Plaza de Oriente, 6.VI.2010; 18’30 horas
(Gn 14,18-20; Sal 109, 1.2.3.4; 1Co 11,23-26; Lc 9,11b-17)
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
1. La Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, que según el calendario litúrgico de España se celebra en el Domingo siguiente al tradicional jueves del “Corpus Christi”, al ser suprimido del calendario civil de Fiestas nacionales como día no laborable, invita a la Iglesia a reconocer y a agradecer públicamente el gran don de la Eucaristía, “Memorial de la Pascua del Señor” y “Pan de Vida eterna”. Jesucristo Resucitado y Ascendido al Cielo, después de la efusión de su Espíritu en el día de Pentecostés, se queda con su Iglesia en las especias eucarísticas con una presencia a la vez misteriosamente sublime y profundamente real. ¡Se queda con nosotros para siempre hasta que vuelva al final de los tiempos! ¡Se queda con el hombre necesitado de salvación!
En cada Santa Misa, celebrada por el sacerdote en cualquier parte del mundo, se hace presente y actual el sacrificio de la Cruz: la oblación que Jesucristo, el Hijo unigénito de Dios, hecho hombre en el seno de la Virgen María, ofrece al Padre como Sumo y Eterno Sacerdote para el perdón de los pecados y la donación de la nueva vida; o, dicho con otras palabras, evocando a nuestro Santo Padre Benedicto XVI, para que el Dios “que es amor” triunfe sobre el pecado y sobre la muerte a lo largo de la historia, haciendo del hombre un hijo adoptivo llamado a la santidad. La Eucaristía es el Sacramento por excelencia de los hijos de Dios para que tengan vida y ésta abundante porque han descubierto y viven de la Gracia y del Amor del Hijo Unigénito, Jesucristo, que quiere llegar al corazón de todos los hijos de los hombres, convertirlos y transformarlos en hombres nuevos. La Eucaristía es, por ello, un Sacramento en el que se suscitan y alimentan espiritualmente los testigos valientes del Evangelio de la Vida y del Amor verdaderos.
2. Celebramos esta Solemnidad del Corpus Christi del año 2010 “en tiempos recios”, que diría Santa Teresa de Jesús. Es verdad que no hay época histórica, incluso dentro de la era cristiana, en donde no haya que cargar con la cruz ni librar “el combate de la fe”. Pero tampoco no hay ningún momento de la historia cristiana en que el don y la gracia del Evangelio no dejen de sobreabundar y hagan más fuerte y decisiva la esperanza. Así ocurre con nuestro tiempo. Arrecia la fuerza del no a la vida y al amor, pero simultáneamente alumbra la esperanza en la Iglesia y en la sociedad de que Jesucristo sea más conocido y amado por las nuevas generaciones, cada vez más dispuestas a dar testimonio convincente de ese Amor. La peregrinación de la Cruz de la Jornada Mundial de la Juventud 2011 por las calles y plazas de Madrid y, ya, por todos los caminos de España, nos va mostrando a unos jóvenes que “arraigados y edificados en Cristo” están “firmes en la fe”. La adoración a Jesús Sacramentado, escondido y silencioso en el Sagrario y/o expuesto solemnemente en la Custodia, les atrae y reúne cada vez con mayor fervor. De esa experiencia del amor silencioso de Cristo y con Cristo-Eucaristía nacen nuevas vocaciones para seguirle en el sacerdocio, en la vida consagrada, en el sí del matrimonio cristiano y del apostolado seglar. No hay duda, la Iglesia se renueva desde el hontanar de las almas, más concretamente, de las almas jóvenes, para que el mundo crea de nuevo y el hombre viva y ame con Cristo que, presente en la Eucaristía, nos amó y nos ama eternamente.
3. A las propuestas tenazmente propagadas del “no a la vida” a través de la negación del derecho a nacer de la criatura humana desde el momento de ser concebida en el vientre de su madre hasta su muerte y del cuestionamiento creciente de la garantía del derecho a vivir de enfermos y ancianos terminales, hay que responder con la acogida y cuidado amoroso de toda vida humana como un don maravilloso del Dios Creador y Redentor, al que ha de someterse el poder del hombre, preséntese y ejérzase como se quiera: en cualquiera de sus formas. Y, a las propuestas de fórmulas de uniones matrimoniales y de familias sin la raíz y el fundamento del amor indisoluble del esposo y de la esposa, hay que contestar con la verdad del amor incondicional y fecundo del matrimonio cristiano: de la entrega mutua sin reservas del marido a la mujer y de la mujer al marido que fructifica en la prole. Amor dado en gratuidad y fecundo en el don y por el don de la vida: amor esponsal, amor paterno y materno, amor filial, amor fraterno, en una palabra: ¡amor familiar! Y, finalmente, ante la dura realidad de la crisis económica y del paro que afecta de modo especialmente cruel a las familias y también a los jubilados y a los jóvenes que buscan su primer empleo, hay que reaccionar con un renovado y activo compromiso del amor cristiano que se exprese y realice con un estilo personal y en unas formas y métodos prácticos que tengan como máxima y horizonte final el de saber y querer vivir para los demás, sin buscar otro precio o compensación personal que no sea la del amor mismo: la de haber podido amar como Cristo nos amó.
4. La procesión con el Santísimo Sacramento por las calles de nuestro viejo Madrid –¡de la Villa y Corte!–, después de esta celebración solemne de la Eucaristía en la Plaza de Oriente, nos obliga y responsabiliza pues a todos los hijos de la Iglesia en una doble dirección espiritual y apostólica. Primero, nos reclama un nuevo y decidido paso en la autenticidad de la vivencia personal de nuestra piedad y devoción eucarísticas, recuperando el espíritu de la adoración amorosa y de la participación interiormente vivida y saboreada –en verdad “actuosa” como enseñaba el Concilia Vaticano II– en el Sacrificio y en la Comunión eucarística. ¡Es tiempo para una recuperación litúrgicamente renovada de la devoción al Santísimo Sacramento de la Eucaristía en la Misa y fuera de la Misa!. La presencia de Jesús Sacramentado en nuestras Iglesias y Oratorios está instándonos a restablecer el silencio respetuoso y orante antes y después de las celebraciones litúrgicas ¡en todo momento! Y, segundo, la demostración pública de nuestra fe eucarística nos implica en el reto cristiano de ser testigos del amor de Cristo en la familia y en la sociedad con una generosidad nueva, que ofrece voluntaria y gratuitamente su tiempo y sus recursos en favor de los más necesitados y que anima e impulsa a promover vigorosamente actitudes de esfuerzo emprendedor y valiente, de justicia y solidaridad en las relaciones económicas y sociales. El milagro de la multiplicación de los panes y de los peces sigue vivo, imperecedero y actuante en y por la Eucaristía.
Nuestra celebración del “Corpus Christi” puede y debe de ser, por lo tanto, una nueva y más exigente llamada dirigida a todos los católicos de Madrid –sacerdotes, consagrados y seglares– a confesar, implícita y explícitamente ¡incansablemente! con obras y palabras la presencia eucarística de Cristo en la vida personal de cada madrileño y en la vida de nuestra sociedad. No estamos solos en esta difícil encrucijada de la historia. El don de la vida y del amor está a nuestro alcance: brota a raudales del Sagrado Corazón de Jesús latiendo para nosotros en el Sacramento de la Eucaristía.
5. A los sacerdotes –a nuestros queridos sacerdotes–, por quienes en este Año Sacerdotal han pedido tantas almas buenas y tantas comunidades parroquiales, de vida contemplativa y otras, unidos estrechamente a su Obispo Diocesano con sus Obispos Auxiliares, les toca alentar y guiar a los fieles por este renovado camino eucarístico de la vida cristiana como buenos pastores del pueblo de Dios que Cristo, en cuyo nombre y persona actúan, les ha confiado. “Ganar las almas para el buen Dios” era el propósito que movía al joven de dieciocho años, Juan María Vianney, al afirmar su vocación para el sacerdocio. “Hay del Pastor –advertía– que permanece en silencio viendo como se ofende a Dios y las almas se pierden”. El Sacramento de la penitencia y de la misericordia fue el instrumento pastoral primordial que el usó infatigablemente para procurar el encuentro salvador del pecador con Jesús. Los sacerdotes fieles y santos son imprescindibles para la Iglesia si su misión evangelizadora ha de ejercerse fructuosamente. Se los confiamos al amor maternal de la Virgen María, Nuestra Señora de La Almudena. A Ella nos consagramos, Obispos y Presbíteros, con las palabras de Benedicto XVI en Fátima en las Vísperas del 12 de mayo pasado: “Madre Inmaculada, en este lugar de gracia, convocados por el amor de tu Hijo Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, nosotros, hijos en el Hijo y sacerdotes suyos, nos consagramos a tu Corazón materno, para cumplir fielmente la voluntad del Padre”.
A Ella, Santa María del Sagrado Corazón, Madre de Jesucristo, dulcísima Madre nuestra, nos confiamos todos; confiamos a toda la comunidad diocesana y pueblo de Madrid.
Amén.