Mis queridos hermanos y amigos:
¡Feliz Navidad! es la fórmula gozosa con la que nos saludamos en estos días de las fiestas navideñas, dentro y fuera de la Iglesia, los cristianos y aún también los que no lo son, pero que conocen y aprecian el valor de la cultura inspirada y modelada por la fe cristiana cuando se aproxima el fin del año. Y ¡es verdad! no se puede corresponder mejor a lo que significa el acontecimiento que se celebra actualizándolo –o que se actualiza celebrándolo–, a saber, el Nacimiento de Jesús, del Hijo de Dios vivo, en Belén de Judá, hace poco más de dos mil años, del seno de su Madre la Virgen María, doncella de Nazareth, desposada con José de la casa y estirpe de David, a quien había sido revelado el misterio de la concepción virginal de su esposa por obra del Espíritu Santo y a quien se le había confiado por parte de Dios el cuidado paternal de la Madre y del Niño.
La humanidad venía esperando desde los más remotos y oscuros orígenes de su historia “a algo” o, mejor dicho, “a alguien” que pudiera librarla del peso insoportable del mal que la atenazaba sin remedio y de la muerte. El propio Pueblo de Israel, que se reconocería a sí mismo –sin que se autoengañase por ello– como el elegido y destinado para acoger, testimoniar y trasmitir la revelación de las intenciones misericordiosas de Dios para el hombre, proclamando la esperanza de la venida de un Ungido por el espíritu de Dios, de un Mesías, no acababa de acertar ni con la fecha de esa venida y, menos todavía, con el estilo de vida y el comportamiento religioso y moral que pudiera acelerarla. Peor aún: Israel, en la forma de conducirse como un Pueblo unido espiritual, cultural y políticamente, daba pie para que el devenir de su historia se asemejase más a un camino de luchas y conflictos, de derrotas y catástrofes colectivas, producto de su quebrantamiento de la Alianza con Dios, que a un itinerario de una vida piadosa y justa, próspera y pacífica, abierta a la palabra y a la acción de Dios sobre su destino. Sólo un pequeño resto, el de los pobres de espíritu y de los sencillos de corazón, conscientes de los pecados de su pueblo, penitentes y confiando no en el poder humano sino en el de la infinita misericordia de Dios, intuían en el ejercicio de una auténtica y ardiente esperanza los verdaderos rasgos del Salvador prometido que no podían ser otros que los de la santidad y de la obediencia incondicional a la voluntad de Dios.
Entre esos “pobres de Yahvé” se encontraba aquella muchacha de Nazareth, llamada María, a quien sería comunicada por el Ángel Gabriel la elección de parte de Dios para ser su Madre, la Madre de su Hijo, el Hijo del Altísimo, a quien debería de poner por nombre Jesús. Ella se turbó ante las palabras del Ángel que se lo anunciaba, pero no dudó, ni vaciló. Su respuesta clara y conmovedora fue la siguiente.” Aquí está la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra” (Lc. 1,38). San Bernardo en una de sus bellísimas homilías, dedicadas a la Virgen, le dirige con apremiante emoción una súplica que recoge y expresa el latente deseo y la silenciosa petición del hombre de todos los tiempos y, más concretamente, del Pueblo elegido para que aceptase lo que Gabriel la anunciaba: “Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Criador. Mira que el deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta. Si te demoras en abrirle, pasará adelante, y después volverás con dolor a buscar al amado de tu alma. Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el consentimiento”. Y la Virgen creyó, corrió y consintió con una absoluta entrega de su alma, de su corazón y de todo su ser a lo que le pedía el Señor ¡Concibió y dio a luz al Hijo de Dios para que fuese el verdadero Salvador del hombre!: a Jesús, fruto bendito de su vientre. En aquel momento de la Encarnación del Verbo eterno, de la Palabra de Dios, en su seno y luego, meses más tarde, cuando en Belén de Judá, ciudad de David, a la que había acudido con José, su Esposo, para empadronarse, obedeciendo a las órdenes del Emperador Augusto, nace el Niño en un pesebre al no encontrar sitio en la posada, da comienzo el capítulo de la historia de la humanidad marcado definitivamente por el don de la verdadera felicidad. Aquél día se inicia el triunfo definitivo sobre el pecado y sobre la muerte en la vida de los hombres y de los pueblos. Desde ese día es posible y realizable la verdadera esperanza, la que no defrauda, porque en Belén de Judá se ha comenzado a cumplir de forma irreversible la promesa de la infinita misericordia de Dios, del Misterio de la Divina Misericordia, “mantenido en secreto durante siglos eternos y manifestado ahora en la Sagrada Escritura, dado a conocer por decreto del Dios eterno para atraer a todas las naciones a la obediencia de la fe”, como enseñaba San Pablo a los fieles de la comunidad cristiana de Roma (Rom 16,26/27).
¿Cómo pues no vamos a desearnos una celebración de la Navidad feliz, con toda verdad, con la verdad que se asienta en el conocimiento inequívoco del corazón del hombre? Feliz será nuestra Navidad del año 2008 si la llenamos de fe, de esperanza y de caridad con la adoración del Niño Jesús, iniciando una nueva etapa de conversión de nuestras vidas a la ley de Dios, ley de amor nuevo a Él y al prójimo, acudiendo al sacramento de la penitencia. Conversión que se traduzca en gestos y en actos de oración, de concordia y amor dentro de la familia y en obras de auténtica caridad para con todos los que más próxima o lejanamente necesitan de nuestra ayuda ¡Son tantos en estos días navideños de un año tan crudamente señalado por las crisis: crisis económica, crisis familiar y moral, crisis espiritual!
Pero será feliz nuestra Navidad, sobre todo, si enfocamos su celebración –litúrgica, religiosa, familiar y social– pensando ya en esa celebración festiva del Domingo de la Sagrada Familia el próximo 28 de diciembre con la Eucaristía de las familias de España en la Plaza de Colón, a fin de vivir en la comunión de la Iglesia, iluminados y alentados por la palabra del Santo Padre desde Roma, el gran don de la familia cristiana como “Gracia de Dios”. Una Gracia decisiva para poder acoger como Dios quiere y los hombres necesitan perentoriamente a Jesucristo, el Salvador que nos ha nacido y nace nuevamente para nosotros, ¡como “el Camino, la Verdad y la Vida”! Si el Salvador, si Jesús, necesitó de una familia ¡de la Sagrada Familia de Nazareth¡ para emprender y llevar a buen término su obra de salvación del mundo, ¿cómo no va a ser necesaria la familia, fiel el Plan de Dios según el modelo y en íntima dependencia de la Familia de Jesús, María y José, para que el hombre pueda recibir, acoger y llevar a la vida la gracia del Salvador? ¿el Evangelio de la vida nueva y feliz? La respuesta no admite duda alguna. ¡Ofrezcámosela al Señor con piedad sincera, con el gozo de nuestra fe y con el testimonio del amor cristiano a Dios, que nos ama con infinito amor, y a nuestros hermanos! Presentémosla a la sociedad y al mundo como el testimonio límpido de la verdadera esperanza.
¡Feliz Navidad! ¡Feliz celebración del Domingo de la Sagrada Familia! ¡Orad por sus frutos espirituales y temporales en la Iglesia y en nuestra Patria!
Con todo afecto y mi bendición,