Las crisis, superables
Mis queridos hermanos y amigos:
Una de las grandes certezas que la Pascua de Jesucristo Resucitado ha proporcionado al hombre que busca meta y camino para su existencia en este mundo, es la de que la conversión de una vida de pecado a una vida de amistad con Dios y de amor fraterno no sólo es posible sino que se nos ha dado como un don no caducable de Dios, que se nos ha manifestado y entregado como el que es: ¡Amor! Amor que se nos da como una gracia excepcional: la gracia del Espíritu Santo. Amor que se da como una Vida Nueva que brota hasta y para la Vida y la Felicidad Eterna. Sólo de la disposición del hombre libre –tocado ciertamente por su pecado desde el principio, pero, en definitiva, libre– de abrir la puerta de su corazón a ese don o no hacerlo, depende el que su conversión a la nueva vida se haga realidad o se frustre. El don se nos ha ofrecido desde el Domingo luminoso de la Resurrección de Jesucristo y continúa ofreciéndose sin cesar. El cristiano lo sabe bien como la nueva y gran certeza para su vida de peregrino en el tiempo y en el espacio. Sí, él, que por el Bautismo se transformó en hombre nuevo, puede pecar; pero puede también ser perdonado siempre: “Os escribo esto para que no pequéis –decía el Apóstol San Juan a los primeros cristianos de sus comunidades–. Pero si alguno peca tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo” (1 Jn 2, 1). Cualquier hombre de buena voluntad lo puede saber también. Dios está inefable e insuperablemente cercano. Está a las puertas de su corazón y le llama. Se las puede abrir o se las puede cerrar. ¡Qué bellamente expresaba nuestro más grande poeta del Madrid del Siglo de Oro esta verdad teológica del Dios que busca al hombre y que puede ser rechazado por éste!:
“Cuantas veces el Ángel me decía:
¡Alma asómate a la ventana
veras con cuanto amor llamar
porfía
Y cuántas, hermosura soberana,
mañana le abriremos, respondía,
para lo mismo responder mañana”
Una premisa previa, humana y espiritual a la vez, tiene que darse para que la conversión se haga realidad verdadera, gozosa y fecunda en nuestra vida: que reconozcamos la existencia y la maldad del pecado. ¡Que nos reconozcamos pecadores! Y que, simultáneamente, adoptemos la actitud humilde y orante del que busca perdón y misericordia. La experiencia de la conversión pertenece al día a día de la vida ordinaria en la existencia de cada cristiano y, en último término, de cada persona. La conversión tiene su decisivo lugar, sin duda alguna, en la intimidad de la conciencia personal. ¡Es experiencia personal por excelencia! Pero, afecta y repercute inexorablemente en la vida en sociedad y en la misma sociedad. Hablar de la conversión de una sociedad o de un pueblo no equivale al uso de un simple recurso literario. La conversión de las personas se expresa plenamente y culmina siempre en la renovación moral y espiritual de la comunidad humana. No se puede olvidar que el don de la vida nueva del Resucitado es acogido por primera vez por el Colegio Apostólico de los Doce, presidido por Pedro, con María en Pentecostés, naciendo así el Nuevo Pueblo de Dios que vive del Espíritu Santo, germen indestructible de la nueva humanidad. El poder del pecado sobre el hombre amenaza y ataca a toda la realidad social instalándose como una estructura permanente de incitación al mal. El poder de la gracia sana y rejuvenece espiritual y moralmente a las personas y al mundo de sus relaciones sociales, configurándolo como una invitación propiciadora de la santidad personal y de la consecuente santificación de las realidades temporales.
El próximo viernes día 1de mayo, día de la Fiesta Internacional del Trabajo, la Iglesia celebra la Fiesta de San José Obrero. Una conmemoración que recuerda a situaciones, por las que ha atravesado el hombre contemporáneo, extremadamente críticas para su dignidad de persona y sus derechos fundamentales. La llamada “revolución industrial” había ido acompañada de una lesión generalizada del derecho a una digna retribución del trabajo prestado e, incluso, a una negación del mismo derecho al trabajo. Se produce, consiguientemente, una situación de revolución y disturbios sociales sin precedentes. Luego se sucederán a lo largo de todo el siglo XX otras crisis económico-sociales, incluso más graves y dramáticas que la del siglo XIX. ¿Cómo se salió de las mismas? No fueron suficientes los recursos técnicos y políticos. Solamente cuando se constató y experimentó trágicamente la insuficiencia de esas “recetas” puramente socio-económicas y político-jurídicas antes y después de las dos guerras mundiales que asolaron el pasado siglo, se pudo ver claramente que lo que había ocurrido era el fallo moral del hombre. Se había pecado masivamente. Se había negado a Dios y a Aquél que había enviado: a Jesucristo, Nuestro Señor y Salvador. Urgía la conversión: ¡una conversión de los corazones y de las conciencias personales! Y urgir al mismo tiempo una regeneración espiritual y moral de la sociedad.
Hoy, nos encontramos de nuevo con una peligrosísima crisis. Crisis económico-financiera que está transformándose a ritmo rápido en una crisis de toda la sociedad. Sus secuelas en la vida de las personas se muestran extraordinariamente dolorosas para ellas y para la sociedad: el crecimiento del desempleo parece imparable; las rupturas de matrimonios y familias no cesan. ¿Volveremos a caer en los mismos errores al pretender reducir la visión de las causas de esta terrible crisis al plano puramente técnico o socio-político? No queramos engañarnos de nuevo: la actual crisis se encuentra enraizada en lo más hondo del hombre y sólo será resoluble si se acude a los recursos de la gracia y al don de Jesucristo Resucitado; en una palabra, si se está dispuesto a la conversión. En y de almas y conciencias moralmente corrompidas se han ido gestado ruina financiera, quiebra de orden económico, sufrimiento de las familias y drama humano de los parados. En consecuencia, sólo de la conversión moral y religiosa se podrá esperar una solución verdadera, justa y solidaria de los problemas económico-financieros y sociales que nos angustian y nos hacen más difícil vivir con esperanza pascual.
A la Virgen de La Almudena y a su esposo San José encomendamos hoy, Fiesta del Trabajo, la súplica de que se abra camino en la opinión pública y en los ambientes sociales la actitud del que busca humilde y con corazón contrito la conversión: del que ansía conocer y amar de nuevo a Dios y a su santísima voluntad con corazón sincero y quiere disponerse a cumplir sus mandamientos; porque ya escribía San Juan: “En eso sabremos que lo conocemos [a Jesucristo Resucitado]: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamiento, es un mentiroso y la verdad no está en él” (1 Jo 2,1-4.5a).
Deseo de corazón a todos los madrileños una continuación de la vivencia feliz del tiempo pascual. ¡Que se lo facilitemos a muchos de los que sufren el paro con nuestra ayuda generosa en la colecta de hoy! ¡Que el Reino del Resucitado sea un hecho en las fábricas, en los talleres, en las minas, en los campos, en los despachos y en nuestras casas! como reza la oración de la HOAC, tan oportuna en la cercanía de un nuevo 1º de mayo.
Con todo afecto y mi bendición,