Una “Misión” y “una gracia”: representar al Santo Padre en la Clausura del Año Paulino en Damasco

Mis queridos hermanos y amigos:

Hacer presente a la persona del Santo Padre en cualquier parte del mundo y sea cual sea la ocasión o motivo eclesial que explica el sentido de esta presencia es siempre un honor para quien recibe esta misión; pero, sobre todo, una gracia.  Si el lugar donde se le ha de hacer presente es Damasco y la ocasión los actos de Clausura del Año Paulino, mucho más. Acabamos de regresar a Madrid después de haber cumplido esta misión, apoyados en la confianza que el Papa Benedicto XVI despostó en nosotros y, muy especialmente, sintiéndonos acompañados por el auxilio del Señor, ¡de Jesucristo!, el que se apareció a Pablo camino de esa ciudad cuando se disponía a emprender una campaña de persecución de los cristianos de aquella comunidad primera que como “un pequeño rebaño” comenzaba a ser signo vivo de la presencia del Señor Resucitado en un ambiente totalmente pagano. Pablo fue derribado del caballo y se encontró con aquel Jesús que se le revela como el que, en ultimo término, iba a ser el objeto de su persecución. Si perseguía a los miembros de “su Cuerpo”, la Iglesia, lo perseguía a Él, su Cabeza. Pablo se rinde a la evidencia del amor exquisitamente misericordioso que le muestra el Señor. Se convierte en aquel instante; pero su conversión ha de madurar sacramentalmente en la Iglesia. Se queda ciego por el resplandor de la visión. Como unas escamas se le pusieron sobre los ojos. El Señor le remite a la comunidad cristiana, a la que quería perseguir, y a sus pastores. Allí terminaría y se consumaría por la intervención de Ananías, que le busca y bautiza, su proceso de conversión. Pablo recobra la vista. Volverá a ver con ojos nuevos: con ojos nuevos del cuerpo y, sobre todo, con ojos nuevos del alma.

Esta historia, tan decisiva para la difusión del Evangelio y del crecimiento y expansión de la Iglesia, se nos hacía extraordinariamente cercana cuando celebramos la Eucaristía en la Iglesia de la Custodia de los PP. Franciscanos el día 28 de junio por la mañana a varios kilómetros de distancia de lo que es hoy el centro de la ciudad de Damasco, lugar de la aparición de Jesús a Pablo según una venerable tradición, y cuando, al atardecer, participábamos en la Liturgia de Vísperas de los hermanos ortodoxos griegos en el santuario que también conmemora el momento y sitio de la conversión de Pablo, fuera ya de la capital siria. Pero, sobre todo, nos emocionaba la entrada por “la calle recta” del viejo Damasco cristiano que nos llevaría el primer día de los actos del Año Paulino, el 27 de junio, a la Casa de Ananías, el instrumento escogido por el Señor para efectuar la plena incorporación de Pablo a su Iglesia. El ambiente espiritual, que se respiraba en aquel lugar, nos trasportaba a ese día en el que Pablo se hace plenamente cristiano, más aún, Apóstol de Jesucristo. Desde allí se retiraría a “Arabia”, una zona próxima a Damasco, entonces dominada por los Romanos, para cultivar en la oración y en el trato íntimo con Jesucristo “la nueva vida” recibida o, lo que es lo mismo, para hacer del Evangelio que le fue revelado el alma de su alma y el impulso decisivo de su existencia, que desde esos momentos va a estar todo ella dedicada exhaustivamente al anuncio de Jesucristo, crucificado, muerto y resucitado por nuestra salvación y la salvación del mundo. Damasco volvería a ser por varios años el lugar y la Iglesia donde se afianzaría y actuaría su vocación apostólica. Luego, confirmada en Jerusalén por Pedro y los principales del Colegio Apostólico, comenzaría a desplegarse prodigiosamente a través de aquellos portentosos viajes misioneros a lo largo y a lo ancho de toda la geografía greco-romana comunicada por la vía marítima del Mediterráneo, que en el primer siglo de la era cristiana se conocía ya como “Mare Nostrum”.

La celebración de los actos y las visitas a los lugares paulinos nos hizo descubrir, no sin una sorpresa gozosa, la pervivencia vigorosa de la herencia de Pablo, mantenida con una fidelidad admirable en y por las Iglesias de los Patriarcas orientales católicos que tienen en Damasco sede y presencia. Una especial relevancia hay que reconocer al Patriarcado Católico Melquita por el número de fieles e instituciones pastorales muy ricas y diversas que le hacen destacar visiblemente. En su Catedral clausuramos el día 29 de junio, Solemnidad de los Apóstoles Pedro y Pablo, el Año Paulino. Una herencia eclesial cuya conservación y revitalización espiritual e institucional hemos de apoyar con todos los medios y fórmulas de “comunión eclesial” a nuestra disposición en la Iglesia de Occidente y siempre, muy unidos al Santo Padre. De lograrlo o no lograrlo despenderá en gran medida no sólo el futuro del movimiento ecuménico de la unidad con los hermanos ortodoxos sino también la presencia significativa de los cristianos en un mundo y en una sociedad marcada por el Islam en la casi totalidad de su tejido ciudadano y cultural. En torno a Damasco y a su historia paulina podrían alcanzarse, probablemente, resultados valiosos en ese campo del diálogo interreligioso que la Iglesia ha iniciado con el Concilio Vaticano II y en la forma en la que lo explica y practica nuestro Santo Padre Benedicto XVI, a saber, como un diálogo en el que la propuesta y la búsqueda de la verdad de Dios y de la historia de la salvación ha de constituir su objetivo primordial y, a través del cual, se puedan ir dando pasos en la aceptación social y jurídica de los grandes valores éticos de la libertad religiosa y de la paz. En la acogida, finamente cordial, ofrecida al Enviado del Papa en la Mezquita de los Omeyas y en la audiencia concedida gentilmente por el Presidente de la República se podían apreciar gestos esperanzadores respecto a su posibilidad.

El recuerdo de España en el marco de los proyectos paulinos de evangelizar el Occidente y en la relación histórica con los primeros Omeya estuvo siempre activamente presente como un desafío para renovar los mejores capítulos de la acción misionera y apostólica de sus hijos en todas las direcciones del planeta y para subrayar su piedad y veneración para con todo lo que significa la “Tierra Santa” y, no en último término, como un estímulo inequívoco para valorar como el mejor tesoro de su cultura y de su pueblo el don de la fe cristiana.

Evangelizar al estilo de Pablo, dentro y fuera de la España de hoy, sigue y seguirá siendo nuestro reto. Confiados en la protección de nuestra Madre, la Santísima Virgen de la Almudena, podremos afrontarlo con éxito. Una prueba extraordinariamente sugestiva para su verificación tenemos a la vista: la Jornada Mundial de la Juventud de 2011.

Con todo afecto y mi bendición,