Mis queridos hermanos y amigos:
Un nuevo Domingo de Resurrección alegra la mañana con la noticia de que Jesús, el Maestro, el Ungido por el Espíritu Santo, el nuevo y misterioso profeta de Nazareth -de todos estos modos y de otros se le conocía por sus contemporáneos- ha resucitado. El sepulcro, en el que lo había colocado José de Arimatea, está vacío. Apenas había transcurrido un día y medio cuando las mujeres cercanas a Él y sus discípulos pudieron comprobarlo. Al amanecer del tercer día después de su Crucifixión, el día siguiente al Sábado, día sagrado y de descanso para los judíos, al querer visitar la tumba según las piadosas costumbres de su pueblo, se encontraron con la sorpresa del sepulcro vacío y seguidamente con la presencia del mismo Señor: con Jesucristo Glorioso que se les aparece y les manda ir a Galilea porque ya Resucitado quiere encontrarse con ellos. Una emoción no contenida les embarga. Eran los protagonistas humanos de una experiencia absolutamente singular que irrumpe de pronto en sus vidas. Jesús, el amado y el traicionado, el esperado, el tenido por el Mesías y el derrotado en la Cruz -aparentemente, al menos-, estaba vivo y vivo de una forma evidentemente objetiva; pero que sobrepasaba todo posible esquema y fórmula de comprensión y de realización de lo que hasta ese momento se podría entender y experimentar humanamente como vida en el marco del día a día de la historia personal y colectiva. El Señor Jesús estaba vivo y vivo en Dios. Con una vida -¿podríamos atrevernos a hablar de “calidad de vida”?- que penetraba con la fuerza de un amor desconocido, aunque real -¡intensamente real!-, en lo más hondo de las entrañas del hombre y del mundo. Nuestro Santo Padre Benedicto XVI lo explica con una luminosa belleza en el segundo tomo de su libro “Jesús de Nazareth”: “En la Resurrección de Jesús se ha alcanzado una nueva posibilidad de ser hombre, una posibilidad que interesa a todos y que abre un futuro, un tipo nuevo de futuro para la humanidad” (pág. 284). Jesús ha resucitado. No volvió a la vida como el hijo de la viuda de Naín o la hija de Jairo o como Lázaro el amigo para morir de nuevo y definitivamente. Jesús retorna a una vida que no muere más; incluso, a una vida participable y comunicable en virtud de la cual los hombres podrán vivir también eternamente. Lo que aconteció con Jesús resucitado en relación con la posibilidad de la nueva vida para el hombre, lo expresa también y muy incisivamente Benedicto XVI al caracterizar la Resurrección “como inauguración de una nueva dimensión de la existencia humana” y, por lo tanto, como “un acontecimiento universal” (pág. 285).
Podemos pues celebrar hoy con la Iglesia extendida por toda la tierra la Resurrección de Jesucristo nuestro Señor y Salvador como algo actual, como una realidad operante en nuestras vidas: como ¡el triunfo de la Vida sobre la muerte espiritual y la muerte física! Triunfo del Redentor del que pueden y deben querer participar los redimidos, es decir, nosotros, los hijos de “Adán”: hijos del primer hombre y del primer pecado. Un triunfo del amor infinitamente misericordioso de Dios −Padre, Hijo y Espíritu Santo− que se hace un don para nosotros y al mismo tiempo un reto e imperativo inaplazable: debemos de estar dispuestos primero a “morir con Cristo” para luego “resucitar con Él”. Ese “hombre viejo” de las enseñanzas de San Pablo, el hombre de la carne pecadora, sepultado en el agua del Bautismo y transformado en un hombre nuevo en gracia y santidad por el don del Espíritu Santo, no debe emerger de nuevo en nuestro itinerario de caminantes de este mundo. El “hombre nuevo”, por el contrario, que comenzó ese día a florecer en nuestra existencia terrena, ha de seguir creciendo y madurando a través de un proyecto pensado y buscado de vida santa que grana y madura en el quehacer diario.
El próximo Domingo, segundo de Pascua, que celebraremos con la perspectiva espiritual de “la Divina Misericordia”, será proclamado Beato en la Plaza de San Pedro en Roma por el Santo Padre Benedicto XVI el querido, venerado e inolvidable Siervo de Dios Juan Pablo II, maestro y modelo de santidad para el hombre de nuestro tiempo. Él fue el que abrió el surco apostólico y pastoral de una nueva Evangelización en el que sigue profundizando y sembrando magistralmente la semilla de la Palabra su Sucesor, nuestro Santo Padre Benedicto XVI. En la Jornada Mundial de la Juventud del próximo agosto en Madrid tendremos una extraordinaria oportunidad para un nuevo encuentro con Jesucristo Resucitado en el que florezca y fructifique el programa de la Nueva Evangelización para las nuevas generaciones de jóvenes, protagonistas del futuro inmediato de la Iglesia y de la sociedad. Importa mucho que nuestra preparación inmediata se intensifique espiritualmente en este tramo final de los últimos cien días que nos quedan para su celebración. En el nuevo Beato, fresca y viva su memoria en los corazones de los jóvenes, encontrarán ellos, junto con toda la comunidad eclesial, un modelo maravilloso y un intercesor excepcionalmente próximo para hacer realidad en el momento actual de la historia el proyecto del “hombre nuevo”, dispuesto a encarnar en la tarea cotidiana y en los propósitos de futuro el ideal de “la perfección del amor” o, lo que es lo mismo, la vocación para la santidad y, además, con esa fuerza sobrenatural irresistible capaz de transformar a las personas y -¿por qué no?- a la misma sociedad. El amor inefablemente misericordioso del Sagrado Corazón de Jesús, Crucificado y Resucitado por nosotros, es el que nos despeja de nuevo en esta Pascua de Resurrección del año 2011 el camino de las Bienaventuranzas, único que lleva a la santidad y a la gloria.
La Virgen María, que Jesucristo nos regaló como Madre nuestra en el momento cumbre de su oblación al Padre a punto de morir en la Cruz y en reparación de nuestros pecados, fue la primera en conocer en su verdad plena la Resurrección de su Divino Hijo y en comprenderla en la gozosa profundidad de todo su significado salvífico. Ella nos acompaña hoy en nuestro júbilo pascual y nos anima a cantar con toda la Iglesia el Aleluya alborozado porque Jesucristo ¡ha resucitado verdaderamente!.
Con el deseo de unas santas y felices Pascuas de Resurrección, encomendándoos al cuidado maternal de María, la Madre del Señor Resucitado y Madre nuestra, Virgen de La Almudena, os bendigo de corazón,