La verdad de la vida: la santidad

Madrid, 24 de octubre de 2009

Mis queridos hermanos y amigos:

Importa cada vida. Sí, porque importa cada ser humano. La solemnidad de todos los Santos y la Conmemoración litúrgica de todos los fieles difuntos, que celebraremos dentro de pocos días, aclaran la verdad de la vida del hombre sobre la tierra con la luz de la Palabra de Dios, dentro del horizonte de la experiencia de la razón iluminada por la fe. La verdad del hombre –persona, ser viviente, llamado a ser hijo de Dios por adopción– se plantea y se verifica ante el hecho ineludible de la muerte: de su muerte, envuelta en el interrogante por el más allá, que la acompaña. ¿En qué consiste y que valor tiene la vida del hombre en este mundo? ¿Para qué le sirve su historia: su historia personal y su historia colectiva? Estas preguntas retornan siempre, época tras época, en la vida de la humanidad y en la vida de cada persona. Las respuestas que se desprenden de la Liturgia de esos dos días, tan firmemente anclados en la piedad y en la tradición multisecular de la Iglesia, parten de un primer y fundamental supuesto: la muerte física y la subsiguiente corrupción corporal no son el final del hombre, ni la aniquilación de su ser, sino paso y puerta para alcanzar el modo definitivo de su vida: ¡vida gloriosa y feliz! El destino definitivo del hombre no es la muerte. El hombre es más que materia, más que un cuerpo. Es también alma. Es espíritu, y su vida está, por ello, destinada a la eternidad. Su destino definitivo es la vida eterna. El hombre nace, pues, con una vocación que marca y configura todo su ser, material y espiritual a la vez: la de alcanzar la vida eterna, gloriosa y feliz en Dios, que se le ha revelado plenamente en Jesucristo como Padre, Hijo y Espíritu Santo. La vocación del hombre para la eternidad es su vocación desde el principio. Vocación a la que él respondió con el no de su primer pecado: el no a la ley de Dios, ley de la vida; y que, sin embargo, fue superado por el Sí del perdón y del amor misericordioso, más grande, que el Padre le otorgó –nos otorgó– por el Hijo hecho hombre y muerto en la Cruz por nosotros, en el Espíritu Santo, que ha sido enviado a nuestros corazones, infundiéndonos nueva vida. Esta vida, la “Nueva Vida”, que madura desde la apertura libre del hombre a ese don del amor misericordioso y en su acogida humilde en el día a día de la vida temporal en este mundo con toda la mente, con todo el corazón y con toda la voluntad, entregándose a ese Amor con todas las fuerzas del alma y del cuerpo: ¡con todo nuestro ser! O, dicho con otras palabras, aceptando y configurando la vida terrena como un camino de santidad, como una vocación para la santidad. ¿Cuál es pues la razón de ser y el sentido de la vida y de la historia del hombre sobre la tierra? Realizarse en la santidad; vivir santamente con la esperanza de la participación definitiva y feliz en la gloria de Dios. Por lo tanto, dando crecientemente Gloria a Dios. La Gloria de Dios es el hombre viviente, enseñaba San Ireneo de Lyón.

La Iglesia celebra, todos los primeros de noviembre, la Fiesta de todos los Santos con la certeza de que una multitud incontable de sus hijos goza ya plenamente de esa gloria. Se encuentran ya “delante del Trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos”, como los presenta el vidente del Apocalipsis. Sí, son los hijos que han llegado ya con Jesucristo, el Crucificado y Resucitado, el Hijo Unigénito, a la Casa del Padre que está en los Cielos.

Nuestra celebración de “Todos los Santos” no puede, pues, por menos de ser una celebración gozosa. Nos fortalece, primero, en la esperanza de que los que caminamos todavía en la peregrinación de este mundo, abrazándonos a la Cruz Salvadora de Cristo, también podremos alcanzar esa corona de gloria. Gozosa, además, porque nos señala la vía segura para nuestra vida en este mundo, que si se sabe llenar del sentido del verdadero Amor –¡del amor que brota a raudales del Corazón herido de Jesús, muerto en la Cruz por salvarnos del pecado y de la muerte–, como lo hicieron tantos conocidos y anónimos santos de todos los tiempos y de nuestro tiempo, pregustará la felicidad, las bienaventuranzas de los elegidos. El gozo de la Fiesta se transforma inmediatamente en oración: en la plegaria por todos los fieles difuntos, los más próximos y conocidos –los de la propia familia, sobre todo– y los más lejanos. Es una plegaria de súplica amorosa para que en ellos la muerte se haya transformado en la prueba última y lograda del Amor. Una valiosísima certeza nos aporta también nuestra celebración de “Todos los Santos”: la del valor inmenso de la vida de todo ser humano, que viene a este mundo desde el momento de su concepción en el vientre de su madre. Esa vida lleva consigo el germen inmortal de la eternidad: ¡la vocación para vivir y ser hijo de Dios! ¡“Ciudadano del Cielo”!

A la Virgen, Ntra. Señora, Madre de Jesucristo, Asumpta al Cielo, Reina de todos los Santos, nuestra Madre y Virgen de La Almudena, encomendamos nuestras plegarias. Que Ella ilumine la mente y el corazón de sus hijos, los madrileños de hoy, especialmente los jóvenes, para que comprendan la verdad de su vocación, ¡una vocación para la santidad!

Con todo afecto y mi bendición.