ella es la que anima y y facilita el apresurar de nuevo nuestros pasos para salir al encuentro con Cristo, su Hijo, el Hijo Unigénito del Padre, por el que fuimos hechos hijos de Dios por adopción; con el Cristo que viene para un mundo y para un hombre que hambrean y necesitan hoy con no menos apremio que en las horas de más graves encrucijadas de la historia –antes y, sobre todo, después de su primera venida– re-encontrar la esperanza, re-encontrarse a si mismo en la esperanza y con la esperanza.
6. Pidámosle hoy a Ella, Inmaculada, en esta Vigilia Eucarística de su Fiesta, desde el humilde y renovado reconocimiento de nuestra debilidad y fragilidad espiritual, que nos abra el alma a la gracia de una conversión a Dios más honda y más efectiva: a Dios que nos ha creado y nos ha redimido en la Cruz en virtud del sacrificio sacerdotal de su Hijo, el Verbo eterno del Padre, por obra y gracia del Espíritu Santo. ¡Sin conversión penitente a Dios no se dará la conversión para emprender y mantener una vida de bien y de servicio al hombre! El drama de nuestro tiempo cifrado por el Siervo de Dios, el Papa Pío XII, en la pérdida de la conciencia del pecado –al atravesar “el ecuador histórico” del pasado siglo, terminada la II Guerra Mundial–, corre el peligro de agravarse hoy, no sin unos ciertos visos de tragedia, por la aparición social y cultural de formas de negación de Dios manifestadas y activadas con una radicalidad intelectual y una militancia insospechadas hasta hace poco tiempo y sin muchos precedentes históricos. El rechazo habitual de la posibilidad de calificar y valorar éticamente la conducta humana según la Ley de Dios ha llegado ya al punto de la negación tajante de la validez objetiva de cualquier norma moral que pretenda vincular al hombre no sólo pública sino también privadamente. ¡Si se niega a Dios, se niega irremisiblemente el reconocimiento de la verdad de su gracia y, a continuación, se hace lo mismo con la verdad objetiva de la ley moral. Al final se termina por impugnar la misma existencia del pecado.
7. Queridos hermanos: Dios nos sale una vez más al encuentro. Su Hijo nos va a nacer en la inminente Navidad para estar y quedarse para siempre con nosotros, para ser definitivamente “el Dios con nosotros”. A María, la Virgen Inmaculada, su Madre y Madre nuestra, Estrella de la esperanza, le pedimos nos aliente y nos anime a ser testigos auténticos e incansables de la esperanza que no defrauda, con entrega y ardor nuevos. ¡Qué nuestro testimonio prenda en el corazón de nuestros hermanos, los lejanos y los cercanos, los pobres, los parados, los enfermos y los más necesitados! ¡Qué nuestras palabras y obras de amor cristiano sean reflejo auténtico del amor que Dios nos tiene y que nos manifiesta conmovedoramente al tomar nuestra carne y habitar entre nosotros! ¡Qué se enciendan en sus vidas la luz y el calor que nos trae María, la Estrella de la Esperanza!
Nuestro Santo Padre Benedicto XVI nos recordaba en su Carta-Encíclica “Spe Salvi” que para llegar a Jesucristo, “la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia”, “necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de esperanza, Ella que con sus <sí> abrió la puerta del mundo a Dios mismo?” (Sp S, 49). Tratemos nosotros de acogernos a su “Sí” maternal con humilde y valiente resolución. Hagamos vida propia ese “sí” suyo en nuestro trabajoso “sí” diario de cumplimiento incondicional de la voluntad de Dios, sin retroceder en el camino de la santidad. Entonces sí podremos prestar ese servicio de ser “luces cercanas” para que brille y arda en el corazón del hombre y en el mundo de nuestros días la luz y la llama de la verdadera esperanza: ¡el amor y la vida del Dios que nos salva! “Quien no conoce a Dios –nos enseña Benedicto XVI–, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida” (Sp S 27) ¡Démosle a ese hombre nuestro hermano del Madrid y de la España de este final de año, de horizontes tan brumosos e inciertos, a Cristo, a Dios, con el apoyo inapreciable de María, la Virgen Inmaculada! Sólo así podremos devolverles la esperanza.
Amén.