Mis queridos hermanos y amigos:
Hoy, la Iglesia invita a todos sus hijos e hijas a acompañar un año más a Jesús, su Señor y Salvador, en su subida a Jerusalén para celebrar lo que va a ser, fue y será siempre −¡para toda la eternidad!− la nueva Pascua: la del paso definitivo de la muerte a la vida.
La multitud de los discípulos que le acompañó en aquel primer Domingo de Ramos de la historia se sentía fascinada y atraída por su bondad, por su sabiduría y por su misterioso e inefable poder. Acababa de resucitar a Lázaro, su amigo, en la casa de Betania. Las aclamaciones incesantes, los vítores de acción de gracias y de afirmación de que El era el Bendito del Señor que venía en su nombre, los mantos extendidos por el camino, los ramos que alfombraban la calzada… el júbilo, en una palabra, que les embargaba…, ponía de manifiesto que lo reconocían como al Mesías prometido para la salvación de Israel. Jesús no los rechazaba ni recriminaba como en ocasiones anteriores. Tampoco se esconde de ellos, ni de los habitantes de Jerusalén. Antes bien: se pone a la cabeza y los conduce hasta la Ciudad Santa. Y, sin embargo, su modo de entrar en Jerusalén montado sobre una borrica, desmentía cualquier forma de interpretar su gesto en clave de poder humano, fuese el que fuese; sobre todo, en la forma de poder político. El Evangelista Mateo ve cumplida así la profecía de Zacarías: “Decid a los hijos de Sión: Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila” (Mt. 21,4/5). La señal, puesta por Jesús, era de una elocuencia incontestable. Al exclamar “Hosanna el Hijo de David”, no les era lícito confundirlo con aquel de sus descendientes que vendría a restablecer el Reino de Israel en la pura gloria humana de su primera hora histórica, venciendo a los enemigos del Pueblo elegido. La tentación de ver en Jesús a un Mesías temporal, interpretado religiosa-políticamente, acechaba incluso al círculo de sus más íntimos: a “los Doce”. Aunque es cierto que cuando los habitantes de Jerusalén −¡“toda la ciudad”! escribe el Evangelista− preguntaban “¿Quién es éste?” “a la gente que venía con él”, éstos no se atrevían a responder otra cosa que “es Jesús el profeta de Nazareth de Galilea” (Mt 21, 10-11).
Jesús sabía muy bien a donde iba y lo que quería: obedecer a la voluntad del Padre para establecer firme e irrevocablemente el Reino de Dios, el que había anunciado y predicado en los años de su vida pública: el Reino de Dios no el reino de los hombres. Reino que el Padre había previsto instaurar por la Pasión, Muerte y Resurrección de su Hijo: ¡el Reino de la misericordia y de la gracia en virtud de la victoria de la Cruz del Hijo! El coste en dolor, sufrimiento, tortura, humillación y crucifixión, que conllevaría para el Hijo, sería terrible; pero el fruto no podría ser más grande: el don del amor infinitamente salvador y misericordioso derramado sobre el mundo. Acogiéndolo, seríamos salvados. ¡La humanidad podría ser salvada! Tú y yo podríamos ser salvados. Se iniciaba el tiempo de nuestra redención y santificación: el tiempo del “hombre nuevo” y de “la tierra nueva” para la gloria de Dios. Aquellos discípulos del primer Domingo de Ramos comprenderían bien lo que había ocurrido solamente después de la Resurrección y del envío del Espíritu, el día de Pentecostés. Fueron los primeros en recibir la gracia del perdón y de la misericordia, aunque también hubiesen abandonado a Jesús, dejándolo solo ante sus torturadores y verdugos. Únicamente su Madre María permanecía entera junto a la Cruz de su Hijo. Su maternidad divina se convertiría allí en la maternidad divino-humana que abarcaría a todos los discípulos del Hijo, de cualquier tiempo y lugar, hasta su vuelta en gloria y majestad.
Hoy, Domingo de Ramos del año 2011, al acompañar de nuevo a Jesús en su subida a Jerusalén, actualizada en la liturgia de la Iglesia, sabemos muy bien que le espera al Señor y que nos espera a nosotros: a Él, morir por la redención del hombre en el árbol de la Cruz −¡por el hombre de este tiempo!−; y, a nosotros, besar y adorar la Cruz, abriendo el alma a su amor misericordioso: a la gracia de una nueva o más profunda conversión. Porque una nueva oportunidad de la gracia nos es ofrecida en esta nueva Pascua del año 2011 para nuestra conversión y la conversión del mundo. Reconozcamos la gravedad del pecado: de nuestros propios pecados y de los pecados de nuestro tiempo. ¡Qué nos duelan eficazmente! ¡Busquemos su perdón y su misericordia en la Iglesia! Haciéndonos instrumentos del Reino de Dios, de su Ley y de su Gracia −ley y gracia del amor perfecto−, encontraremos infaliblemente el camino de la curación en raíz de los males materiales y espirituales que afligen a tantos hermanos nuestros. ¡Doliéndonos con Él, podremos también resucitar con Él!
Supliquemos, pues, al Señor que la Semana Santa madrileña de este año nos prepare y nos conduzca al gran y gozoso encuentro de todos los jóvenes del mundo con Jesucristo Resucitado en la Jornada Mundial de la Juventud con el Santo Padre en el próximo agosto. Hagamos esta plegaria junto a María, la Madre dolorosa, Virgen de La Almudena. Su eficacia será muy grande.
Con el deseo para todos los madrileños de una celebración santa y fructífera del Triduo Pascual, os bendigo de todo corazón en el Señor,