En la memoria viva de la Iglesia
Mis queridos hermanos y amigos:
“La Cultura de la Vida” no sólo implica una aceptación intelectual y un cultivo práctico del valor incondicional –e incondicionado– de la vida de cada ser humano desde que es engendrado en el seno de su madre hasta su muerte natural, sino también la actitud de un profundo y delicado respeto de sus restos mortales cuando fallece. “La cultura de la Vida” –expresión tan querida por Juan Pablo II y patrimonio ya, pastoral y catequético, del lenguaje habitual de la Iglesia– lleva consigo, por muy paradójico que pueda parecer, tanto el imperativo ético y espiritual de la acogida y el cuidado amoroso de toda vida humana por muy minúscula, quebrantada o deforme que perezca, como la exigencia moral del trato exquisitamente respetuoso del cuerpo humano muerto. La razón es muy clara, sobre todo vista a la luz de la fe cristiana: la cultura de la vida parte de la verdad del valor trascendente e inmortal del hombre más allá de la muerte. No sólo el alma, sino también el cuerpo están llamados a la inmortalidad: a la vida eterna ¡a una vida nueva e imperecedera en Dios! La Resurrección de Jesucristo, su Misterio Pascual, han traído al hombre la certeza de que ha sido ¡todo él! llamado a la vida: una vida gloriosa. En aquel primer día de la semana judía, acabadas las fiestas de la Pascua, cuando Jesús el Muerto en la Cruz y Sepultado en la sepultura excavada en la roca muy cerca del Calvario, resucita glorioso con toda su humanidad, se ilumina una doble verdad: la del porqué de la muerte física del hombre y la del cómo puede ser vencida en su raíz espiritual. El hombre muere porque desde su principio rompió con Dios. El hombre puede vivir ya eterna y gozosamente si, unido a la oblación infinitamente amorosa de Jesucristo en la Cruz, ofrecida al Padre por la salvación del mundo, vive y muere con El. Llora el pecado con El y abre su corazón, unido al Sagrado Corazón de Jesús, al amor misericordioso del Padre: ¡al don del Espíritu Santo! “La esperanza no defrauda –enseña muy luminosamente San Pablo– porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que nos ha dado” (Ro 5,5). A la luz del Misterio Pascual del Señor, se ve lo falso de esa definición contemporánea del hombre, tan creída por muchos –al menos en la práctica de sus vidas éticamente rotas y frustradas– e ideológicamente tan manipulada, de que “es un ser para la muerte”. ¡Ningún hombre es “un ser para la muerte”! ¡ni en su alma, ni en su cuerpo! ¡Todo ser humano es para la Vida, eterna y gloriosa, en su alma y su cuerpo! Del hombre, de cada hombre, del uso de su libertad, dependerá de si ese final eterno será glorioso o no. Por Dios no queda: lo ha hecho todo por nosotros; ha hecho, humanamente hablado, lo imposible por el hombre, su criatura preferida. ¡Le ha dado a su Hijo Unigénito y con El al Espíritu Santo, la Divina “Persona-Amor” que los une inefablemente antes de todos los siglos.
¿Cómo pues no iba la Iglesia, la comunidad de los bautizados en Jesucristo, confiada al cuidado pastoral de los Apóstoles con Pedro, y de sus Sucesores, desde sus principios, no sólo ser la defensora infatigable –¡hasta el martirio!– del don trascendente de la Vida en toda su integridad y hondura humana y divina? o, como se expresan los teólogos, ¿en toda su verdad antropológica y escatológica?
La “pastoral de la Iglesia” es, por ello, siempre “una pastoral de la Vida”, en su curso temporal y a la hora de la muerte. La Iglesia conduce a sus hijos por la Palabra, los Sacramentos y la Caridad en el camino de esta vida temporal y perecedera de tal forma que, venciendo al pecado, venzan a la muerte espiritual y corporal. “Sus fieles” son suyos en la vida y en la muerte. Sus hijos, cuando mueren, son sus “fieles difuntos”. Rodea sus cuerpos de respeto humano y de plegaria fraterna; más aún, de los ritos más bellos y esperanzadores de su Liturgia. Celebra por ellos el Sacrificio Pascual de Jesucristo, el Sacramento de la Eucaristía. Se los confía a su Señor Resucitado, ofreciendo sufragios para que la hora de su purificación definitiva, por el amor ardiente del Corazón de Cristo, suceda ya.
Esa piedad para con los difuntos, que la Iglesia les ha mostrado desde la liturgia más antigua y venerable de las primeras comunidades cristianas –¡emocionantes sus huellas históricas en las catacumbas romanas!– hasta hoy mismo, hemos de renovarla y actualizarla constantemente, siendo fieles a las indicaciones del Vaticano II y de los libros litúrgicos y, de nuestras proposiciones más próximas del III Sínodo de Madrid y de las normas diocesanas que lo aplican. La caridad cristiana nos lleva a la oración y a los sufragios por nuestros fieles difuntos, recomendados por la Iglesia, y alienta a rogar a Dios, al Señor de la vida y de la misericordia, por todos los muertos de la gran familia humana. Es extraordinariamente significativo y elocuente lo que está aconteciendo en la cultura de la modernidad contemporánea, la de nuestra sociedad: se desprecia a la Vida y se minusvalora la muerte. Se trata mal a los vivos y se vilipendia frívolamente a los muertos.
A este resultado, tan inhumano, en la hora de la vida y de la muerte del hombre, conduce una cultura que no reconoce el valor trascendente del ser humano y que se instala, por tanto, en la bagatelización y en la instrumentalización, cínicamente egoísta, de la vida y de la muerte: en la manipulación utilitarista de los vivos y de los muertos.
La oración y la memoria cristiana de nuestros difuntos cobra una importancia pastoral singular en este ambiente de negación práctica de Dios, que se infiltra en nuestras familias y que corroe lo más íntimo y valioso de nuestras mejores tradiciones y costumbres religiosas y culturales. Se convierte en un testamento evangelizador de primer orden y en una contribución impagable a la humanización verdadera de nuestra sociedad: ¡a la recuperación del hombre en toda su dignidad de persona e hijo de Dios!
A la Virgen Dolorosa y Gloriosa, Madre de la Iglesia, Virgen de La Almudena, encomendamos esta intención que la Liturgia de la Iglesia nos recuerda especialmente en el día de la Conmemoración de los fieles difuntos: ¡que guardemos la piadosa memoria de nuestros difuntos! ¡que nuestra plegaria les acompañe siempre!
Con todo afecto y mi bendición,