Mis queridos hermanos y amigos:
La vida, se dice, está llena de sorpresas, agradables unas, dramáticas y dolorosas otras. A nadie le faltan esas pruebas que someten a todo lo que somos y a nuestro modo de vida a límites psicológica y espiritualmente poco menos que insoportables. La enfermedad inesperada, la muerte repentina del ser querido, la infidelidad matrimonial, la ruptura familiar y, en este año que acaba de comenzar, la crisis económica y/o la pérdida del empleo con la que no contábamos, las amenazas terroristas y criminales que ponen en peligro la convivencia…, son algunos de los factores que desencadenan angustiosas incertidumbres cuestionando el sentido de nuestra existencia negativamente. ¿Acaso no es posible la felicidad? ¿Dios ha abandonado al hombre a sus propias y únicas fuerzas, tanto físicas como espirituales? Ante la constatación de la experiencia del dolor y del fracaso moral y, sobre todo, en el cara a cara con la muerte, no pocos de nuestros contemporáneos, incluso en los países de tradición cristiana –sin ir más lejos en nuestra misma España–, hacen el cortocircuito de la negación de Dios. “Dios probablemente no existe”, rezaba sarcásticamente uno de los carteles de la propaganda atea de los autobuses de Madrid. O, el menos, se dicen muchos de nuestros conciudadanos en secreto, vivamos como si Dios no existiese.
Naturalmente, el supuesto remedio del ateismo, lo que hace es agravar la enfermedad existencial del hombre y la situación extraordinariamente crítica de nuestra sociedad. Los principios más elementales de la moral personal, familiar y social o se ignoran o, lo que es peor, se manipulan hasta violentar su prístino significado, cambiándolo justamente en lo contrario de los valores éticos que contienen. Así, por ejemplo, garantizar legalmente la libertad para interrumpir el embarazo de un niño hasta las catorce semanas de su vida –es decir, sin eufemismos, para abortarlo– se califica como una medida al servicio de la protección de la vida humana (“sic”). O, también, otro ejemplo: se afirma y pretende poder mantener indemne y mejorar los mecanismos económicos y jurídicos de la Seguridad Social sin una decidida ayuda y promoción integral del matrimonio estable entre hombre y mujer –¡el verdadero matrimonio!– y de la familia. En el fondo, lo que ocurre en la vida de los hombres de nuestro tiempo es en una triste y decisiva medida el efecto visible del olvido creciente de Dios por parte de una sociedad y de una cultura que han renegado del cristianismo de cuyas entrañas han nacido. Le hemos dado la espalda a la fe en Cristo que ha iluminado y modelado nuestras almas, mentes y corazones desde hace casi dos mil años. Hemos olvidado demasiado frecuente y soberbiamente la Gracia de Dios que nos ha sido otorgada por Cristo y en Cristo, desconociendo nuestra condición de pecadores y negándola con orgullo. Nos cuesta creer que la vida es “una prueba” de la que seremos examinados definitivamente en la hora de nuestra muerte. Más aún, que es una prueba de amor y para el amor. “Al atardecer de la vida te examinarán del amor”, recordaba bellamente San Juan de la Cruz.
“Dios puso a prueba a Abraham”, al Padre de los creyentes, relata el Libro del Génesis, pidiéndole la ofrenda de su propio hijo. En medio de toda la paradoja que implicaba la interpretación del mandato de Dios por parte de Abraham, lo que Dios buscaba de él, verificándolo, era una prueba inequívoca de su amor que, no ahorrando al propio hijo, le hacía en último término verdaderamente capaz de amar a Dios y, en Dios, a ese hijo de un modo nuevo en virtud de un amor más grande y con una fuerza y una verdad que antes de la petición de que lo sacrificase sería impensable. La paradoja de ese amor infinitamente misericordioso de Dios para con el hombre se pone de manifiesto plenamente cuando Dios Padre nos dio a su Hijo Unigénito, entregándolo a la muerte por nosotros. San Pablo se atreverá a afirmar que “Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros”: La prueba de la Cruz se convierte así para cada hombre en la prueba irrebatible de que Dios le busca, le ama, le quiere salvar. “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?… ¿cómo no nos dará todo con Él?”, se decía, con razón, Pablo en la Carta a los Romanos: con una razón sublime que supera los límites de la sola razón humana.
Por esta certeza de que por Cristo, muerto y resucitado, y que intercede por nosotros constantemente ante el Padre, las pruebas de la vida, secuela del pecado de origen, o, lo que es lo mismo, las desgracias y desventuras de este mundo se pueden convertir para nosotros en pruebas transformadoras de nuestros corazones según la medida del amor de Cristo. Más aún, se nos ofrecen como una oportunidad de gracia para superar lo que es la verdadera des-gracia del hombre, que no es otra que su pecado, su ruptura con Dios, “que es Amor”. Mal que se cura por la medicina de la verdadera penitencia, que incluye la disposición al sacrificio de uno mismo. Asumir el mal físico se nos presenta como la prueba inequívoca para la renuncia del yo egoísta y su conversión en una oblación y ofrenda de amor que sana y salva.
El itinerario cuaresmal nos anima a vivir este tiempo de preparación de la Pascua de Resurrección como una renovada experiencia de dejarnos convertir al Amor de Cristo y crecer en Él, en una palabra, como una etapa nueva en nuestra vida espiritual y eclesial de superación de “las pruebas” de esta vida por una renovación honda de nuestro reconocimiento de la prueba del amor que Dios nos tiene y que nos ha mostrado inequívocamente en la Cruz de Jesucristo. Si él ha hecho oblación de su vida para el perdón de nuestros pecados, ¿quién podrá apartarnos de su amor? ¿quién nos condenará? De nuevo en esta Cuaresma podemos reconocer la presencia de Jesucristo Resucitado y Glorificado en medio de su Iglesia para el consuelo y fortaleza de sus hijos e hijas, a través de las vicisitudes de este mundo. La Iglesia en la que el Señor nos concede conocerle y contemplarle en su gloria eterna, de una forma decidida y definida para siempre, es la de los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan, testigos de la anticipación de esa gloria en el monte de la Transfiguración.
Pidiéndole a Nuestra Madre del Cielo, la Virgen de La Almudena, que nos acompañe en esa nueva subida al Monte Calvario de este año 2009 para conseguir una nueva contemplación para alcanzar más amor –amor de Cristo y amor a nuestros hermanos– os bendigo con todo afecto en el Señor,