Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
El próximo domingo, día 18 de enero, celebraremos en nuestra Diócesis la Jornada Mundial de las Migraciones bajo el lema: Ante la crisis, vivir la solidaridad fraterna, en el contexto del Año Jubilar convocado por el Papa Benedicto XVI para celebrar el bimilenario de San Pablo. Él fue el Apóstol elegido por Dios desde el seno materno para anunciar el Evangelio a judíos y paganos, el testigo excepcional de la Novedad que instaura la Resurrección de Jesucristo para toda la Humanidad, el solícito promotor de la comunicación de bienes entre los hermanos y de las colectas a favor de los pobres.
Pablo, sin renegar de sus tradiciones y profundamente agradecido al judaísmo y a la Ley, sin vacilaciones ni retractaciones, se consagró con valentía y entusiasmo a la misión que el Señor le confió, según él mismo relata, el día mismo de su conversión: “Te voy a enviar a las más remotas naciones” (Hch 22,21). La Iglesia que se va formando por su predicación son comunidades abiertas, formadas por creyentes de distintas razas y culturas, pues todo bautizado es miembro vivo del único Cuerpo de Cristo: “No hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, sois descendencia de Abrahán, herederos según la promesa” (Gál 3,28-29). El ejemplo del Apóstol nos sirve de estímulo también a nosotros para hacernos solidarios con nuestros hermanos y hermanas inmigrantes, y para promover, con todos los medios posibles, la convivencia pacífica entre las diversas etnias, culturas y religiones.
Los inmigrantes no son una rémora
En el actual contexto social de crisis económica los trabajadores inmigrantes y sus familias son vistos a veces como una rémora; sin embargo, es innegable su contribución al crecimiento de nuestra economía y a nuestro bienestar, y su presencia ha sido y es enriquecedora en su humanidad: sus raíces familiares, culturales y religiosas, su juventud, su trabajo, su vida. En este momento, además, se quiere condicionar su vida en familia, se les invita al retorno y se aboga por una inmigración temporal, al mismo tiempo que se pretende captar una inmigración cualificada, al servicio de nuestros intereses y no al servicio de los países pobres que invirtieron en su formación. Esto es considerar a los trabajadores inmigrantes desde una racionalidad meramente económica, olvidando que ellos también son personas, con una vocación y un proyecto de vida que tienen el derecho y el deber de desarrollar. Es necesario cambiar la mirada.
El sentido del hombre, de la sociedad, de la cultura y de las instituciones, en la forma en que con frecuencia se concibe y plantea entre nosotros, queda profundamente interpelado. El inmigrante, como persona, de ningún modo puede ser reducido a instrumento a nuestro servicio. Instrumentalizadas, las migraciones pierden la dimensión de desarrollo humano, social, cultural y económico que poseían históricamente. Hemos de saber despojarnos de actitudes de repliegue egoísta, que en nuestra sociedad se han hecho hoy muy sutiles y penetrantes.
Las comunidades cristianas, constructoras de unidad
Nuestras comunidades cristianas deben profundizar en su compromiso y salir sin reserva alguna y con viva solicitud pastoral al encuentro de los inmigrantes, prestando especial atención a los que son víctimas de las esclavitudes modernas, como por ejemplo en la trata de seres humanos. No sólo hemos de acoger en la comunión fraterna de los bautizados a quienes comparten nuestra fe, sino también brindar hospitalidad a todo extranjero, sea cual sea su raza, cultura y religión. Con independencia de la situación administrativo-legal, hemos de rechazar la exclusión o discriminación de cualquier persona, con el consiguiente compromiso de promover sus derechos inalienables.
Tanto individualmente como en las parroquias, asociaciones o movimientos, los cristianos estamos llamados a participar en el debate de la inmigración, formulando propuestas que puedan realizarse también en el ámbito político. La simple denuncia del racismo o de la xenofobia no basta. Ni es suficiente un buen ordenamiento legal. Es responsabilidad de todos crear también las condiciones aptas para la integración de los trabajadores inmigrantes y sus familias, de modo que lleguen a ser miembros activos en la vida económica, social, cívica y espiritual en la sociedad y en la Iglesia. El reconocimiento del inmigrante es imprescindible que se haga efectivo en la vida diaria.
Acabamos de celebrar la Navidad. Con la mirada puesta en el misterio de la Encarnación, la Jornada Mundial nos estimula para que nuestras comunidades cristianas promuevan más plenamente la unidad integradora, y se hagan cada vez más capaces de abrazar a todos por encima de las diferencias de nuestros orígenes.
Gracias a Dios, en nuestra Diócesis contamos con el trabajo competente y lleno de humanidad de nuestra Delegación Episcopal de Migraciones; se ha hecho cercana a los trabajadores inmigrantes y a sus familias y se ha convertido en referente para muchas instituciones y para los propios inmigrantes. Son muchas, además, las personas y las comunidades que vienen trabajando con generosidad en la acogida de los trabajadores inmigrantes y sus familias. Pero ante el aumento de los problemas y las dificultades para tantos trabajadores inmigrantes y españoles en el actual contexto de crisis económica, os animo a redoblar los esfuerzos y a coordinarlos, para mejorar la acogida y posibilitar procesos de integración. Hemos de contemplar con más autenticidad y hondura a las personas, y acercarnos a ellas con la respetuosa actitud de quien no sólo tiene algo que decir y que dar, sino también mucho que escuchar y recibir. Empeñémonos en hacer de nuestra Iglesia la casa común y escuela de comunión, que irradie a la sociedad ese estilo nuevo de vivir y convivir digno del hombre.
No se trata, pues, de otra cosa que de vivir la catolicidad de la Iglesia: “Este carácter de universalidad, que distingue al pueblo de Dios, es un don del mismo Señor por el que la Iglesia católica tiende eficaz y constantemente a recapitular la Humanidad entera con todos sus bienes, bajo Cristo como Cabeza, en la unidad de su Espíritu. En virtud de esta catolicidad, cada una de las partes ofrece sus dones a las demás y a toda la Iglesia, de suerte que el todo y cada uno de sus elementos se enriquece con las aportaciones mutuas de todos y tienden a la plenitud en la unidad. De donde resulta que el pueblo de Dios no sólo congrega gentes de diversos pueblos, sino que está integrado por diversos elementos”.
La Caridad de Dios, nos dice el Apóstol, apremia en el corazón de cada discípulo y de toda la Iglesia (cfr 2 Cor 5,14). Es la caridad que ha de extenderse más allá de los confines de la comunidad eclesial, para llegar a cada ser humano, de modo que el amor por todos los hombres fomente auténtica solidaridad en toda la vida social. Cuando la Iglesia da testimonio del amor de Dios, está contribuyendo a dar nueva vida a los valores universales de la convivencia humana. Como nos lo recuerda San Pablo, “somos, en efecto, familia de Dios. Cristo es nuestra paz. Él ha hecho de los dos pueblos uno solo, derribando el muro de la enemistad que los separaba. Él ha anulado en su propia carne la ley con sus preceptos y normas. Él ha creado en sí mismo de los dos pueblos una nueva humanidad, restableciendo la paz” (Ef 2,14ss). Se nos exige un cambio de mirada, que implica comunión, encuentro, reconciliación.
En la comunidad cristiana, por tanto, el trabajador inmigrante debe ser contemplado no como un problema, sino como alguien con quien construir unidos el hombre nuevo, la sociedad nueva a la que Dios nos llama conjuntamente; no como un indigente, sino como un obrero que tiene derecho a un salario justo, y como hijo de un pueblo, portador de su cultura y su historia, que le constituyen en hombre concreto; no como un extraño, sino como un hermano, haciéndonos avanzar así hacia una antropología de la fraternidad que, enraizada en el ser social del hombre y afirmada por la teología de la Creación y de la Redención, es el verdadero fundamento de la igualdad y de la libertad de las personas y de los pueblos.
La responsabilidad de los trabajadores inmigrantes
A vosotros, queridos trabajadores inmigrantes, y a vuestras familias, como en ocasiones anteriores, os digo que sabemos de las dificultades a las que os enfrentáis. Habéis venido en busca de unos medios de vida y del reconocimiento de vuestra dignidad de personas, atraídos por nuestro bienestar y también porque necesitamos vuestro trabajo. También vosotros estáis llamados a asumir vuestra responsabilidad en la tarea, esforzándoos por ser vosotros mismos en estas nuevas condiciones de vida que os toca vivir y, a la vez, a adoptar un comportamiento justo, humano y solidario con los demás, ya sean españoles, compatriotas vuestros o personas pertenecientes a otros colectivos de inmigrantes.
Se os pide también una actitud positiva y abierta, que requiere conocimiento y empeño, ante los valores religiosos y culturales de nuestro pueblo y de los demás inmigrantes, y que desarrolléis el sentimiento de pertenencia a nuestra sociedad y la voluntad de participar en ella. No perdáis vuestras raíces, pero sed lúcidos y realistas: el tiempo que habéis proyectado trabajar en España puede prolongarse más de lo que imagináis; sería una grave pérdida prescindir de nuestros valores y desaprovechar la ocasión para un diálogo integrador de los mismos, con el pretexto de que vuestra estancia entre nosotros será corta. Una gran mayoría habéis optado por permanecer entre nosotros y por la nacionalidad española que muchos han conseguido ya.
Al contrario, el sentimiento de provisionalidad, en el contexto de un cambio profundo de la manera de pensar y de vivir, os puede llevar a preferir lo novedoso en menoscabo de lo auténtico y de una clara jerarquía de valores, y caer fácilmente en el relativismo. No os dejéis guiar únicamente por el deseo de ganar dinero; desarrollad más bien con constancia día a día un proyecto personal y familiar de vida, que os permita crecer con equilibrio en la dignidad de hijos de Dios y participar en la vida social y los católicos, por supuesto, en el marco de la vida de nuestra Iglesia, que es la vuestra. Sin duda alguna, tenéis derecho a participar del bienestar que con vuestro trabajo contribuís a crear, pero no debéis dejaros deslumbrar por la sociedad de consumo que nos lleva a la adquisición compulsiva de todo tipo de productos y a una sobrevaloración del bienestar material y de los medios más eficaces para conseguirlo en el máximo grado y con la mayor rapidez.
Inmigrantes y madrileños: por una convivencia profundamente humana
Queridos hermanos y hermanas, inmigrantes y madrileños, el amor de Dios, derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado (cfr Rom 5,5), ha sembrado en nosotros una esperanza que no defrauda. Alentados por ella, vemos con claridad la razón de nuestro compromiso por esa convivencia profundamente humana, pacífica, solidaria y enriquecedora, que todo corazón humano desea desde lo más hondo de su ser. El Espíritu Santo quiere hacer emerger la nueva sociedad cada vez más visiblemente, por encima de las diferencias de nuestros orígenes y de nuestra condición, con gestos de respeto, de solidaridad, de mutua ayuda, de amistad y fraternidad, realizados con sencillez y constancia en la vida diaria; quiere que se derriben las barreras de la desconfianza, los prejuicios y los miedos que, por desgracia, existen; quiere que desaparezca la discriminación o exclusión de cualquier persona.
El Espíritu de Dios que habita en nuestros corazones viene en ayuda de nuestra flaqueza (cfr. Rom 8, 9 ss), para que, en nuestras comunidades parroquiales, cristianos del lugar y de reciente inmigración, unidos, no desfallezcamos en la tarea de servir de mediadores entre quienes se ignoran o desconfían los unos de los otros, muy especialmente cuando sus procesos de integración avanzan tan trabajosamente.
Con el Apóstol Pablo os animo: “Que vuestro amor sea sincero; aborreced lo malo y apegaos a lo bueno. Amaos de corazón unos a otros, como buenos hermanos; que cada uno ame a los demás más que a sí mismo. En el trabajo no seáis descuidados; tened buen ánimo. Servid constantemente al Señor; alegres en la esperanza; firmes en la tribulación, constantes en la oración. Contribuid a las necesidades del pueblo de Dios; practicad la hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí no maldigáis. Alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran. Tened igualdad de trato unos con otros; no seáis orgullosos, sino poneos al nivel de los humildes. No os consideréis los sabios. No devolváis a nadie mal por mal. Procurad hacer el bien a todos los hombres. En cuanto de vosotros depende, haced todo lo posible para vivir en paz con todo el mundo” (Rom 12,9-16).
Atención especial a la familia
Y en este año de la pastoral de la familia en nuestra Diócesis, os invito a todos a prestar una atención especial a la familia inmigrante. En nuestras comunidades hemos de trabajar unidos para que se creen también para las familias inmigrantes las condiciones válidas para la plena realización de los valores fundamentales: la unión tanto del matrimonio mismo como del núcleo familiar, que implica la armonía en la mutua integración de los esposos desde el punto de vista moral, afectivo y de su fecundidad en el amor; y conlleva un crecimiento ordenado de todos los miembros de la familia.
Pues, como ya os decía con ocasión de la Jornada Mundial de 2007, los desafíos de la sociedad actual, urbana, plural, compleja y cambiante, marcada por la dispersión que se genera, hacen más necesaria aún, si cabe, la atención pastoral a la familia inmigrante. La situación en que llegan a encontrarse los emigrantes es a menudo paradójica: al tomar la decisión valiente de emigrar por el bien de la familia que tienen, o que quieren constituir, se ven de hecho privados de la posibilidad de lograr sus legítimas aspiraciones, pues los matrimonios se ven forzados a una separación que hace aún más traumática la experiencia migratoria; los hijos se ven separados de sus padres y llegan a formar parte de la sociedad privados de la imagen paterna y educados a la vera de personas ancianas, no siempre capaces de ayudar a las nuevas generaciones a proyectarse hacia el futuro. De este modo, la familia, cuya misión consiste en transmitir los valores de la vida y del amor, encuentra difícil vivir esta vocación en la emigración, máxime, si como se viene anunciando, se condiciona y dificulta la reagrupación familiar. La precariedad económica y material de los primeros años, unida al hecho de reanudar la convivencia en el contexto de una nueva cultura que asignan roles diferentes a cada uno de sus miembros, hace también mella en la estabilidad de las familias inmigrantes.
Con una viva solicitud pastoral, haremos posible juntos la formación de personalidades sólidas y comprometidas socialmente con un amplio sentido de solidaridad y disponibilidad para el sacrificio generoso. “La comunidades cristianas tienen la responsabilidad de ofrecer acompañamiento, estímulo y alimento espiritual que fortalezca la cohesión familiar, sobre todo en las pruebas o momentos críticos. En este sentido, es muy importante la labor de las parroquias, así como de las diversas asociaciones eclesiales, llamadas a colaborar como redes de apoyo y mano cercana de la Iglesia para el crecimiento de la familia en la fe”.
Aprender de san Pablo a seguir el ejemplo de Cristo
Tened siempre presente, como nos enseña también san Pablo, que no es posible realizar esta dimensión de la acogida fraterna recíproca sin estar dispuestos a la escucha y a la acogida de la Palabra que nos impulsa a todos a ser imitadores de Dios siguiendo al Señor Jesús: “Sed imitadores de Dios, como hijos muy amados. Vivid en el amor, siguiendo el ejemplo de Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros a Dios como ofrenda y sacrificio de olor agradable. Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Porque no recibisteis el espíritu de esclavitud para recaer de nuevo en el temor, sino que recibisteis el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar: ¡Abba! ¡Padre! Porque todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; pues los que habéis sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo” (Rom 8,14-16). Este es el tesoro de nuestra filiación, de la fraternidad, que nos impulsa a practicar la hospitalidad y a construir la paz para ser testigos.
La Jornada Mundial de las Migraciones ha de ser, pues, para todos nosotros un estímulo para vivir como testigos del amor de Cristo. Que la enseñanza y el ejemplo de san Pablo, gran Apóstol siempre en camino, evangelizador de pueblos y culturas, nos impulse a comprender que el ejercicio de la caridad constituye el punto culminante y la síntesis de toda la vida cristiana. Ésta es la fuente de la alegría y de la esperanza en medio de las dificultades presentes.
Que la maternal intercesión de Santa María, Nuestra Señora de la Almudena, Madre y esperanza nuestra, nos sostenga en el empeño. A ella le encomiendo los esfuerzos y logros de cuantos recorren con sinceridad el camino de la fraternidad, del diálogo y de la paz en medio de la rica diversidad de este vasto mundo de las migraciones.
Con mi afecto y bendición.