Mis queridos hermanos y amigos:
El Señor comienza su vida pública acudiendo a las orillas del río Jordán para que Juan le bautizase: Juan, el profeta de actualidad en aquel Israel donde creyentes piadosos y fieles de la mejor tradición del pueblo elegido presentían la cercana llegada del Mesías. Su palabra ardiente, inflamada por el celo de la gloria del Dios de sus padres y de la salvación de los hijos de Israel, convocaba a un gran movimiento de conversión por el reconocimiento de las culpas y pecados reiterados y agravados en su historia más reciente y por el camino de una penitencia auténtica. Era preciso iniciar un nuevo capitulo de la historia de Israel aceptando una fórmula auténtica de purificación y limpieza del corazón, expresada y profesada en las aguas de aquel río que recordaba el paso definitivo del Israel de la esclavitud de Egipto a la libertad de la tierra prometida. ¡El simbolismo del Bautismo de Juan alcanzaba de este modo la autenticidad de un significado fiel, por una parte, a la memoria de las maravillas con Dios había hecho con el Pueblo y, sobre todo, fiel a su Alianza y a sus Promesas!
Jesús le obliga a que lo bautice. En el momento de salir del agua se produce la revelación del Padre que no deja lugar a dudas de quien es el que se acababa de bautizar –su “Hijo, el amado”– y de lo que acaba de ocurrir: “el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre Él! El significado último del acontecimiento quedaba claro: había comenzado ya y definitivamente el tiempo efectivo del Reino de Dios y de la salvación del hombre. ¡El pecado y su secuela inevitable, la muerte, iban a ser definitivamente vencidos por Aquel que había sido bautizado en el Jordán, Jesús, el Hijo unigénito de Dios e hijo también del hombre: de María en un modo inigualablemente propio y de José, su castísimo esposo, custodio y guardián incomparable del Hijo y de la Madre! El bautismo no sólo por el agua, sino también por el Espíritu –¡un nuevo Bautismo!– se ofrece no únicamente a Israel, sino a todo hombre, pueblo y nación como la puerta de ingreso en el nuevo pueblo de Dios, donde Él reinase por su ley y su gracia. El Misterio del Bautismo de Jesús en el Jordán es pues sumamente revelador de quien es Él y de cual es el sentido profundo de su misión y de su obra: es el Hijo de Dios que ha tomado nuestra “carne” en toda su realidad histórica, haciéndose uno de nosotros menos en el pecado, para salvarnos de él. En ese momento en que Jesús se coloca en la fila de los buenos israelitas, “los pobres de Jahvé”, que acceden a Juan para que los bautizase, se ilumina nítidamente su historia anterior: el Misterio de la encarnación en el seno de su Madre la Virgen María, su nacimiento en Belén y su vida durante treinta años en el silencio, la intimidad y el amor de la Familia de Nazareth. ¿Vida oculta? Sí, si se la compara con los últimos densos e intensos años de predicación e iniciación del Reino de Dios en medio de su pueblo y llevando su noticia a los pueblos vecinos, más allá de todas sus fronteras, hasta que llega el momento cumbre de su Crucifixión, Muerte y Resurrección. Oculta también en las fuentes históricas –los Evangelios, en primer y fundamental lugar–, que apenas nos ofrecen un par de detalles de lo que fue su vida concreta y diaria en la casa de sus Padres; pero suficientemente indicativas de la riqueza de su significado salvífico: sublime, sencillo y realista a la vez. Pero, sobre todo, el Bautismo del Señor, ilumina para aquel presente del hombre y para todos sus “presentes” futuros lo que significaría y valdría para el hombre de todos los tiempos la vida terrena del Señor, y, sobre todo, su muerte y su triunfo en la Resurrección: ¡su Pascua! Una iluminación que alcanza de lleno nuestro presente. Un presente marcado por la pérdida de la conciencia del pecado, según la feliz y ya lejana expresión del Siervo de Dios Pío XII. Después de la primera reacción arrepentida y convertida de los pueblos del mundo y en especial de los marcados por la tradición cristiana y católica a los horrores de la II Guerra Mundial, se re-inicia de nuevo, sinuosamente, el estilo de vida caracterizado por el olvido de Dios con la consiguiente “divinización del hombre” y el establecimiento de un sistema de normas y valores producto exclusivo suyo: de su poder y de su fuerza. Sí, desde que se afirma que el pecado no existe y que el bien del hombre es simple producto de su libertad ilimitada y no tiene nada que ver con Dios, desde este presente intelectual y existencial de la ruptura del hombre con Dios, no había nada más que un paso a la negación del significado salvífico de Jesucristo, de su Vida, de su Muerte y su Resurrección ¡Y se dio!
Los tiempos de crisis vuelven. ¿Una nueva crisis histórica está abriéndose paso e imponiéndose en las sociedades europeas? Pocas dudas caben de que sea así. ¡Cómo urge la conversión! ¡Cómo urge que nos renovemos en el Espíritu de Jesucristo que hemos recibido en el sacramento del Bautismo y que se puede actualizar siempre, una y otra vez, en el de la Penitencia, “la segunda tabla de la salvación”, según los Padres de la Iglesia. La JMJ 2011 quiere llevar a los jóvenes al reconocimiento y vivencia de ese Jesucristo que les ama y que nos salva. Dejémonos todos –¡toda la comunidad eclesial!– involucrarse en este gran empeño misionero, decididamente renovador de nuestras conciencias, que es ya y será en plenitud el gran encuentro con el Santo Padre de los jóvenes del mundo en el próximo agosto en Madrid. ¡Vale la pena! ¡Urge!
Con la compañía amorosa de María, Madre suya y Madre nuestra, la Virgen de La Almudena, es posible: ¡se alcanza! ¡se alcanzará!
Con mi afecto y bendición para el Nuevo Año.