El Triunfo de la Vida Verdadera
Mis queridos hermanos y amigos:
Hemos seguido a Jesús en el itinerario de su Pasión acompañándole en todas sus conocidas estaciones, desde el momento de su detención y prendimiento en el Huerto de los Olivos hasta llegar cargado con la Cruz al Gólgota donde fue Crucificado. Un itinerario cruel y terrible. Su estremecedora muerte en la Cruz culminaba el más desalmado y cínico proceso sufrido por un inocente en el largo y tortuoso camino de la historia: las torturas empleadas fueron de una ferocidad y ensañamiento indecibles. Con el “consumatum est” −“Todo está cumplido”−, que salió de sus labios a punto de entregar su espíritu al Padre, se ponía de manifiesto el carácter de Martirio que tipificaba aquella muerte en lo más profundo de su significado: ¡un Martirio único e inigualable en su valor salvífico para la historia y la vida de los hombres de todos los tiempos!
Nuestro seguimiento, vivido en comunión con toda la Iglesia, no se limitó a la mera evocación humana, histórica, cultural, artística e incluso religiosa de la muerte trágica de un personaje famoso de la historia; si se quiere, de los más famosos y de los que más han influido después de muerto en los últimos dos mil años del acontecer de la humanidad. ¡No, fue mucho más! Nuestras celebraciones del Jueves y Viernes Santo estaban conducidas y guiadas por un conocimiento de los sucesos de la Pasión y Muerte de Jesucristo, iluminado por la fe que penetraba en la dimensión divina de lo que acontecía. A nuestra mirada interior se desvelaba un inefable y consolador Misterio: ¡Dios nos mostraba y regalaba el don de un amor infinitamente misericordioso! ¡Dios −Padre, Hijo y Espíritu Santo− nos descubría su Plan de Salvación, diseñado para el hombre desde toda la eternidad y nos incorporaba a Él! ¡Habíamos quedado salvados! Nos sentimos de nuevo perdonados, amados, invitados a imitar el ejemplo de Jesús, emprendiendo con esperanza firme una vida sumisa a la voluntad de Dios. El resultado humano-divino de su aceptación quedaría patente en la Vigilia Pascual que acabamos de celebrar al tercer día después de la muerte y sepultura de Jesús. Jesús resucita de entre los muertos. Sale del sepulcro: ¡Es el triunfo de la vida! ¡el triunfo de la vida verdadera!
Jesús vuelve a la vida, en la noche que va del Sábado, Fiesta de los judíos, al primer día de la semana, no de igual manera de como había sido antes de su muerte: vida frágil, sometida al dolor, a la decrepitud y, en fin de cuentas, a una muerte fatalmente inevitable, físicamente destructora del ser humano. ¡No! Su vida, después de su resurrección −resurrección real, acaecida en la historia y en la realidad física de su cuerpo y de la materia de este mundo−, es una vida nueva: plena, inmersa en la vida divina, glorificada. San Pablo expresa esta verdad con precisa y bella concisión apuntando a la raíz o causa última que produce la muerte: “Sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre Èl. Porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre; y su vivir es un vivir para Dios” (Rom 6,10).
En la noche de la Vigilia Pascual, envueltos por el horizonte de nuestra vida siempre amenazada por la oscuridad tenebrosa del mal y de la muerte, pudimos ver de nuevo claro; y comprender con Pablo y a la luz de la Palabra de Dios: “que nuestra vieja condición ha sido crucificada con Cristo, quedando destruida nuestra personalidad de pecadores… Por tanto, si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él” (Rom 6, 6.8). La conclusión “paulina” no podía ser más evidente: “consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom 6,11).
La Noche de la Pascua nos deparaba y nos confirmaba de nuevo una doble y gozosa certeza: la del triunfo definitivo de la vida verdadera como fruto del Amor –¡del Dios “que es amor”!– y la de la vocación del hombre para participar en ese triunfo y vivir de esa vida ya desde el tiempo y en el tiempo y para la eternidad. O, dicho con otras palabras, descubrimos de nuevo la vocación del hombre para la santidad. Hemos sido llamados para ser santos. Podemos y debemos vivir santamente. En eso consiste la verdadera vida: la vida recibida el día de nuestro Bautismo y que triunfa sobre la muerte. Es la vida verdadera al alcance de todos los sencillos y humildes de corazón que creen en Jesucristo Resucitado, esperan en Él y lo aman. Estos son los ya bienaventurados, los que de verdad transforman el mundo. Con ellos este mundo perecedero pasa de ser un campo donde sólo “se siembran lágrimas” para ser otro renovado donde “se cosecha entre cantares”.
María fue la primera entre los hijos e hijas de los hombres que vivió incondicionalmente sumisa a la voluntad de Dios. Se entregó a ella sin reservas. No dudó en aceptar la vocación de ser Madre del Hijo de Dios con todas sus consecuencias, incluida la de la Cruz. Santísima la llama e invoca la Iglesia. Se explica bien que Ella, fiel al lado de su Hijo Crucificado, fuese la primera que venciera ya plenamente a la muerte, siendo Asumpta al Cielo, participando con todo su ser −cuerpo y alma− en la Gloria de Jesucristo Resucitado, como Madre de ese Hijo Glorioso, −el verdadero Cordero Pascual− y, por tanto, de todos nosotros, sus hijos, los hijos de los hombres.
Con Ella, Madre del Cielo, Madre de la Iglesia, Madre de la familia humana, Virgen de La Almudena, cantamos de nuevo con júbilo el Aleluya pascual y nos confiamos a su amor maternal para emprender un nuevo capítulo de santidad en la vida de la Iglesia y en nuestra vida; para el mundo.
¡Felices y Santas Pascuas de Resurrección!
Con todo afecto y mi bendición,