Mis queridos hermanos y amigos:
Celebramos hoy este Sexto Domingo de Pascua con la atención y la mirada del alma puesta en nuestros enfermos. Con toda la legitimidad pastoral que proviene de una multisecular tradición impregnada de piedad popular hablamos de la Pascua del enfermo. Porque, efectivamente, en la celebración del Misterio pascual por parte de la Iglesia y, particularmente, de sus comunidades parroquiales nuestros enfermos han de ocupar un lugar distinguido. ¿Cómo no recordar aquella bella costumbre, profundamente arraigada en la fe de los sencillos, de llevarles solemne y públicamente la Sagrada Comunión en sus domicilios y en los hospitales? Los enfermos son los principales protagonistas de ese completar en su carne “lo que falta a los padecimientos de Cristo, a favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,14). En Jesucristo Crucificado y Resucitado ¡en su amor infinitamente misericordioso y derramado sobre el mundo! encuentran ellos y, con ellos, la Iglesia “el sentido salvífico de su dolor y las respuestas válidas a todas sus preguntas” (cf. Juan Pablo II. SD, 31). No hay un camino más excelente que el hombre −y, con él, la Iglesia− puedan recorrer en el transcurso de la historia para sembrar y cosechar amor −¡amor verdadero! ¡amor que salva!− que el del dolor asumido con Cristo, por Cristo y en Cristo Resucitado. El dolor, de la naturaleza que sea, aceptado, vivido y ofrecido con Él al Padre en la comunión del Espíritu Santo se convierte en el instrumento más eficaz del triunfo de la Resurrección en la vida de cada persona y en la vida de la sociedad. Los enfermos se cuentan, por ello, en la Iglesia entre los primeros evangelizadores de sus propios hermanos y entre los más profundos transformadores de las realidades temporales. Sin su contribución indispensable a la expansión del amor salvífico del Resucitado dentro y fuera de la comunidad eclesial, cualquiera de los empeños o acciones apostólicas y evangelizadoras de la Iglesia se quedarían sin su nervio más auténtico, perdiéndose cuando no en la insignificancia, sí, siempre, en la superficialidad de sus contenidos y efectos.
Con el lema “Juventud y Salud”, los Obispos españoles quieren situar pastoralmente la celebración de la Pascua del Enfermo este año en la perspectiva de la JMJ.2011. Con toda razón. ¿Son inseparables juventud y salud? ¿Es la edad de la juventud la que va unida siempre a la salud en el desarrollo biológico de la persona humana? Sabemos bien que no. En el programa de la JMJ.2011 en Madrid los jóvenes enfermos y discapacitados tendrán un lugar preferente: en su colocación en los actos centrales, en el encuentro con ellos previsto por el Santo Padre y en las actividades preparadas específicamente que les van a ser dedicadas. “Su realidad”, patente a los ojos de los jóvenes de todo el mundo, pondrá de manifiesto que no sólo se sufre a causa de enfermedades físicas, sino también por trastornos psicológicos y por dramas y desgracias personales y familiares; y se verá, además, que la experiencia íntima del dolor y de la enfermedad padecida en la juventud, abrazando a la Cruz Gloriosa de Jesucristo, madura a su protagonista para la santidad y para un servicio a sus jóvenes compañeros y amigos limpio y generoso: ¡de una extraordinaria fecundidad apostólica! Entre los mejores evangelizadores de los jóvenes ayer, hoy y siempre hay que destacar a los jóvenes enfermos, que sufren su dolor y sus penas al pie de la Cruz junto a María, la Madre de Jesucristo y de la Iglesia, con la conciencia cierta de que el amor crucificado ha triunfado sobre el pecado y sobre la muerte: ¡de que “el enemigo del género humano” ha sido vencido!
Si el valor salvífico del dolor, tan dramática y paradójicamente presente en los niños inocentes y en los jóvenes, es de tal evidencia teológica, ¿cómo no van a ser los enfermos destinatarios predilectos de los cuidados materiales y espirituales de todos los hijos e hijas de la Iglesia? El sí a este interrogante pastoral ha de revestir en cada nueva celebración de la Pascua de Resurrección la forma de un propósito firmemente comprometido con la atención integral a los enfermos y, en esta Pascua del 2011, además, con la colaboración generosa con la realización del programa de la JMJ.2011 para los jóvenes enfermos y discapacitados que llegarán a Madrid desde todos los rincones de la geografía del mundo donde está implantada la Iglesia Católica. Ofrezcámosles con nuestro amor fraterno el consuelo gozoso que nos viene del Resucitado. De este modo contribuiremos en este año excepcional a demostrar como en el testimonio y con el testimonio de los jóvenes enfermos, vivido cristianamente, se alcanza esa fuerza verdaderamente salvadora del amor cristiano con la que se puede dar con renovada actualidad “razón de nuestra esperanza”.
Confiando en Santa María, la Virgen dolorosa y gloriosa, Madre del Señor y Madre nuestra, Virgen de La Almudena, os bendigo de todo corazón.