Colegiata de San Isidro; 15.V.2010; 11’00 horas
(He 4,32-35; Sal 1,1-2.3.4 y 6; Sant 5,7-8.11.16-17; Jn 15,1-7)
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
1. La Festividad de nuestro Patrono San Isidro Labrador, Patrono de la Villa de Madrid y de los agricultores de todo el mundo, nos acerca de nuevo a una de las fuentes principales de la piedad cristiana que modeló la forma de creer y de vivir cristianamente de los madrileños del segundo milenio de su historia espiritual y religiosa; más aún, que imprimió un inequívoco sello cristiano a costumbres, tradiciones populares, expresiones culturales, formas de vida e ideales morales y humanos del pueblo de Madrid hasta hoy mismo.
La Iglesia, identificada plenamente con esa historia de cristianismo vivido con fidelidad a los orígenes y personificada en la figura y ejemplo de sus Santos Patronos San Isidro Labrador y Santa María de la Cabeza, celebró siempre esta Fiesta, sobre todo a partir de la canonización del Santo el 19 de enero del año 1622, compartiendo en “unión íntima” con el pueblo de Madrid lo que el Concilio Vaticano II, ya encarando el Tercer Milenio de nuestra Era, quiso proclamar confesando a la Iglesia “verdadera e íntimamente solidaria del género humano y de su historia”: “El gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón”(GS 1). Pues bien, en la celebración de San Isidro del presente año 2010, queremos reafirmar y acentuar con renovada intensidad esta solidaridad de los hijos e hijas de la Iglesia Diocesana –de sus pastores y fieles– con el pueblo de Madrid, en comunión plena con toda la Iglesia en España, en Europa y en el mundo; unidos inquebrantablemente a quien la preside en la caridad, el Sucesor de Pedro, nuestro Santo Padre Benedicto XVI. No queremos que quede la menor duda sobre los sentimientos de solidaridad más profunda que abriga en Madrid la comunidad de los católicos creyentes en Cristo con la comunidad de sus ciudadanos.
2. ¡Ciertamente! Son grandes y graves las tristezas y las angustias que nos afligen en este momento crucial de la historia; pero no son menores las razones y la fuerzas para poder sostener y hacer vibrar la esperanza e, incluso, el gozo en este “San Isidro” madrileño de una ciudad y de una comunidad en el que se entremezclan paradójicamente los dolorosos problemas personales, familiares y sociales con los más limpios y generosos testimonios pascuales de fe en la Verdad de Jesucristo, Salvador del hombre, patentes en las pruebas de un amor cristiano practicado heroicamente con el prójimo cercano y lejano según la medida de Cristo: “amaos los unos a los otros como yo os he amado”; es decir, hasta dar la vida por los hermanos. Sí, son muchos los madrileños que cumplen el nuevo mandamiento de Dios de “que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó” (1 Jn 3, 23-24). Mandamiento que nuestro Patrono, al lado de su esposa Santa María de la Cabeza, cumplió fiel y modélicamente. El ejemplo de su vida santa ilumina de nuevo nuestra actualidad marcada para muchos de nuestros conciudadanos y de sus familias por las graves incertidumbres ante el futuro –pensamos, sobre todo, en el desempleo de tantos de ellos– y por los interrogantes que se plantean para abordarlo y configurarlo como un horizonte de verdadera esperanza. “San Isidro” no deja de iluminarnos y alentarnos con su ejemplo en esta hora crítica de nuestro presente como lo hizo en los momentos más duros de nuestro pasado. Un presente en el que Madrid es consciente de los lazos vivos y profundos que le unen al destino de España sobre todo desde el comienzo de la edad moderna y, desde hace pocas décadas, a Europa. San Isidro nos ilumina, nos alienta y, además, nos conforta e impulsa como intercesor para que elijamos el recto camino de una verdadera, posible y alcanzable recuperación y para que perseveremos constantes en él.
3. San Isidro fue un cristiano mozárabe que antepuso en su vida humilde y sencilla, la fe en Dios y la adhesión incondicional al testimonio que seguían dando los apóstoles de la Resurrección de Jesucristo a través de sus sucesores en la Iglesia, a cualquier consideración o valoración de las expectativas materiales y terrenas al proyectarla y realizarla en lo personal y en lo profesional. Él es uno de aquellos mozárabes madrileños que, en unas circunstancias sociales dominadas por el Islam, nunca deja de pensar y de sentir lo que pensaron y sintieron siempre los cristianos, desde aquellos fervorosos y entusiasmados momentos de la primera comunidad cristiana de Jerusalén, reunida en torno a Pedro y a los demás Apóstoles de Jesús, –que conocemos por lo que nos refiere el Libro de los Hechos de los Apóstoles–, hasta nuestros días. Nuestro Patrono no vaciló nunca en mantener sin fisura alguna su pertenencia a la Comunidad Católica de los creyentes en Jesucristo Resucitado. Nunca antepuso nada a Él ni en sus ideas ni en su comportamiento privado y público. “Su gozo – fue– la ley del Señor”, como cantaba el antiguo Salmista de Israel; pero con la nueva nota del amor cristiano que brota de la herida abierta en el Divino Corazón de Jesucristo Crucificado, gloriosa ya y fuente perenne del Espíritu Santo ofrecido como el Don del Amor a todo hombre que viene a este mundo y no le cierra su corazón al suyo. San Isidro practica ese amor en su hogar, con sus vecinos, con los pobres. Repartía lo que tenía con cualquier indigente que pasase por la puerta de su casa. Lo practicaba con sus compañeros de trabajo, en su laboreo diario de las tierras de sus dueños, “los Vargas”. “Ora y labora” como el mejor “benedictino” de cualquiera de las épocas de la historia de la Iglesia. Su biógrafo más cercano en el tiempo –mediados del siglo XIII–, Juan el Diácono, dirá que “Isidro había hecho el firme propósito de vivir según las enseñanzas de la Sagrada Escritura” (Nº 1).
4. Esa honda conformación de todo el discurrir de su vida por la experiencia cristiana de Dios, alimentada en la oración asidua y en la unión espiritual con Jesucristo y embebida de una tierna devoción a la Virgen María, les llevan a él y a su esposa Santa María de la Cabeza, incluso, a un largo período de separación física de sus vidas que dura hasta los años de la vejez de Isidro, para dedicarse total y radicalmente a la consagración a las cosas de Dios. La incomprensión, traducida pronto en acusaciones calumniosas y envidiosas, se anuncia implacable e injuriosa. Sería vencida, finalmente, por la transparencia pública de los hechos que tanto los vecinos de aquel “Magerit”, devuelto definitivamente en 1119 a manos cristianas, como los de Torrelaguna, la villa natal de la esposa, reconocerían clamorosamente. También lo haría emocionado Iván de Vargas, el amo de las tierras, receloso y desconfiado con su buen servidor por las murmuraciones de los otros labradores. Al espiarlo desde la distancia, vio con ojos atónitos lo que la popular tradición cuenta de las dos yuntas de bueyes conducidas por dos ángeles arando a un lado y al otro de la del santo. Isidro le reconvendría: “En presencia de Dios a quien sirvo según puedo, honradamente os digo, que en esta agricultura ni he llamado ni he visto a nadie para que me ayude, sino sólo a Dios a quien invoco y tengo en mi amparo” (Nº 2). Murió en olor de santidad: con la fama popular de un Santo.
En la vida de nuestro Santo Patrono y en la de su esposa se verificaba, mil años después del nacimiento de la primera comunidad apostólica de Jerusalén, la verdad fecunda de la vía cristiana de la esperanza: la de la paciente actitud del que siembra fe, constancia en la oración y en la vigilante y permanente acogida de la gracia del Señor Resucitado, sabiendo que “su venida está cerca”. “Mucho puede hacer la oración intensa del justo”, recordaba el Apóstol Santiago a los cristianos de la Iglesia primitiva, y les exhortaba: “Confesaos los pecados unos a otros y rezad unos por otros” (St 5, 16). Pero, sobre todo, su buen hacer de esposo, padre, trabajador y vecino, manifestaba que el permanecer en Cristo, como el sarmiento en la vid, no anteponiendo nada a Él, daba mucho fruto. Sí, en definitiva, este era –y es– el único modo real y realista para lograr una vida libre de las miserias de nuestros pecados e inspirada, guiada y configurada por el verdadero amor capaz de transformarlo todo –personas y sociedades– en la verdad de las Bienaventuranzas y, por ello, él único suficiente para hacer sostenible y veraz la esperanza.
5. El contraste entre el modelo de vida, adoptado y seguido por nuestro Santo en su realización personal, en su matrimonio, en su familia, en su trabajo y en sus relaciones sociales, y el dominante hoy entre nosotros, es evidente. La pregunta, si queremos ser sinceros ante lo proclamado y escuchado en la Palabra de Dios y lo que vamos a ofrecer y a recibir en el Sacramento de la Eucaristía, se nos impone: ¿no nos urge como en otras épocas críticas de la historia la necesidad apremiante de una nueva conversión? ¿a Cristo y a su Evangelio? Formulando esta pregunta hoy en Madrid, a la vista del ejemplo modélico de vida de San Isidro Labrador, la respuesta afirmativa no admite dudas serias y mínimamente aceptables: ¡Sí! urge esa nueva conversión en la vida interna de la Iglesia –de sus pastores, de sus sacerdotes, de sus consagrados y de sus fieles laicos–; sí, urge en la vida de los ciudadanos tanto en el ámbito de lo personal como en la realidad social, cultural y política que los envuelve. ¡Sí! Necesitamos volver a poder decir con verdad: “Nuestro gozo es la ley del Señor”. La ley del Señor, que es la ley natural, inscripta por Dios en lo más hondo y auténtico de nuestras conciencias, la ley ya restablecida en la integridad de sus contenidos por el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo. Más aún, consumada y elevada por El a la perfección de la caridad. Es decir, se trata de la ley que es hoy y para siempre la Ley Nueva del Resucitado: culmen y superación de la Antigua. ¡Ley del tiempo nuevo de la gracia y de la misericordia!
6. El Santo Padre, en su viaje como peregrino sencillo y humilde al Santuario de la Virgen Nuestra Señora de Fátima, nos advertía de la actualidad del mensaje que la Virgen confió a aquellos tres niños de siete, nueve y doce años –Jacinta, Francisco y Lucía–, el 13 de mayo de 1917 y en los meses sucesivos hasta el 13 de octubre de ese mismo año. Un año dramático, si los hubo, en la historia de Europa y de toda la humanidad que sufría con una crudeza y crueldad inauditas los horrores de lo que se presentaba ya como una conflagración mundial. En aquel lugar perdido y totalmente desconocido de Portugal, la Virgen elegía con una ternura exquisitamente sobrenatural “la casa” –como nos lo explicaba el Papa en su Homilía de anteayer en Fátima– para dirigir a los cristianos y a todos los hombres de buena voluntad una ardiente llamada a una inaplazable conversión: a la expiación y a la penitencia reparadora por los pecados de nuestro tiempo y a la oración por la conversión de los pecadores. Sólo así quedaría despejado el horizonte de la guerra: ¡habría y se aseguraría la paz! La recomendación del rezo diario del Rosario, como la más sencilla y familiar oración del cristiano, se la encarga a unos niños inocentes: a aquellos niños portugueses que se mantienen increíblemente firmes en el testimonio de la verdad de las apariciones de la Virgen y de sus Mensajes, venciendo amenazas y detenciones amedrentadoras. “El Rosario”, muy en línea espiritual con la oración que habría conocido y cultivado San Isidro, ¿será camino para enfrentarse con los formidables desafíos de esta hora de encrucijada histórica? ¿es la puerta siempre franqueada para el triunfo de la esperanza? La celebración, hoy, de nuestro Santo Patrono debe confirmarnos en que la respuesta es “Sí”. Es su respuesta: la de su sencillez y humildad, y la de la imitación de su “ejemplo de vida escondida en Dios, con Cristo”. Cuando se ora por Cristo en Cristo, todo lo verdaderamente humano se robustece, crece, se transforma en “una civilización del amor” y se va abriendo como su surco sembrado por el Evangelio para la vida feliz y eterna.
A muchos les parecerá simplista esta propuesta. Pero el creyente sabe que, si no nos la tomamos en serio haciéndola profundamente nuestra, todas las demás se quedarán sin el fundamento moral y espiritual que les confiere eficacia justa y duradera por encima de la superficialidad engañosa de lo efímero. Muchos de nuestros jóvenes la entienden perfectamente. La preparación de la JMJ del 2011, que celebraremos en Madrid como un signo victorioso de verdadera esperanza –preparación cuidadosa y finamente espiritual en torno a la Cruz Gloriosa de Jesucristo–, lo demuestra abundantemente. ¡Este querido y viejo Madrid vibrará con esta esperanza, con la esperanza de los jóvenes cristianos del mundo! La Virgen de La Almudena, la venerada por San Isidro Labrador, nos sostendrá y nos confortará con ellos en el camino de una nueva conversión a Jesucristo, Nuestro Señor y Salvador, que tanto necesita nuestro tiempo.
Amén.