Mis queridos hermanos y amigos:
Hace una semana celebrábamos la Fiesta de la Sagrada Familia en la Plaza de Colón con la Eucaristía solemnísima en la que participaron numerosísimas familias de Madrid y de todos los puntos de España. ¡Una Asamblea litúrgica totalmente excepcional! por el número de fieles que la integraban y por el carácter familiar que le imprimía el que fuesen precisamente familias enteras con padres e hijos e incluso los abuelos, los que la formaban, ofreciendo una imagen visible, llena de viva belleza, de lo que es la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Sacramento de la Salvación, en su vertebración humano-divina más fundamental: la de ser la Familia de los Hijos de Dios.
Habíamos invitado desde nuestra Iglesia Diocesana de Madrid a las demás Diócesis de España, un año más, a celebrar públicamente la Fiesta de la Sagrada Familia ante la urgencia de anunciar a nuestra sociedad y a nuestro tiempo el Evangelio de la Familia. La familia aparece cada vez con mayor evidencia histórica como el punto crucial donde se decide la fecundidad espiritual y pastoral de la Iglesia en las próximas décadas y donde se dilucida el futuro nada lejano, más aún, ¡el inmediato! de la sociedad y de la humanidad. Basta con fijarse en los datos demográficos de España y de Europa en general para tener que admitir la gravedad de la situación.
Nuestra celebración, plena de piedad y de vivencia espiritual, resaltó con la belleza incomparable de la Liturgia eucarística de la Palabra y del Sacramento como la Sagrada Familia de Nazareth, de la que quiso formar parte el Hijo de Dios encarnándose en el seno de su Madre la Virgen María para salvar el mundo, puso de manifiesto que no hay otro camino para que el hombre pueda nacer, crecer y desarrollarse en sabiduría y en gracia ante Dios y ante los hombres que el de la familia instituida por el Creador desde el principio sobre la base de la unión indisoluble del varón y de la mujer en el amor esponsal y abierto a la vida. Camino, por tanto, imprescindible para que el hombre pueda recorrer el itinerario de la existencia en este mundo por la vía de la victoria sobre el pecado y sobre la muerte temporal y eterna con la esperanza de obtenerla definitiva y gloriosamente en la eternidad. Es más , esa “familia natural”, es decir, enraizada en la naturaleza del hombre -varón y mujer- puede ser vivida como una expresión de esa forma última de amor que nos mostró Jesucristo asumiendo el ser hombre en todo menos en el pecado y dando la vida por nosotros. La experiencia del amor cristiano, realizada en el propio matrimonio y en el seno de la propia familia, era, en definitiva, la que se reflejaba en la intensa y profunda emoción con la que las familias presentes en la Plaza de Colón participaban en la Acción de Gracias y en la Plegaria Eucarística ¡experiencia de la donación esponsal, generosa hasta dar abundantemente la vida física y espiritual a los hijos experiencia sacrificada que madura en el dolor y en el perdón y fructifica en el gozo y la alegría matrimonial y familiar que supera toda las formas y modos de las ruidosas, superficiales y decepcionantes alegrías que depara el mundo.
¿Cómo no unirse, pues, a la “Acción de Gracias” del Esposo de la Iglesia a Padre por la misericordia desbordante que fluye del don del amor por excelencia que es su Espíritu -el Espíritu Santo- y que se nos hacía presente para nosotros en el sacrificio y en el banquete eucarístico de su Iglesia? ¿Y, cómo no confiar todo el presente y el futuro de la familia y, con el presente y futuro de las propias familias, el presente y el futuro de la Iglesia y del mundo al amor maternal de María, la Virgen, y al cuidado paternal de San José, su castísimo esposo? Y, sobre todo, ¿cómo no abrir de par en par las puertas de la familia al amor humano-divino de aquel Niño, el Niño Jesús, que se quiso entregar por nosotros desde el primer instante de su concepción en el seno purísimo de su Madre hasta el último de su muerte en la Cruz, a cuyos pies se encontraba igualmente esa misma Madre, María?
En la celebración de la Plaza de Colón operaba también el propósito de dar testimonio de esa Gracia maravillosa de Dios que es la familia vista, comprendida y realizada plenamente en lo más esencial de los elementos que la constituyen. Es un deber del amor cristiano y señal viva de los creyentes y bautizados en Cristo el trasmitir la verdad proponiéndola, no imponiéndola. Es, hoy, aspecto esencial del amor cristiano, vivido y experimentado en la familia cristiana, el de estar dispuesta a ser transmisora de la verdad de la familia en nuestra y a nuestra sociedad, envuelta -no se puede ignorar- en una tupida red cultural, marcada por proyectos y realizaciones del hombre en la que el signo del no a la vida y del no a la entrega desinteresada no sólo de lo que uno tiene sino de la propia vida, cosecha cada vez mayores éxitos sociales de todo orden.
Nuestra celebración, que pusimos en las manos y en los corazones de Jesús, María y José, quiso ser todo eso: acción de gracias jubilosa por el don y la gracia de la familia cristiana; plegaria ferviente para que nuestras familias acojan con humilde apertura de sus almas y de sus hogares la vocación tan hermosa y gratificante que les es propia: la de ser el cauce privilegiado para que el hombre nazca y crezca con la conciencia de que ha sido creado y redimido para el amor -¡con mayúscula!-; y, finalmente, testimonio evangelizador de la verdad y de la belleza de la familia cristiana.
¡Quieran Jesús, María y José que los frutos de la celebración del Domingo de la Sagrada Familia en la madrileña Plaza de Colón, expresada y vivida como una gran Eucaristía de las familias de España, unidas al Santo Padre y a sus Pastores Diocesanos, y ofrecida públicamente a todos nuestros hermanos, cristianos y no cristianos, como la buena noticia de Cristo para la familia del siglo XXI, sean ricos y abundantes en orden al empeño evangelizador y santificador de la Iglesia hacia dentro de sí misma y para su vigor y dinamismo apostólico en bien de los hombres de nuestro tiempo!
A María, bajo nuestra advocación de la Virgen, La Real de La Almudena, le pedimos, además, que la celebración del pasado Domingo haya servido como un fuerte y gozoso impulso apostólico para comprometernos con más decisión y entrega en la puesta en práctica de nuestro Plan Diocesano de Pastoral centrado en “La Familia: vida y esperanza para la Humanidad”
Con todo afecto, el deseo de un Año Nuevo, lleno de Gracia y de Paz del Niño-Dios, para todos los madrileños y con mi bendición,