Homilía en la Eucaristía de Acción de gracias a Dios por los cinco años del pontificado de Benedicto XVI

«Apacienta mis ovejas»

Catedral de La Almudena, 21.IV.2010; 20’00 h.

(Heb 5,1-10; Sal 18,2-7; Jn 21,1-19)

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

Los obispos de la Iglesia en España hemos querido reunirnos en esta santa Iglesia catedral de Santa María la Real de la Almudena para celebrar la eucaristía en acción de gracias por el quinto aniversario de la elección del Papa Benedicto XVI. Lo hacemos como signo de comunión con quien es principio de unidad de toda la Iglesia y en señal de gratitud por su generosa e infatigable entrega a la Iglesia. Con esta celebración eucarística queremos unirnos a él, junto con nuestras respectivas iglesias, y expresarle nuestra adhesión incondicional y nuestro filial y entrañable afecto. Como la Iglesia de Jerusalén, cuando Pedro se encontraba en prisión, nos unimos a él en intensa oración con la certeza de que la Eucaristía es el lugar donde la comunión se fortalece y se asegura con vínculos indestructibles, que nacen del poder de Cristo resucitado. Ciertamente, la Eucaristía es la expresión más pura de la comunión que vive la Iglesia con el Señor resucitado y entre todos sus miembros.

Desde aquel gozoso día de Pascua en el que Benedicto XVI fue llamado para apacentar la Iglesia de Cristo, hemos sido testigos del amor de quien se definió a sí mismo como humilde trabajador de la viña del Señor. También él, al término de un fecundo y trabajoso ministerio, fue ceñido para ser conducido al oficio que reclama dar totalmente la vida por Cristo y por su Iglesia: el oficio del amor. En ese oficio no ha dejado de ser el humilde trabajador de la viña de Cristo: en sus viajes apostólicos, en su fecundo magisterio, en la entrega sin reservas a los reclamos de la Iglesia universal. Humilde trabajador también en el momento de acoger la cruz con mansedumbre y serenidad en momentos difíciles de su ministerio.

Nuestro agradecimiento cobra mayor afecto e intensidad al contemplar que el poder del mal arrecia con inusitada fuerza contra su venerable persona, que representa a la Iglesia de Cristo. Donde está Pedro está la Iglesia. Los ataques a Pedro son también ataques a la Iglesia. Por ello, al mismo tiempo que agradecemos a Cristo su compasión por concedernos un pastor bueno y humilde, nos apiñamos en torno a él, para decirle: No estás sólo, Santo Padre, la Iglesia te sostiene. Esta es la confianza con la que asumió la carga del ministerio de Pedro, como él mismo confesó al iniciar su pontificado: «También en mí -dijo- se reaviva esta conciencia: no estoy solo. No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar yo solo. La muchedumbre de los santos de Dios me protege, me sostiene y me conduce. Y me acompañan, queridos amigos, vuestra indulgencia, vuestro amor, vuestra fe y vuestra esperanza. En efecto, a la comunidad de los santos no pertenecen sólo las grandes figuras que nos han precedido y cuyos nombres conocemos. Todo nosotros somos la comunidad de los santos; nosotros, bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; nosotros, que vivimos del don de la carne y la sangre de Cristo, por medio del cual quiere transformarnos y hacernos semejantes a sí mismo»[1].

1. La presencia del Señor Resucitado

El texto que hemos escuchado de la carta a los Hebreos es una hermosa confesión de fe en Cristo resucitado. Al afirmar que podemos acercarnos a él, como Sumo Sacerdote, para alcanzar gracia y misericordia en el tiempo oportuno, se nos está diciendo que Cristo vive para siempre y se ha convertido en el trono de la gracia que se nos ofrece a raudales. Mientras el sumo sacerdote judío no podía tener contacto con los pecadores porque perdía la pureza ritual exigida para ejercer su oficio, Jesucristo, el Sumo Sacerdote de nuestra confesión, puede compadecerse de ignorantes y extraviados, acercarse a ellos y ofrecerles el perdón definitivo. Hecho semejante a nosotros, menos en el pecado, Cristo se ha convertido en el lugar de la expiación y del perdón que Dios ofrece a todos los hombres. Esta es nuestra fe y nuestra confianza. La Iglesia vive de la compasión de Cristo, gracias a la cual el hombre experimenta que Dios cura sus heridas, sana sus pecados, y nos levanta de la postración.

¿No fue esto lo que hizo con Pedro? Si atendemos al relato que hemos escuchado del evangelio de Juan, comprendemos que Cristo se convierte para Pedro en el lugar de la gracia y de la misericordia infinita. Era necesario que Pedro experimentara el amor de Cristo antes de ser revestido del «oficio de amor» con que debía servir al rebaño de Cristo. En aquella mañana de Pascua, Cristo resucitado, en su infinita compasión, quiso confirmar a Pedro en el Primado de la caridad para que apacentara su humilde rebaño. ¿Cómo lo hizo? Pidiendo que le confesara su amor. Sólo así, confesando tres veces el amor a Cristo, podía restaurar su triple negación. Pedro se acercó a Cristo, humilde y confiado, y, a pesar de la tristeza que supuso el hecho de que Cristo le preguntara por tercera vez si le quería, confesó su amor. Sólo entonces recibió de Cristo el mandato de pastorear su Iglesia y llegar a ser “el dulce Cristo en la tierra”, según la tierna y feliz expresión de Santa Catalina de Siena. Pedro es, ciertamente, el don del resucitado a la Iglesia para que se sienta acompañada, pastoreada, compadecida y alentada en su peregrinación. Para que fuera así, para que Pedro tuviera compasión con la Iglesia, hasta dar la vida por ella, Cristo se compadeció, en primer lugar, de él y le pidió que confesara su amor a quien, presumiendo amarle, le negó tres veces. Y así, como enseña san Agustín, confirmó a Pedro en el amor que sólo podía venir de Cristo resucitado, no de su presunción ni de su flaqueza. «Confirmado por su resurrección»,[2] Pedro realizará «lo que su flaqueza prometía», a saber, morir por Cristo.

El amor que Pedro declara a Jesús, condición para recibir el mandato supremo de pastorear a la Iglesia, expresa la compasión con que es investido quien representa al Buen Pastor que ha dado la vida por sus ovejas. En este contexto, es claro que el significado del anuncio de la muerte con la que daría gloria a Dios no es otro que el de la perfecta identificación con Cristo que dio la vida por su rebaño. «Este fue el fin       –comenta san Agustín– de aquel negador y amador: engreído con la presunción, postrado por la negación; purgado con las lágrimas, coronado con la pasión; este fin halló: morir en caridad perfecta por el nombre de Aquel con quien había prometido morir, arrastrado por una perversa precipitación»[3].

De una u otra manera, todos los Papas mueren por Cristo. Su vida queda tan misteriosamente unida a la del Señor, que son ceñidos por un amor que les arrebata la vida. Las proféticas palabras de Jesús a Pedro, indicando la muerte con que glorificaría a Dios, se cumplen en cierto sentido en cada sucesor de Pedro, llamado a expropiarse totalmente de sí para que aparezca y brille en su ministerio el amor que le constituye como Vicario de Cristo. En ese amor, el pueblo cristiano se siente acompañado y fortalecido y sabe que Cristo sigue presente en su Iglesia. Se comprende, pues, la corriente de sincero afecto y de oración que ha desencadenado en tantos hijos de la Iglesia los ataques de que ha sido objeto su Padre y Pastor universal. Es la respuesta de fe al misterio que encierra el sucesor de Pedro.

2. El amor a la Iglesia

El examen del amor a Pedro tiene lugar después de la pesca milagrosa, que es un signo del Resucitado para que creamos que él es capaz de reunir a la Iglesia sacando del mar a los que están destinados a ser salvados. La misión de Pedro está determinada por esa pesca, que saca del mar tenebroso a los que Cristo quiere conducir a la luz. Así lo enseñaba magistralmente el Papa Benedicto XVI en el inicio de su Pontificado. Al explicar en qué consiste el oficio del «pescador de hombres», afirmó: «Pero en la misión del pescador de hombres ocurre lo contrario. Los hombres vivimos alienados, en las aguas saladas del sufrimiento y de la muerte; en un mar de oscuridad, sin luz. La red del Evangelio nos rescata de las aguas de la muerte y nos lleva al resplandor de la luz de Dios, en la vida verdadera. Así es, efectivamente: en la misión de pescador de hombres, siguiendo a Cristo, hace falta sacar a los hombres del mar salado por todas las alienaciones y llevarlo a la tierra de la vida, a la luz de Dios. Así es, en verdad: nosotros existimos para enseñar Dios a los hombres»[4].

Estas palabras de Benedicto XVI definen atinadamente su ministerio pastoral durante estos cinco años en los que no ha dejado de iluminar a los hombres mostrándoles el camino hacia Dios. Quizás aquí tengamos la clave de muchos de las incomprensiones, críticas y ataques a su persona por parte de quienes consideran que Dios no tiene lugar en la ciudad terrena, que es un objeto cultural de épocas pasadas, un resto que debe ser eliminado en aras de una autonomía del hombre que pretende bastarse a sí mismo y no encender otra luz que la que dimana de su propia autosuficiencia. Pedro siempre se remite al Señor; no existe para sí mismo, sino para Cristo, de quien depende totalmente desde que le confesó el amor y fue investido del oficio del mismo Cristo. En realidad, los ataques contra la roca de Pedro pretenden minar la estabilidad de la Iglesia y constituyen una amenaza a la confianza que los cristianos hemos depositado en la promesa de Cristo: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16,18). Así se explica que Cristo Resucitado confirme en su amor compasivo a quien, a su vez, tiene que confirmar a sus hermanos en la esperanza de la vida eterna, aquella que va más allá de la muerte.

Oremos, pues, por el Papa. Respondamos así a la petición que él mismo nos hizo cuando fue elegido para la sede de Pedro y sintió que el peso que Cristo ponía sobre sus hombres al encomendarle su Iglesia, el peso del amor, sólo podía ser aligerado con la oración de todos los cristianos. «Una de las características fundamentales del pastor debe ser amar a los hombres que le han sido confiados, tal como ama Cristo, a cuyo servicio está. “Apacienta mis ovejas”, dice Cristo a Pedro, y también a mí, en este momento. Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuestos a sufrir. Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la palabra de Dios; el alimento de su presencia, que él nos da en el Santísimo Sacramento. Queridos amigos, en este momento sólo puedo decir: rogad por mí, para que aprenda a amar cada vez más al Señor. Rogad por mí, para que aprenda a querer cada vez más a su rebaño, a vosotros, a la Santa Iglesia, a cada uno de vosotros, tanto personal como comunitariamente. Rogad por mí, para que, por miedo, no huya ante los lobos. Roguemos unos por otros para que sea el Señor quien nos lleve y nosotros aprendamos a llevarnos unos a otros»[5].

Que la Madre de Cristo y Madre nuestra nos sostenga en la oración común y, como Madre sacerdotal, defienda de sus enemigos a quien es para todos nosotros “el dulce Cristo en la tierra».

Amén.


[1] Benedicto XVI, Homilía en el inicio de su ministerio como Obispo de Roma, 24-Abril-2005.

[2] San Agustín, In Oían 123,4.

[3] San Agustín, In Oían 123,4.

[4] Benedicto XVI, Homilía en el inicio de su ministerio como Obispo de Roma, 24-Abril-2005.

[5] Benedicto XVI, Homilía en el inicio de su ministerio como Obispo de Roma, 24-Abril-2005.

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