Salir al encuentro de Cristo

En un nuevo Adviento de Gracia para la humanidad

Mis queridos hermanos y amigos:

Hoy comienza la Iglesia un nuevo Adviento de la gracia redentora de Jesucristo, su Cabeza y Pastor. Un comienzo nuevo de la experiencia de vivir con Cristo, en Cristo y por Cristo; pero con la mirada y el corazón fijos en el bien verdadero, profundo y duradero –con proyección hacia la eternidad– de los hombres de nuestro tiempo. Tiempo en los que la búsqueda de ese bien imperecedero que significa, al fin y a la postre, aquél bien cuya posesión le hará feliz sin engaños seductores ni ilusiones falsas y mentirosas, se ha vuelto de nuevo dramática: se ha revestida de una dolorosa y acuciante actualidad. Con los efectos de las recientes y graves crisis a las espaldas del hombre contemporáneo –la crisis económica y las crisis más sutilmente destructoras del corazón humano, como son los que afectan a las realidades humanas más fundamentales: la familia, la cultura y la conciencia moral y espiritual de la sociedad– el aspirar a ser feliz de verdad, en lo más auténtico de nuestro ser de hombre, en el tiempo y más allá del tiempo ¡eternamente! se le antoja como un empeño imposible o, en la más optimista de las hipótesis, se le aparece como una meta cada vez más lejana e indefinida, difícil de alcanzar en el tiempo y más difícil todavía de precisar y de fijar en sus verdaderos contenidos. ¿No nos quedará pues otra alternativa que la de la abulia cínica o la de la frustración desesperada? ¿Habrá que afirmar de nuevo que no queda sitio para la esperanza?

La respuesta de la fe cristiana que la Iglesia ofrece al comenzar un nuevo Adviento a ese hombre, tocado de nuevo de desesperanza, de derrotismo y de tristeza vital, es clara y alentadora: ¡Deja que Dios Todopoderoso avive en tu alma el deseo de salir al encuentro de Cristo que viene! ¡Hazlo, acompañado por las buenas obras! La respuesta se dirige directamente, en primer lugar, a sus hijos e hijas que se disponen a celebrar la Liturgia de Adviento, un año más, para que se renueve en ellos la gracia de la nueva vida, recibida en el Bautismo, y para que no retrocedan en el camino de la santidad o, lo que es lo mismo, en la vía de la perfección de la caridad; pero, a través de ellos e, incluso, directamente, quiere llegar también a todos y a cada uno de los hombres y los pueblos que forman hoy la gran familia humana, aquí en Madrid y en nuestra patria, España, y en cualquier parte del mundo. Hay un presupuesto espiritual previo con el que es preciso contar si queremos de verdad que esta invitación y propuesta cristiana toque nuestro interior y mueva el corazón de nuestros hermanos: el hacer propia la actitud de la humildad, la que se basa en el reconocimiento de nuestra impotencia para llegar a esa meta de la verdadera felicidad y de la vida verdaderamente feliz.

Ya Isaías, el gran profeta de la esperanza mesiánica de Israel, del Pueblo elegido, se lo recodaba con palabras vehementes a los israelitas cuando vencidos, derrotados y deportados a tierra extranjera corrían el peligro inminente de perder la esperanza: “Todos éramos impuros, nuestra justicia era un paño manchado; todos nos marchitábamos como follaje, nuestras culpas nos arrebataban como el viento. Nadie invocaba tu nombre ni se esforzaba por aferrarse a ti”, reconocía el Profeta. ¿Y cómo se salía de ese abismo de muerte y de iniquidad? Pidiéndole al Señor: “no te excedas en la ira, Señor, no recuerdes siempre nuestra culpa: mira que somos tu pueblo” (Is 64, 5-8). El Salmista expresa la misma petición con nueva y hermosa emoción: “Señor Dios nuestro, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve” (Sal 79,2ac). ¡Y el rostro del Señor brilló de nuevo deslumbrante y, de algún modo, para la soberbia del hombre, desconcertante, cuando el Hijo, el Hijo Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad, ¡el Verbo de Dios! se encarnó en el seno de la Virgen María, nació en Belén y habitó entre nosotros!

Las profecías se han cumplido ya. Vivimos en el tiempo definitivo e irreversible de la gracia y de la paz que viene de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo, nuestro Salvador, en cuyo nombre saludaba San Pablo a los fieles de la comunidad cristiana de Corinto (1Cor 1,3). ¿Quién puede decir ante la inminente venida del Señor que no es posible la esperanza? Sí, la esperanza no sólo es posible para el hombre individual aquí, ahora y siempre, para el hombre dispuesto a deponer el corazón soberbio y a oponerse a la negación de su verdadero ser de creatura e hijo de Dios, sino también para toda la familia humana a la que se le han aclarado inequívocamente las fuentes de la verdad y de la vida que la puede salvar del mal y de la muerte y que no se agotarán jamás.

Un nuevo Adviento significa para los cristianos la oportunidad de renovar una esperanza que ya conocen por la fe, retornada a la auténtica amistad con Jesucristo si la habían perdido por sus nuevos pecados y, en todo caso y para todos, como una nueva y más interna invitación para ir al encuentro de Cristo con una mayor entrega y amistad: para estar y hablar más íntimamente de cosas de amor con el Amigo divino.

Este Adviento nos apremia especialmente a practicar “las buenas obras” de la caridad cristiana con la familia y con las familias, las nuestras, las más próximas y las más lejanas. Son ya muchas las afectadas por la ruptura del matrimonio, por el paro, por la distancia impuesta por la emigración. Son muchas a las que la cultura dominante y sus ofertas de diversión y tiempo libre les dificulta extraordinariamente la educación de sus hijos. ¡Necesitan de un nuevo acercamiento a la gracia del Cristo que viene de nuevo a nuestras vidas y a nuestros hogares, por mediación de la Iglesia! Y nos apremian las necesidades materiales y espirituales de los antiguos y de los nuevos pobres que aumentan espectacularmente. No les puede faltar la ayuda eficaz del amor fraterno, especialmente en el tiempo de la nueva espera y esperanza del Jesús-Niño que nos va a nacer. Un nuevo Adviento para la cristianos que puede y debe ser, por nuestro testimonio del amor de Cristo con obras y palabras, un tiempo de nueva esperanza para todos nuestros hermanos, creyentes y no creyentes, y para toda la sociedad.

La esperanza es “vigilante”. Consciente de que el Señor vendrá a la vida de cada uno y a la de la humanidad cuando y como está previsto por los designios de su amor misericordioso desde toda la eternidad, esta esperanza nos mueve a no debilitar y menos a interrumpir nuestro proceso de conversión; máxime sabiendo que el último enemigo a vencer –como recordaba San Pablo– es la muerte. Pidámosle, pues, a la Virgen María, la que concibió en su seno la Encarnación del Hijo de Dios por obra y gracia del Espíritu Santo, con su sí humilde y esclavo del amor de Dios, creyendo y esperando, como la Madre llamada a serlo también de todos los discípulos de su Hijo, Jesucristo: que nos proteja y ayude con su intercesión amorosa de Madre de Dios y Madre nuestra en el recorrer el camino de este Adviento con espíritu contrito y humillado y con el corazón abierto a la gran esperanza de que el amor de Jesucristo reine cada vez más entre nosotros.

Confiando en el cuidado maternal de Madre la Virgen María, invocada en Madrid como Virgen de La Almudena, os deseo un tiempo santo de Adviento y os bendigo con todo afecto en el Señor que viene.