Mis queridos hermanos y amigos:
En la oración-colecta del quinto domingo de Pascua la Iglesia hace una súplica que podía sonar a los oídos de nuestros contemporáneos, por un lado, extraordinariamente sugestiva −se pide al Señor que podamos alcanzar “la libertad verdadera”− pero, por otro, extraña a su mentalidad habitual: se pide también alcanzar “la herencia eterna”. La cultura materialista que nos envuelve, sin el horizonte de una vida que alcanza más allá de la muerte −¡la felicidad es cosa de este mundo!−, no puede entender que, para que se pueda poseer y gozar la libertad de verdad, es preciso vincularla internamente con la esperanza de la vida eterna. Sin embargo, no hay mayor esclavitud que la de sentirse atrapado sin remedio por la muerte y su fatal certeza. El miedo a la muerte es un gran enemigo de la libertad verdadera. O se entiende la libertad y se la vive como la gran posibilidad del hombre de encontrar y de realizar la gran verdad del amor o la libertad pierde todo su sentido como la cualidad innata al ser del hombre −¡a su espíritu!− para poder llegar a su realización plena como imagen de Dios Creador y criatura llamada a ser hijo de Dios Padre en el tiempo y en la eternidad. Si se hace uso de la libertad, moral y espiritualmente, para elegir el mal que destruye al hombre y no para abrirle y conducirle por el camino del bien que lo salva y hace bienaventurado, ésta se está perdiendo a sí misma en lo más esencial y decisivo de su función para lograr una vida digna de la persona humana y de su vocación para la felicidad.
El hombre ha recuperado la plenitud de su libertad cuando el Hijo de Dios hecho hombre ha dado libremente su vida en la Cruz para salvarlo, ofreciéndose al Padre como víctima y oblación por nuestros pecados: ¡amándonos con infinita misericordia! El día de su resurrección, es decir, del triunfo de su amor misericordioso, comenzaba el nuevo tiempo para el restablecimiento de la verdadera libertad que el hombre había perdido. En adelante, su historia se presentaría como un camino expedito para acoger la gracia, fruto del amor del Padre y del don del Espíritu Santo, en la vida personal, en la familiar y en la social. Despejado el obstáculo del pecado de origen −insuperable para sus solas fuerzas− por los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y de la Eucaristía, recibidos en la Iglesia, se inicia, consolida y alimenta ese itinerario de la gracia que se nos ha abierto en la Pascua de Cristo Resucitado, y que le capacita para vivir en la libertad de los hijos de Dios. El Domingo de la Resurrección del Crucificado había quedado inaugurado el tiempo de la gracia. ¡Se abría en la historia el tiempo de la verdadera libertad!
Ese tiempo nuevo de la gracia y de la libertad daba sus primeros pasos con la predicación de Pedro y de los demás apóstoles, anunciando a sus coetáneos con palabras claras, valientes y ardientes que Jesús de Nazareth, a quien habían crucificado, había resucitado al tercer día, el primero de la semana judía. La Palabra anunciada se convierte desde ese momento en el instrumento primero y básico de la instauración del nuevo tiempo. Una “palabra” que inspira y alienta el Espíritu Santo y que, por lo tanto, no es palabra simple del hombre, sino palabra de Dios; una “palabra” −“el Verbo de la vida”− que ellos habían acogido en su corazón y cuidado y alimentado en la oración. Tan importante le pareció a los Doce el ministerio de la palabra y la atención a una vida de oración, que encargaron la administración y el servicio inmediato a los pobres a siete hermanos de la Comunidad: “hombres de buena fama, llenos de espíritu y sabiduría”. Sin el conocimiento y la aceptación de la Palabra de la Verdad, sin la Palabra de Aquel que era “el Verbo del Padre”, por quien había sido creado todo y por quien se había restablecido todo lo herido por el pecado, era imposible descubrir y reconocer donde estaba y por donde transitaba el camino nuevo de la verdadera libertad. Sin la Palabra que “se hizo carne”, que “habitó entre nosotros”, que “era la vida”, y en la que se mostraba la verdad del “Dios que es amor”, era imposible vivir en la verdad de la libertad: ¡vivir en “la verdad del amor”! En resumen: sin conocer a Jesucristo, sin creer en Él, ni se encuentra ni se puede vivir la libertad verdadera. Para los creyentes, Él es “una piedra angular” de gran “precio”; pero, para los incrédulos que no creen en “la Palabra”, es “la piedra” en “que tropiezan” y es “la roca” en “que se estrellan” (cf. 1 Pe 2,4−9). Si siempre, en cualquier época de la historia, el rechazo de la voluntad de Dios, el querer echarle “un pulso” por parte del hombre, resultó una osadía de fatales consecuencias para su presente y su futuro definitivo; ahora, en el tiempo de la gracia y de la verdadera libertad, muchísimo más.
No puede, pues, extrañar que el Beato Juan Pablo II volcase su interés y su amor por los jóvenes de finales del siglo XX, animándoles a “abrir las puertas” de su alma y de todos los ámbitos, en los que se realiza su existencia, a Cristo y, consiguientemente, a no tener miedo a ser santos. Y tampoco puede sorprender a nadie, el que su Sucesor, Benedicto XVI, invite y convoque a los jóvenes al encuentro con él en la JMJ el próximo agosto en Madrid, para que “enraícen” sus vidas en Jesucristo, “las edifiquen” sobre Él, y para que se mantengan gozosamente “firmes en la fe”. Porque de este modo, el horizonte de su futuro brillará con la luz y “el color” de la esperanza de que vivir en la verdad del amor es posible, de que está a su alcance vivir en verdad la libertad. ¡Un futuro que trasciende la historia y se proyecta para una eternidad de gloria y de bienaventuranza! Sí, con la próxima Jornada Mundial de la Juventud de agosto próximo en Madrid, puede y debe escribirse un nuevo capítulo de “la civilización del amor” para los jóvenes del siglo XXI, para la Iglesia y para la sociedad. Colocándose al lado de María, Virgen de La Almudena, la que concibió en su seno la Palabra de la Verdad que nos salva y hace verdaderamente libres, este apasionante empeño llegará a buen término. Se hará posible vivir en la verdad, el amor y la libertad.
Con todo afecto y mi bendición,