Queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Se acerca la tradicional celebración del “Día del Seminario”. Como todos los años, la solemnidad del glorioso Patriarca San José señala la ocasión propicia para que la comunidad diocesana ponga su mirada y su corazón en esta institución eclesial que tiene encomendada la formación de los sacerdotes que la servirán en el próximo futuro. La alta y delicada misión que Dios encomendó a S. José respecto a su Hijo Jesucristo ilumina alguna de las finalidades propias de esta jornada: si para S. José era realizar el abnegado oficio de padre, velando por el crecimiento del Hijo “en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2, 52), para nosotros es acompañar y sostener el proceso educativo de los actuales candidatos al sacerdocio con la oración, el afecto y la ayuda económica, de manera que se sientan estimulados a perseverar generosamente en su vocación, y dispongan de los medios necesarios para cultivarla con dedicación y responsabilidad.
Son más de doscientos los seminaristas que se forman en nuestros seminarios diocesanos: el Conciliar y el misionero “Redemptoris Mater”. Jóvenes de este tiempo con una rica diversidad de procedencias: parroquias y movimientos, familias cristianas y grupos juveniles… Biografías originales, humana y cristianamente valiosas, con el común denominador de haber escuchado la misma llamada de Cristo al sacerdocio, y con la prontitud y disponibilidad del apóstol Pablo para responder: “¿Qué debo hacer, Señor?” (Act 22, 10). Desde aquella llamada, y a lo largo de los años de su formación, cada uno de ellos se irá configurando con la nueva identidad sacerdotal nacida del encuentro personal con el amor de Cristo, hasta poder afirmar el día de la ordenación: “Por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí” (1Cor 15, 10).
Estamos celebrando el “Año Paulino” propuesto por el Papa Benedicto XVI como una nueva ocasión providencial para contemplar más de cerca e imitar en sus virtudes apostólicas la figura grandiosa de San Pablo, “apóstol por gracia de Dios” –lema, por cierto, de esta jornada del “Día del Seminario”– queriendo así actualizar su magisterio como “maestro, apóstol y heraldo de Jesucristo” (2Tim 1, 11) en el proceso educativo de los futuros sacerdotes. Como enseña Benedicto XVI, “San Pablo quiere hablar con nosotros hoy, (…) para escucharlo y aprender ahora de él, como nuestro maestro, la fe y la verdad en las que se arraigan las razones de la unidad entre los discípulos de Cristo”.
El Santo Padre señala cómo toda la misión apostólica de Pablo encuentra su motivación más íntima y profunda en haberse sentido amado incondicionalmente por Cristo: “Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí” (Gal 2, 20). Se es, pues, apóstol y sacerdote por gracia de Dios. Como en la experiencia de Pablo, en cada uno de nuestros seminaristas resplandece la primacía de la gracia y del amor del Señor, y así debe ser entendida su historia, su elección y su presencia en el Seminario. La vocación es don del amor y de la gracia divina y no un derecho o promoción del hombre por muy santo o sabio que sea. La iniciativa está siempre en el Señor como le sucedió a Pablo en el camino de Damasco, y como les sigue ocurriendo hoy a cuantos niños o jóvenes les es dado escuchar la dulce e imperiosa llamada de Jesús: “Ven y sígueme” (Mc 10, 21). Cada uno de nuestros futuros sacerdotes es, por tanto, un regalo de Dios a la Iglesia de Madrid que puede contemplar su futuro con la esperanza cierta de que no la faltarán pastores, según el corazón de Cristo, para predicar el Evangelio y celebrar la Eucaristía. Debemos considerar la formación de los futuros sacerdotes en los Seminarios diocesanos y la atención solidaria de todos los diocesanos a sus necesidades espirituales y materiales como una de las tareas pastorales más importantes para la vitalidad de la Iglesia en Madrid y el futuro de su misión evangelizadora.
¡Demos las gracias a Dios por disponer en los tiempos actuales de un número significativo de candidatos al sacerdocio! Pero no perdamos de vista que resulta todavía insuficiente para el servicio pastoral de una diócesis tan poblada y compleja como la de Madrid. Salir al paso de la cultura laicista y secularizada dominante con renovado celo por la salvación de todos los hombres, y ofrecer con vigor apostólico la palabra viva del Evangelio supone contar con suficiente savia joven capaz de revitalizar la venerable tradición del presbiterio madrileño. Además, la solidaridad cristiana nos recuerda que no podemos ni debemos ignorar a tantas iglesias hermanas –en España y en otros países de antigua raigambre cristiana– que se sienten hondamente afectadas por la crisis de vocaciones sacerdotales y afrontan con no poca preocupación el inmediato futuro.
Arraigada nuestra confianza en la fidelidad de Cristo Señor, vivo y vivificante, que ha prometido a los suyos: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20), deseo renovar mi viva exhortación a toda la comunidad diocesana para que cada uno, desde su propia vocación y lugar en la Iglesia, contribuya a crear y acrecentar las condiciones necesarias para que la llamada de Cristo al sacerdocio apostólico pueda germinar y dar frutos abundantes. Así nos lo pedía el venerado Juan Pablo II: “La Iglesia no puede dejar jamás de rogar al dueño de la mies que envíe obreros a su mies (cf. Mt 9, 38) ni de dirigir a las nuevas generaciones una nítida y valiente propuesta vocacional, ayudándoles a discernir la verdad de la llamada de Dios para que respondan a ella con generosidad; ni puede dejar de dedicar un cuidado especial a la formación de los candidatos al presbiterado”. Como a S. Pablo, nos urge la caridad de Cristo y el deseo ardiente de dar a conocer a tantos hermanos alejados del amor de Dios a quien “murió por todos (…) para que vivan para Aquél que murió y resucitó por ellos” (Cf. 2Cor 5, 14).
Este apremio concierne, en primer lugar, a todo el presbiterio diocesano. S. Pablo es también para todos nosotros sacerdotes, maestro y modelo de responsabilidad en la promoción de las vocaciones al ministerio apostólico. Su preocupación por el futuro es patente en la recomendación a Timoteo: “… cuanto me has oído en presencia de muchos testigos confíalo a hombres fieles, que sean capaces, a su vez, de instruir a otros” (2Tim 2, 1-2). Brota así la larga y hermosa tradición que, desde los Apóstoles, mediante el sacramento del Orden, ha ido encomendando el Evangelio y la Eucaristía a las sucesivas promociones sacerdotales para el servicio del Pueblo de Dios. Una tradición que se actualiza en nosotros, los ministros ordenados de este tiempo, y nos urge a que ofrezcamos el testimonio luminoso y feliz de la entrega sacerdotal a las nuevas generaciones de fieles cristianos. No hay programa más persuasivo para la fecundidad vocacional que el ejemplo de presbíteros capaces de vivir hasta sus últimas consecuencias con el estilo apostólico de Pablo: “Por mi parte, muy gustosamente gastaré y me desgastaré por vuestras almas” (2Cor 12, 15)
También a las familias cristianas les concierne la urgencia y la responsabilidad en la promoción de las vocaciones sacerdotales. Con motivo del vigente Plan de Pastoral familiar para nuestra Archidiócesis, yo mismo proponía como esencial la cooperación franca y decidida entre presbíteros y matrimonios: “El sacramento del Orden y el del Matrimonio aparecen implicados mutuamente (…. Es esencial que exista una comunión afectiva y efectiva entre ambos, para que la Iglesia pueda ser cada vez más ‘una gran familia’, la de los hijos de Dios”. ¿No es una inmejorable implicación mutua el que la vida familiar ofrezca condiciones favorables para el nacimiento de vocaciones al seguimiento apostólico de Cristo? ¿Cabe un lazo de comunión más hondo y entrañable que contar con un sacerdote en el seno familiar? Invito a todas las familias cristianas a implorar al Señor el don de ser agraciadas con un hijo llamado al sacerdocio, cuidándole y acompañándole como verdadera iglesia doméstica.
Deseo que esta atención por la pastoral vocacional alcance a toda la comunidad diocesana: catequistas, profesores y educadores; parroquias, movimientos y colegios cristianos… ¡Que ninguna vocación sacerdotal se pierda por no ser acogida y educada en la confianza y generosidad del seguimiento de Cristo! También la de los niños y adolescentes que son objeto de la predilección y la llamada del Señor. Nuestro Seminario Menor sigue discerniendo y acompañando las semillas de vocación sembradas en sus corazones, ofreciéndoles una formación adecuada a su edad para que, en su día, puedan seguir con generosidad a Jesucristo Sacerdote.
Celebremos el “Día del Seminario” mostrando nuestro afecto y solidaridad hacia los futuros sacerdotes; pidamos por ellos en oración confiada ante el Señor, para que sean santos sacerdotes, audaces apóstoles del Evangelio y servidores de sus hermanos con la entrega pastoral de sus vidas. Ofrezcamos la generosidad de la ayuda económica, compartiendo las muchas necesidades de los años de formación. Y pongámoslos en el seno de nuestra Madre, la Santa Virgen de La Almudena, para que cada día renueve en ellos la disponibilidad para vivir totalmente según la voluntad de su Hijo Jesucristo.
Os bendice con todo afecto,