Mis queridos hermanos y amigos:
Se va a acercando ya la Navidad. El tercer cirio de “la corona de Adviento” se encenderá en todas las Iglesias de nuestra Diócesis y en otras muchas en toda la geografía del mundo católico alumbrando la esperanza en nuestras almas de que el Nacimiento del Salvador está cerca. Para poder celebrar su Fiesta, como lo que es y encierra en lo más íntimo y verdadero de si misma, una “Fiesta de gozo y de salvación”, la Iglesia nos trae a la memoria del corazón aquella hermosa exhortación de San Pablo a los Filipenses: “Hermanos: estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres” (Fl 4,6). ¿Se puede estar siempre alegres en medio de las dificultades, los sufrimientos y las adversidades que nunca nos faltan en ese transitar por los caminos de la tierra con esa estación última e inevitable que es la muerte? Sí, es posible cuando a la luz de la fe la razón descubre que, dejándose guiar por Dios, lo que a primera vista parece un itinerario fatalmente dirigido a la destrucción y a la infelicidad es en realidad la senda de la verdad, de la gracia, de la felicidad y de la vida. La venida al mundo del Hijo de Dios, hecho hombre por nosotros, nos revela cual es el inmenso valor de nuestro paso por la historia: el de ser peregrinos del cielo; o, mejor aún, el de ser operarios que van labrando con su “sí” al amor creador y redentor de Dios el campo de los hijos de Dios que un día florecerá y fructificará en la bienaventuranza de la gloria. Ese es nuestro destino: el de cada uno de nosotros y el de toda la familia humana.
La Iglesia, la Familia y Casa de los hijos de Dios, nos une en “comunión” para hacer realidad día a día el avance de la fe, de la esperanza y del amor que nos aproxima siempre más a la victoria en medio de las luchas de la historia y del combate con “los poderes del mal”. No es extraño, pues, que el Apóstol San Pablo insistiese a sus fieles de Filipo: “Os lo repito, estad siempre alegres”… El Señor está cerca”. La cercanía del Salvador vuelve a mostrársenos en la liturgia del Adviento como una presencia que se renueva ya indefinidamente, sin limitación alguna de tiempo y de lugar, a fin de que nosotros mismos, y el mundo que nos rodea, pueda intensificar y, en su caso, recuperar la vivencia del don de la gracia de Dios que nos sana, fortalece y eleva en nuestra propia vida interior y en la vida de relación con los demás. En la “lectura espiritual” de lo que significa tiempo de Adviento amanece siempre de nuevo la certeza de que en la medida de la respuesta de nuestra libertad al don del Salvador, Jesucristo Nuestro Señor, está la clave para que los bienes más preciados para el hombre que viene a este mundo ¡el hombre de todos los tiempos!, a saber, la justicia, la fraternidad, el bien común, el amor fraterno, la familia, el goce y disfrute de los bienes y de la belleza de todo lo creado, en una palabra, el triunfo sobre el pecado y sobre la muerte… se vayan alcanzando hasta el día de la victoria final, cuando el Señor vuelva definitivamente revestido de gloria y majestad, haciéndolo todo suyo.
Si el Señor siempre está cerca después de su primera venida en la humildad de nuestra carne, también lo está en este momento preciso de la historia: ¡en nuestro tiempo! Tiempo de “crisis” en que el poder del mal se presenta como tan formidable, que toda invitación a vivir esta hora tan difícil y tan dolorosa para tantas personas y tantas familias, unidas fraternalmente a todos nosotros y con las que compartimos incertidumbres y necesidades materiales y espirituales, las más perentorias, podría parecer una ingenuidad falaz. Y, sin embargo, el Señor nos va de nuevo a nacer en lo más hondo del corazón de cada uno de nosotros, de nuestra familia y de nuestro pueblo si nos preparamos para recibirlo con la oración y la súplica, buscando en el Sacramento de la Penitencia, arrepentidos de nuestras infidelidades, su perdón y su “fuerza”: “la paz de Dios, que sobrepasa todo juicio”. Esa “paz” que custodiará luego nuestros corazones y nuestros pensamientos “en Cristo Jesús” (Fl 4,.7). Es de nuevo una hora especial de la gracia de Dios que espera de nosotros que sepamos y queramos ser sus testigos con nuestras palabras y con nuestras obras −¡palabras y obras de la verdad de Dios que es amor!− con el entusiasmo de una nueva evangelización que refleje la luz y la alegría de la Buena Noticia de que el Hijo de Dios, el Mesías, el Salvador venido al mundo al cumplirse el tiempo hace aproximadamente dos mil años, se va hacer actualidad vivísima para nosotros en la Iglesia y así para todo el mundo ¡Cuántos testimonios de la caridad son necesarios para convencer al mundo actual de que sólo en Dios, que se nos ha revelado y dado en Jesucristo, alumbra y se encuentra la esperanza! Caridad, cuyo “primer rostro” y cuya fundamental lugar para encontrarla, reconocerla y experimentarla es la familia cristianamente fundamentada y constituida!
A María, la Santísima Virgen y Doncella de Nazareth, por quien vino y viene a nosotros el Salvador, a la Madre de la Iglesia y de las familias, Virgen de La Almudena, nos encomendamos fervorosamente, siendo constantes en la oración. Así podremos vivir el Adviento del nuevo Nacimiento del Hijo de Dios en su seno purísimo como testigos y misioneros de la Verdad del Evangelio en Madrid, en España y en el mundo. Así se hará renovada actualidad el cumplimiento de la profecía de Sofonías: “Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo Israel; alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén. El Señor ha cancelado tu condena, ha expulsado a tus enemigos”.
Con el deseo de un santo tiempo de Adviento para todos y con mi afecto os bendigo de corazón,