Mis queridos hermanos y amigos:
Los más propio y querido de nuestra fe cristiana consiste precisamente en la revelación de Dios como el amor creador y liberador. En el corazón abierto de Cristo en la cruz la humanidad ha podido conocer de modo supremo que Dios no sólo ama a cada ser humano, sino que no puede dejar de amar a nadie, porque Él es el Amor mismo. En la Trinidad Santa se halla el secreto de ese amor divino. Padre, Hijo y Espíritu Santo viven en la mutua entrega tan plena y desbordante que da lugar también a una realidad distinta de Dios: la creación. Dios quiere libremente a sus criaturas, cuyo ser entero procede de su amor. Las quiere tanto, que es capaz de sufrir con ellas y por ellas. La cruz de Jesucristo es la realización suma de la pasión de Dios por sus hijos.
La fe pura y verdadera en Dios libera a los seres humanos de sus miedos, de su soledad, de su culpa, de la muerte. La fe en Dios capacita al corazón humano para la generosidad sincera, para la fraternidad fundada, para la renuncia y el sacrificio, que suelen ser el precio del amor.
Los católicos respetamos y amamos a todos los hombres, también a quienes dicen que no creen en Dios. Les amamos de modo especial a ellos, porque pensamos que, careciendo de fe, están especialmente necesitados de ser tratados con respeto y con amor. No consideramos que sean peores que nosotros. Sabemos que la fe no nos hace automáticamente mejores que nadie. Más bien nos da luz para conocer y reconocer nuestros pecados y para abandonarnos confiadamente al amor misericordioso de Dios.
No es aceptable que se diga o se insinúe que los que creemos en Dios vivimos preocupados por ello. La fe no es fuente de preocupación insana, sino de consuelo y de libertad. La fe en Dios es, por tanto, luz para apreciar con justeza la bondad y la belleza del mundo; para servirse de él sin maltratarlo; y para ocuparse tanto del propio interés como del bien de los hermanos, en especial de los más débiles.
Una mirada desapasionada a la historia pone de manifiesto la fecundidad de la fe en Dios. Es verdad que los creyentes han cometido y cometemos errores y pecados; pero no se puede negar que la fe ha movido decisivamente a reconocer la igual dignidad de todo ser humano como persona; ni tampoco desconocer que la fe ha construido y construye y mantiene además de iglesias, comedores, hogares, hospitales y escuelas. La fe ha sostenido y sostiene el carácter sagrado de la conciencia y de la existencia personal frente a la dura inclemencia de poderes sociales, económicos y políticos, en el pasado y también en nuestros días.
Dios ama con infinita verdad, por eso no impone ni puede imponer por la fuerza su amor; pero desea, con ardor de enamorado, ser amado. La fe no se impone. Los católicos ni podemos ni queremos hacerlo. Si bien tenemos el divino deber de proponerla. ¡No podemos dejar de ofrecer a todos el gran don que hemos recibido! ¿Cómo vamos pues a callar cuando se atenta contra la verdad de Dios y se trata de arrancar la fe del corazón de los hombres?
En diversas ciudades de Europa y, en particular, de España se han puesto o se intenta poner en los autobuses municipales llamativas inscripciones del siguiente tenor: “Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida”
Como pastores de la Iglesia, a los que incumbe la grave responsabilidad de invitar a todos a la fe en el Dios del amor, no podemos por menos de mostrar nuestro dolor por la propaganda que falsea la imagen de Dios presentándole como un probable invento de los hombres que no les deja vivir en paz. Desfigurar la verdad de Dios, mofarse de su amor, significa en realidad perjudicar la causa del hombre.
Por ello la utilización de espacios públicos para hablar mal de Dios ante los creyentes es un abuso que condiciona injustamente el ejercicio de la libertad religiosa. No es justo obligar a quienes tienen que hacer uso de esos espacios, sin alternativa posible, a tener que soportar mensajes que hieren su sentimiento religioso. Apelamos, por tanto, a las autoridades competentes para que tutelen como es debido el derecho de los ciudadanos a no ser menospreciados y atacados en sus convicciones de fe. La libertad de expresión ha de ser tutelada. Pero los medios públicos no deberían ser utilizados para socavar derechos fundamentales, tampoco el de los creyentes a no ser heridos y ofendidos en sus convicciones.
Las ciudades de Roma, Milán y Zaragoza han sabido compaginar la tutela de los derechos de libertad religiosa y de libertad de expresión y no han cedido espacios urbanos para usos lesivos de la libertad religiosa y del sentimiento de los creyentes. ¡Un buen ejemplo para Madrid y otras ciudades de España que se enfrentan a situaciones semejantes!
Los católicos no nos escandalizamos ni nos sorprendemos de que haya quien no conozca verdaderamente a Dios o quien de palabra o de hecho oponga resistencia a su amor. Ésa es la suerte de Dios en este mundo, como nos enseñó el Señor, quien también nos predijo la contradicción, el menosprecio y aun la muerte por su nombre. Es tradición cristiana de la primera hora, recientemente recordada por el Papa, el ofrecimiento del propio sufrimiento a Jesucristo, nuestro Señor y Salvador, que, unido al suyo de la cruz, adquiere un valor reparador y redentor. ¡Que sepamos pues asumir con seriedad y mansedumbre estas heridas a nuestra fe, al tiempo que pedimos al espíritu de fortaleza para contribuir sinceramente al bien común con el amor a la verdad, expresado en su testimonio y proclamación valientes!
“Dichoso el pueblo que sabe alabarte, caminará, oh Señor, a la luz de tu nombre”.
Con todo afecto y mi bendición,