A propósito de la canonización de los Beatos Francisco Coll, Dominico, y Rafael Arnáiz Barón, Trapense
Mis queridos hermanos y amigos:
A Juan Pablo II le gustaba dirigirse a España llamándola “Tierra de María”. Su palabra cálida, y tantas veces ardiente, nos conmovía y hasta nos enardecía. Sí, María había sido, era y es venerada por los españoles con una unanimidad de fe en su Maternidad divina, de esperanza puesta en Ella como Madre de la Iglesia y de amor volcado en Ella, la Madre de Jesucristo y Madre nuestra, tan excepcional que se explica bien esa caracterización mariana de España por parte del Papa, cuya vida estaba marcada también por su entrega singular a María como “Totus Tuus”: ¡“Todo tuyo”! Pero, igualmente, se podría llamar a España con toda razón histórica “Tierra de Santos”. ¿Tendrá que ver un hecho histórico con el otro? ¿Cómo no va a producir frutos de santidad en cualquier lugar, donde esté implantada la Iglesia, la devoción a Aquella que es Madre del Santo de los Santos y, por ello, Virgen Santísima? En España, “Tierra de María”, desde los orígenes apostólicos de su bimilenaría historia cristiana, la Iglesia ha florecido con un número incontable de fieles, proclamados santos. No es aventurado afirmar que no hay un solo siglo en el devenir de la Iglesia a través del itinerario hispánico de su historia, en el que no hayan sido reconocidos por el pueblo cristiano y por la autoridad de sus pastores, públicamente, como modelos de vida de fiel y heroico seguimiento de Cristo, a hijos e hijas preclaros de España. Lo mismo ha ocurrido con llamativa frecuencia en su más reciente pasado, el siglo XX, y ocurre ahora al comienzo del siglo XXI. De nuestra memoria no se han borrado todavía los recuerdos de la emocionante Canonización de los cinco Santos españoles por Juan Pablo II en la Plaza de Colón de Madrid el 4 de mayo de 2003 (San Pedro Poveda, San José María Rubio, Santa Ángela de la Cruz, Santa Genoveva Torres y Santa Maravillas de Jesús). El próximo domingo, nuestro Santo Padre Benedicto XVI volverá a declarar Santos a dos españoles de nuestro tiempo: al Beato Francisco Coll, nacido en 1811 y fallecido en 1875, y al Beato Rafael Arnáiz Barón, cuya joven vida transcurre entre 1911 y 1938.
Fray Francisco Coll, Dominico, fundador de las Dominicas de la Anunciata, fue un misionero popular, celoso de la recuperación cristiana, desde su tierra de origen –Cataluña–, de aquella España atribulada por las masivas exclaustraciones, consecuencia del forzado e implacable proceso de desamortización de los bienes de la Iglesia, acaecido ya avanzado el siglo XIX. Proceso político, no sólo muy grave en lo material sino también funesto en lo espiritual; con demoledores efectos religiosos, sociales, culturales y morales para la conciencia y la vida de la España que se abría a la modernidad. Al Padre Francisco Coll, de la Orden de Santo Domingo, infatigable predicador, educador y director de almas, no se le ahorró la cruz de una ceguera incurable en los últimos años de su vida. Desde Vich, y a través de las Religiosas por él fundadas, irradió el Evangelio de Jesucristo a toda aquella España inmersa, como toda Europa, en la ilusión del progreso sin fin. El Hermano Rafael Arnáiz Barón, por su parte, fue un joven nacido en Burgos en el seno de una familia muy culta y profundamente cristiana el 21 de abril de 1911. Murió el 26 de abril del año 1938 en la Trapa de San Isidro de Dueñas. ¡Una vida entre Pascua y Pascua de Resurrección! Todo un bello simbolismo para la comprensión espiritual de Rafael, un joven de aquella generación del primer tercio del siglo XX tentada fuertemente por propuestas de vida en las que la exultación del “superhombre”, contrario de Dios y contrario a Dios, domina a amplios segmentos de la sociedad, la cultura, la universidad y la política. La fascinación de la propuesta resulta irresistible para una gran parte de la juventud europea y española. El resultado, de haber querido cambiar la esperanza de Dios por las conquistas del “poder humano” se desvela pronto como trágico. Lo que queda es una juventud rota en los frentes de la guerra y abandonada a si misma, sin capacidad para proyectar su vida con un horizonte ilusionado de verdad, de bien y de belleza más allá de las limitaciones propias del hombre y de su condición pecadora y mortal. Abrirse a la luz de Dios, a la experiencia honda y total de Cristo, identificándose con El y con su obra salvadora a favor de los jóvenes de aquella hora dramática de España y del mundo, es la aspiración que mueve la vida de aquel joven, brillante alumno de la Escuela de Arquitectura de Madrid, que lo dejó “todo” –¡todo lo del mundo!– por amor y para responder al amor del que dio todo por nosotros en la Cruz. La vida del Hermano Rafael se convierte pronto en una vida en Cruz a través de su larga y persistente enfermedad. Él quiere dejar en Él, en Jesús, “olvidado su cuidado”, para cuidar solamente de morir “crucificado” con Aquél que tanto amó. Rafael se quedó “con sólo Dios” y, por ello, pudo ofrecer su vida por la Iglesia y por los jóvenes de España. ¿Sus frutos?: los caminos de conversión y de santidad, que quedaron abiertos y que no han cesado de ensancharse y prolongarse hasta hoy mismo.
¡Dos nuevos Santos de España! No son explicables ni en sus años de la tierra ni ahora, en el tiempo de su reconocimiento público y solemne como Santos para toda la Iglesia por el Romano Pontífice, el Sucesor de Pedro, sin la referencia viva a la Madre Iglesia, fecunda en el solar humano y espiritual de la España de ese tiempo –el moderno y el contemporáneo– que también es el nuestro! La figura del Hermano Rafael, a quien Juan Pablo II propuso a los jóvenes del mundo en la Eucaristía final de la IV JMJ del año 1989 en Santiago de Compostela como modelo de extraordinaria y ejemplar actualidad para vivir la vida ¡la vida joven! en el alba del Tercer Milenio como una vocación para la santidad, se nos presenta en su más profundo y renovado atractivo cuando nos preparamos para celebrar en Madrid en agosto del año 2011 la XXVI JMJ con Benedicto XVI. Él, Rafael Arnáiz Barón, sí es modelo luminoso de cómo vivir y crecer “arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe”. El Hermano Rafael fue un fino y fiel devoto de María, la Madre del Señor. De él podemos aprender nosotros –sobre todo los jóvenes de Madrid–, cómo valorar y sentir lo que es una auténtica piedad mariana. ¡Cómo vivir nuestra devoción a la Virgen de La Almudena! A Ella nos encomendamos al comienzo de este mes que la Iglesia ha dedicado desde hace siglos al rezo diario del Santo Rosario. A Ella le encomendamos los frutos de la peregrinación de la Cruz de la JMJ, acompañada por su Icono, por todas las parroquias de nuestra Archidiócesis de Madrid. Peregrinación que acaba de comenzar.
Con todo afecto y mi bendición.