Queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Es una alegría muy grande poder presidir en Torreciudad esta celebración de la Jornada Mariana de la Familia, que en este año 2011 celebra su vigésimo segunda edición. Es un año singular, por dos razones. Primero, porque recuerda que la historia de estas jornadas marianas comienza en el año 1989, el año de la IV Jornada Mundial de la Juventud que celebrábamos en Santiago de Compostela; año singular también porque Juan Pablo II convocaba a los jóvenes del mundo para un camino de Jornadas Mundiales de la Juventud que han tenido su expresión, de momento, última y gozosa, en la jornada de Madrid a finales de agosto, y que llevaba también un presagio de la caída del Muro de Berlín. Estoy seguro de que, en la primera Jornada Mariana de las Familias en el santuario de Torreciudad, nadie suponía que dos meses más tarde, más o menos, iba a caer el Muro de Berlín. Era un hecho simbólico que encerraba un significado muy hondo en la historia del mundo y en la historia de la Iglesia: era el final de un régimen social, cultural y político en el que se había negado a Dios sistemáticamente, y que había querido construir la sociedad, y sobre todo incluso la persona, sobre la negación de Dios. El fracaso fue, incluso desde el punto de vista histórico, total.
Veintidós años después de la primera Jornada Mariana de la Familia, esta nueva edición coincide con otra Jornada Mundial de la Juventud celebrada también en España –entonces en Santiago de Compostela; este año, en Madrid–, cuyo recuerdo está fresco en la memoria agradecida de todos nosotros hacia el Papa y hacia el Señor, y también hacia ese protagonista invisible que es el Espíritu Santo. Después del Señor, el Salvador, el Amigo y el Compañero de los jóvenes, el protagonista visible fue Benedicto XVI. Todos hemos visto y admirado y agradecido su empeño tan intenso, espiritual y físicamente, con el que asumió llevar adelante, gozosa y fructuosamente para el alma de los jóvenes de todo el mundo, la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid.
¿Quién no recuerda la noche del 20 de agosto, con aquel viento impetuoso? ¿Quién no recuerda la valentía del Papa sobreponiéndose a las inclemencias del tiempo, sintonizando con los jóvenes que le gritaban: “¡Esta es la juventud del Papa!”? ¿Quién no recuerda el momento gozoso y pascual de la Misa del día siguiente en Cuatro Vientos? Pues bien, esta Jornada Mariana de la Familia en Torreciudad del año 2011 nos recuerda esta historia, la cercanía de Dios a los jóvenes y, a través de los jóvenes, a las familias de todo el mundo.
En Torreciudad, la obra y la figura de san Josemaría Escrivá se plasma de un modo profundo y hondo, y lo hace con una gran cercanía a la Virgen, con una invitación a las familias cristianas a venir en peregrinación para ofrecerse a Ella y para pedirle que responda a su ofrenda con ese amor tierno y maternal que nunca nos abandona, porque nace del amor a su Hijo, Salvador del hombre y Autor de la Gracia.
Aquí se viene a buscar gracia, y se vive el misterio de la gracia. Así lo hizo san Josemaría desde muy niño, tal como lo habían hecho antes generaciones y generaciones de cristianos de estas tierras del Alto Aragón, y como lo había hecho España entera desde la primera evangelización, en los primeros siglos de la era cristiana. ¿Cómo no recordar la historia y la tradición de la Virgen del Pilar y de Santiago de Compostela? ¿Cómo no vincular a esa invocación vuestra peregrinación hasta aquí, hasta este santuario de Torreciudad, en este año de gracia 2011?
Sí, se viene a buscar en la Virgen a la Madre de la Gracia. Vivir en gracia es el objetivo y el fin de la vida del hombre en su caminar por el mundo y en su caminar por la Historia. Vivimos un tiempo de gracia. A veces lo olvidamos, olvidamos que, desde que Jesucristo, el Hijo de Dios, se encarna en el seno de la Virgen, Ella le da su carne y su sangre de mujer de Israel; desde el momento en que Cristo sube a la Cruz, muere por nosotros y resucita, comienza un tiempo nuevo. Su mejor definición es decir que es el tiempo de la gracia. Es el tiempo que Dios se hace Emmanuel, Dios con nosotros, entra en nuestra vida, entra en la historia del hombre pecador, y entra con amor misericordioso, con amor compasivo, con amor entregado, con amor de Padre. Justamente a través del misterio de la encarnación del Hijo de Dios sabemos que Dios es Padre, y que de su ser, que es puro amor –como nos explicaba el Papa en su primera encíclica, Deus caritas est–, engendra eternamente al Hijo, a quien nos da haciéndolo hijo de María para ser nuestro Salvador. Y lo hace a través de ese amor que es Persona, el Espíritu Santo, que infunde en el alma del hombre para hacer de él un nuevo hombre, para darle una nueva vida, para darle la vida misma de Dios y pueda participar en la misma vida de Dios.
Para ello, no hay que tener miedo al paso primero, el “sí” de la fe, en esa vida nueva de Dios a través de Cristo y con la mediación maternal de su Madre, María. Así se entra y se conoce que el hombre ha recibido a Dios, que Dios está con él de una forma íntimamente cercana, plena, sobrenatural, para que haga de su vida un camino de gloria y de salvación. Eso se descubre con un primer paso: creer en Él, creer en Jesucristo: “firmes en la fe”, decía el Papa a los jóvenes y les enseñaba a hacerlo en la Jornada Mundial de la Juventud.
Firmes en la fe, es la primera gracia que recibimos de la Virgen Nuestra señora. A través de esa firmeza de la fe se abre la puerta de la gracia, la gracia en su plenitud que es el amor vivido como perfección, invitación y vocación a la santidad. El sacramento del bautismo convierte ese “sí” primero de la fe en el paso ya pleno para vivir la vida nueva de Dios en nosotros, y a vivirla con la esperanza de la gloria y haciéndolo en el amor cristiano. Todo ello de una forma en la que la amenaza del pecado está al acecho; porque el enemigo de Cristo y del hombre está siempre al acecho.
Es una historia bellísima la que nos invita a vivir el Señor a través del misterio de su Madre, que le da a luz y le da la carne humana. Pero es también una historia dramática, porque hay que luchar, hay que superarse a sí mismo, hay que caminar venciendo todas las insidias del mal. La nuestra es una vocación para la victoria de la santidad; no es imposible, al hablar en este santuario íntimamente unido a la figura de san Josemaría Escrivá, hacer alusión a esa vocación universal a la santidad, que es la verdadera vocación del hombre. El hombre no ha nacido para no ser santo, sino para serlo. Y después de Jesucristo, de ese acercamiento tan intenso de Dios hacia nosotros, no se puede expresar de otro modo el destino del hombre que aludiendo a su vocación a la santidad.
Se puede objetar que la santidad a veces contrasta con nuestra experiencia de todos los días, en nuestra vida, en la familia, en la sociedad, en el dolor que sufre la Humanidad…, pero también se puede responder que nosotros vivimos esa realidad de otro modo, y la convertimos en instrumento de gracia y de amor y misericordia.
Quiero recordar las palabras del Santo Padre en la celebración del Via Crucis en la plaza de Cibeles, cuando dijo a los jóvenes que el dolor es un camino que el hombre recorre; si alguien dice que no tiene experiencia del dolor, miente. Y si un cristiano dice que el dolor no se puede convertir en una experiencia de gracia y de amor, también mentiría. El Papa decía a los jóvenes: “no tengáis miedo a las contrariedades de la vida, al dolor, al sufrimiento; tened mucho más miedo a que esa experiencia convierta vuestra vida en desesperación, en una negación de Dios y de negación del amor de Cristo. Más bien lo contrario: haced de vuestra vida una experiencia de servicio y de amor, de una vida entregada generosamente al amor de Dios y al amor del prójimo; primero, al que sufre”.
Todos hablamos de crisis en la sociedad de nuestro tiempo, en España, en Europa y en todo el mundo. El Santo Padre, en su encíclica Caritas in veritate, llamaba la atención sobre el hecho de que los orígenes últimos de la crisis no son de naturaleza técnica, sino que se trata de una crisis de conciencia, una crisis moral de lo más hondo del ser del hombre y de su vocación de ser hijo de Dios, de vivir a través de la fe, la esperanza y sobre todo la caridad. Si no se llega a reconocer que allí está el fondo último de la crisis, y si no se intenta volver al camino de la gracia y a la práctica de las virtudes y la apuesta por la santidad, al final no habrá soluciones duraderas, verdaderas y justas a la crisis.
En esta Jornada Mariana de la Familia en Torreciudad, con el recuerdo vivo de la Jornada Mundial de la Juventud, con la presencia de tantas familias, tantos abuelos, matrimonios, niños y jóvenes, vamos a pedirle al Señor que los frutos de conversión vividos en la JMJ los hagamos en nuestras vidas un impulso, una nueva forma de entusiasmarse de lo que somos, para entregárselo a los demás. Ayudemos a nuestros jóvenes a que vivan de Jesucristo, que vivan de sus raíces y coloquen todos los pasos de su vida, también los profesionales y los vocacionales, sobre Él. Y que no tengan miedo de decirle “sí” a Cristo. “Él no quita nada”, como recordaba el Papa en una de sus primeras intervenciones como sucesor de Pedro e inmediato sucesor de Juan Pablo II. No quita nada, sino que lo da todo. No merece la pena que en la vida antepongamos nada a Cristo, como enseñaba san Benito. O como enseñaba san Josemaría Escrivá cuando hablaba de Cristo que pasa a nuestro lado, en la celebración eucarística y de mano de la Virgen, Su Madre y nuestra Madre.
La oración a la Virgen nos ayuda a conservar ese suelo de humildad en nuestra vida espiritual, que nos permite después vencer el pecado, no tener miedo al dolor, vivir la vida con gozo y esperanza, y con una entrega que tiene como señal el amor de Cristo ofrecido en la Cruz, glorioso en la resurrección. Es un recuerdo vivo en los santos, en san Josemaría Escrivá y en los santos Patronos de la Jornada Mundial de la Juventud: san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier, san Juan de la Cruz, san Juan de Ávila, santa Teresa de Jesús, santa Rosa de Lima, san Rafael Arnaiz y del beato Juan Pablo II. Ésos son los modelos; si los seguimos, acertaremos; si los despreciamos, nos equivocaremos. La peregrinación a Torreciudad sirva a todas las familias para que se abran a la gracia de Dios, al amor de Cristo, al cuidado maternal de la Virgen, que le digan todas las mañanas: Oh, Señora mía; oh, Madre mía, yo me ofrezco enteramente a ti, y en prueba de mi filial afecto yo te ofrezco en este día, en toda nuestra vida, todo lo que soy: nuestros ojos, nuestro cuerpo, nuestra alma, nuestro corazón, todo lo que somos, y todo lo que debemos y queremos ser.
Que así sea.